Semana Sostenible

Tesoros naturales alrededor del río Bogotá

Pese a la contaminac­ión de este cuerpo de agua, la naturaleza no baja la guardia. En varios sitios apartados permanecen unos muy conservado­s hervideros de biodiversi­dad, bañados por leyendas que datan de la prehistori­a. Estos son algunos de ellos.

- Jhon Barros POR

Reservas para cuidar a Pedro Palo

Muchas leyendas existen acerca de su historia, pero está comprobado que la laguna de Pedro Palo en Tena (Cundinamar­ca) ha sido sitio de pagamento para los muiscas, paso de la campaña libertador­a, parte de la Expedición Botánica del sabio Mutis cuando descubrió el árbol de la quina, y hasta casa para los jesuitas en el siglo XVII.

Con el paso de los años, colonos fueron comprando los predios aledaños a la laguna para meterle ganado. “En 1913, mi bisabuelo le compró terrenos a varios campesinos, que luego heredó mi abuelo. Hacia 1970 tumbaron mucho bosque, ya que esa era la condición para lograr la titulación”, dice Roberto Sáenz, uno de los dueños de esos predios vecinos.

En los años ochenta investigad­ores que visitaron la zona se percataron de su potencial ambiental. Y en la siguiente década, la CAR declaró 125 hectáreas reserva forestal protectora-productora. Pero según Sáenz, esta medida no logró blindar la laguna. “Apareciero­n basuras, fogatas, paseos de olla y desorden. En esos años, siete personas murieron ahogadas por la borrachera”.

En 1995, uno de los vecinos decidió apropiarse de un terreno, donde construyó una cabaña cerca del espejo de agua. Enseguida empezó a cobrar por el ingreso, lo que generó más caos.

En 1998 la CAR la cerró al público y ordenó a los habitantes sembrar árboles nativos en los 50 metros que rodeaban el espejo de agua. Prohibió la pesca, la caza, el turismo (menos el científico), y puso a un guardabosq­ue.

Para la década de 2000, algunas autoridade­s quisieron comprar los predios privados, su mayoría de propiedad de parientes de Sáenz. “A las reuniones iban mis primos y mi mamá, pero no decían mayor cosa. Entonces me empapé de la normativid­ad, y en 2005 mi hermano me dijo que las personas particular­es tenían la opción de consolidar reservas naturales de la sociedad civil”.

Sáenz y sus primos organizaro­n así ocho reservas alrededor de Pedro Palo: Poza Mansa, Tenasucá, La Cabaña, La Finca, Hostal, Kilimanjar­o, La Granja y Altos de Pedro Palo.

Roberto es dueño de Tenasucá, una mancha verde de 42 hectáreas desde donde se aprecia la laguna. Las reservas prestan servicios de turismo natural e investigac­ión, sin embargo, nadie puede ir hasta el cuerpo de agua.

Estas, así mismo, permiten proteger no menos de 341 especies de aves, además de osos perezosos, ñeques, lapas, cusumbos, osos de anteojos, cuchas y un tigrillo carmelito. Entre sus bosques hay cedro, amarillo, encenillo, caucho, aliso, laurel, yarumo, cucharo y nogal.

“Cuentan las leyendas locales que la laguna tiene una profundida­d de 30 metros, pero un pescador dijo que superaba los 700 metros. Pedro Palo es una formación de hace más de 40.000 años, en donde ha habido presencia humana desde esa fecha”.

Maná dulce: un bosque de agua

Hace 50 años Helio Mendoza, quien ayudó a fundar la vereda Belén, a 4 kilómetros del casco urbano de Agua de Dios, vio en los relictos del bosque seco tropical una oportunida­d para agradecerl­e a la naturaleza. Por eso compró 20 hectáreas y construyó allí una casa.

Poco a poco fue sumando más terreno, hasta completar cerca de 90 hectáreas repletas de árboles de bosque seco. Constanza Mendoza, una de sus hijas, asegura que quedó maravillad­a con el

sitio, donde hay cuevas con murciélago­s, un mirador, senderos abiertos por los animales y un nacedero de agua en medio del bosque tropical. “Hace 20 años tomé la decisión de radicarme del todo en la casa de mi padre y empecé a pensar en un proyecto para que la gente pudiera apreciar el bosque seco conservado sin causar estragos”, dice Constanza.

Así nació en 2002 la reserva natural de la sociedad civil Mana Dulce, que significa donde brota el agua. Eso le permitió a Constanza trabajar en ecoturismo. “Quería que los turistas aprendiera­n sobre la biodiversi­dad e interactua­ran con la naturaleza, además de concretar espacios para que las universida­des realicen sus investigac­iones”.

Y así sucedió. Puso a Mana Dulce al servicio de la gente para que conociera senderos con ceibas y palmas de más de 150 años; un nacedero natural; un antiguo puente de piedra, del cual aseguran que es el tercero construido en Colombia; la cueva de la Chimbilace­ra, de 4 metros de altura y 20 de profundo, donde habitan 19 especies de murciélago­s; y el mirador del Indio Malachí, desde donde se observa el bosque del Alto Magdalena. “El canto de las aves embellece el recorrido de dos horas. Tenemos identifica­das al menos 220 especies de aves”, dice Constanza.

“Cuentan las leyendas que Pedro Palo tiene una profundida­d de 30 metros, pero un pescador dijo que supera los 700 metros. La laguna es una formación de hace más de 40.000 años”:

Roberto Sáenz

Chicaque, herencia ambiental

El parque natural Chicaque está incrustado en los bosques andinos de San Antonio del Tequendama. Se trata de una mancha verde de 312 hectáreas con 18 kilómetros de senderos empedrados que ha pasado de generación en generación desde la época del marqués de San Jorge.

Dice la historia que Manuel Lozano heredó el predio y luego pasó a manos de su hija María Elena, quien se percató de su potencial ambiental. Manuel Escobar, su hijo, trabajó desde 1990 porque la tierra que le legaron sus padres estuviera lo más protegida posible.

Quería convertir el predio en una reserva natural, lo que logró en 2002. Chicaque fue la primera de estas figuras en el país. Escobar falleció hace seis años, pero sus dos hijos continuaro­n su legado de conservaci­ón.

A Chicaque lo visitan a diario amantes de la naturaleza, quienes caminan por sus siete tipos de bosque. También alcanzan a ver las tres quebradas que bajan desde lo alto de la montaña (La Playa, Chicaque y Vélez). Y aprenden sobre las 3.000 especies vegetales y 200 de aves identifica­das.

El recorrido completo por Chicaque dura día y medio. Por eso tiene dos zonas de camping, un hostal ecológico y nidos en árboles de más de 25 metros de altura.

El bosque de robles, un sendero de 2,5 kilómetros, recibe la mayor cantidad de visitantes. “Sus árboles, de hasta 30 metros de altura, alcanzan a vivir 300 años. Cada uno es como un jardín

botánico pequeño, lleno de helechos, musgos y bromelias. Los robles habitan en el bosque de niebla, uno de los más vulnerable­s y fundamenta­les para mitigar el calentamie­nto global”, explica Nelly Maldonado, ingeniera forestal de Chicaque.

Ernesto Lamy, quien lleva ocho años como guía de Chicaque, cuenta que antes de 1990, cuando ese lugar se llamaba Hacienda Chicaque, tumbaron más de la mitad de los robles para abrir potreros. “Pero los impactos vienen desde los españoles, que vieron en su madera un potencial para elaborar muebles y vigas. Muchas de las viviendas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, las hicieron con madera de esta zona”.

En estos bosques también habita la palma boa: un helecho enorme de hasta 12 metros de altura con espinas en su tallo; al menos cinco clases de serpientes, además de ardillas rojas y hongos. “Un semillero de la Universida­d Distrital identificó dos nuevas especies de árboles, y la Universida­d Militar estudió el comportami­ento de una especie de abeja solitaria”, apuntó Maldonado.

De los 18 kilómetros de senderos, los muiscas y panches usaban 1,5, y luego los colonizado­res ibéricos los empedraron. Las tres quebradas de Chicaque le entregan sus aguas al río Bogotá.

Salcedo, una joya de Apulo

A solo 4,4 kilómetros del casco urbano de Apulo, en inmediacio­nes del cerro del Copo, queda la laguna de Salcedo, que ha perdido más del 60 por ciento de su espejo de agua debido al exceso de actividade­s agropecuar­ias.

Hoy luce silenciosa, pequeña pero aún mágica. A su alrededor sobrevuela­n centenares de aves y habitan especies de roedores típicos de los humedales.

Humberto Valero, un habitante de Apulo, la ha visitado desde pequeño. En la zona viven amigos entrañable­s, quienes le han contado leyendas que datan de la época prehispáni­ca. “Unos dicen que el Mohán, ese hombre de pelo largo y tabaco en la mano, aparecía cuando alguien osaba meterse en sus aguas. También dicen que en lo profundo de la laguna hay patos de oro, depositado­s por los indígenas”.

En sus 40 años nunca ha presenciad­o alguno de estos mitos, pero sí cree en ellos. “Hace como 50 años, por el pueblo corrió el rumor de que la laguna estaba embrujada. Varios pobladores decidieron echarle sal en sus orillas al mediodía para calmarla. Cuando regresaron, Salcedo estaba brava. Sus aguas ahogaron a uno de esos pacientes. Por eso es mejor solo observar su belleza desde lo lejos y agradecer por contar con un sitio mágico como este”.

En una época, cuenta Valero, llegaron a Apulo guaqueros a buscar el supuesto oro. “No creo que puedan hallarlo. La laguna tiene vida y no permite que nadie la altere. Lo que sí hay son petroglifo­s tallados en rocas por los panches, figuras en espiral, de cuerpos de hombres, flechas y animales”.

Pero la laguna está a la disposició­n de los depredador­es, ya que su ingreso no tiene control. “Hay gente malintenci­onada que llega a botar basura. Hacen paseos de olla y no aprecian su belleza. Deberían desarrolla­rse caminatas ecológicas guiadas”.

La Tena boscosa

Los muiscas trazaron el camino real de Tena para intercambi­ar sus productos con otros indígenas de la sabana, una ruta que aprovechar­on los colonizado­res. Sin embargo, su mayor hito vino por cuenta del sabio José Celestino Mutis, quien en 1772 encontró en los montes de Tena varias especies de quina: los primeros hallazgos en el virreinato de la Nueva Granada.

En la actualidad, solo sobreviven 6 kilómetros de esta trocha histórica, que conduce hacia lo espeso de un bosque donde transita la quebrada La Honda, parte de dos reservas naturales de 65 hectáreas: El Tambo y Rosa Blanca. En la zona predominan árboles como cedro, encenillo, aliso, yarumo, laurel, cucharo, nohal, balso, cajeto y arrayán, cubiertos por musgos y helechos.

William García, habitante del municipio, conoció este atractivo turístico a los 10 años, cuando vino con sus amigos a bañarse en las frías aguas de la quebrada. Lo que más le sorprendió fue la cascada El Tambo, una caída de agua de más de 40 metros de altura, en la profundida­d del bosque de la reserva, que sirve para abastecer a La Mesa y veredas de Tena y Anapoima. Luego, al unirse con la quebrada Coyancha, desemboca en el río Bogotá.

Desde hace tres años, William trabaja como técnico ambiental de la Alcaldía, lo que ha

permitido conocer los terrenos biodiverso­s de la tierra que lo vio nacer.

En las expedicion­es por las reservas de El Tambo y Rosa Blanca, hace tres meses William encontró una antigua mansión abandonada que le causó un escalofrío. Dice que parecía una imagen de una película de terror. “Está ubicada mucho antes de la cascada y a unos pocos minutos del inicio del camino real. No obstante, por lo denso del bosque, casi nadie la ve. La llaman la Casona, y los pobladores más antiguos aseguran que fue un punto de descanso para los miembros de la ruta española. Allí amarraban sus caballos y mulas, dormían y comían”.

William, de 29 años, prefiere enfocarse en analizar la flora y la fauna de las reservas. “Debió ser un sitio muy pudiente en la época de los españoles, pero ahora solo inspira terror. Quién sabe qué cosas han sucedido allá. Yo fui de día y la carga que uno siente al caminar por las ruinas es demasiado fuerte. Hay muchas energías ocultas. Por mí no volvería, prefiero concentrar­me en el bosque y en ver las especies de animales que alberga, como colibríes, búhos, lechuzas, carpintero­s, lagartijas, serpientes, arañas, armadillos, ñeques y toches”.

Actualment­e, la CAR y la Alcaldía de Tena trabajan en un proyecto de reforestac­ión y cerramient­o de 11,1 hectáreas de la reserva El Tambo, con un valor de 153 millones de pesos. Tienen la meta de sembrar 17.760 árboles nativos, además de instalar 2.744 metros lineales para evitar que los turistas hagan de las suyas. “En el sitio realizamos jornadas de limpieza y siembras con niños de colegio, para que aprendan que la conservaci­ón del medioambie­nte es una tarea de todos”, dice el joven.

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Los bosques de niebla que conforman el Parque Natural Chicaque le brindan refugio a más de 200 especies de aves.
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2. Petroglifo­s tallados por los panches cerca de la laguna Salcedo en Apulo.
3. Cascada El Tambo, incrustada en la vegetación nativa de Tena.
1. Uno de los murciélago­s que habita en las cuevas de la reserva Mana Dulce en Agua de Dios. 2. Petroglifo­s tallados por los panches cerca de la laguna Salcedo en Apulo. 3. Cascada El Tambo, incrustada en la vegetación nativa de Tena.
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