En el Pacífico, por ejemplo, los productores del naidí se trepan a las palmas para recoger la cosecha en lugar de talar el bosque.
Asimismo, está el caso de los productores del naidí, un fruto conocido como el açaí del Pacífico, rico en antioxidantes y beneficios para la salud. Estas personas, llamadas ‘naidiseros’, se trepan a las palmas para no talar el bosque.
En Mucho también llevan a cabo campañas mensualmente para promover la venta de productos específicos de los que haya escasez o abundancia, especialmente en esta época de pandemia en la que tantos alimentos se quedaron atrapados en los territorios. En este momento, por ejemplo, promocionan papa quincha, cúrcuma –producida por 200 familias indígenas y afrocolombianas de Bojayá–, naidí y el kit para cocinar en casa hecho por señoras de Timbiquí en Cauca.
Si Colombia desea consolidarse como un referente en el campo de la conservación de la biodiversidad, la próxima década será un tiempo clave. Somos, sin lugar a dudas, un país privilegiado en razón de que albergamos varias de esas regiones que han sido etiquetadas como las más biodiversas del planeta. De esa lista forman parte el Amazonas, los Andes, la Orinoquia y el Chocó. Todo un tesoro que implica una inmensa responsabilidad, pues un posible deterioro de ese patrimonio, cuya existencia es de importancia global, generaría consecuencias desproporcionadas en relación con el relativo tamaño de nuestra nación. Transformar la manera como nos venimos relacionando con la naturaleza es, más que una oportunidad, un deber.
En tal sentido, los avances de la última década permiten pensar que tenemos suficientes bases para consolidar, en un futuro cercano, tan necesario cambio. En mis recientes años de vida profesional he tenido la fortuna de trabajar para Wildlife Conservation Society, organización que, además de haber emprendido ingentes esfuerzos propios por la conservación de los recursos naturales, ha venido reconociendo, exaltando y apoyando una amplia gama de acciones que otros llevan a cabo en esa misma dirección. Es difícil cuantificar los exitosos ejemplos de manejo sostenible que, en diferentes escenarios, se han dado en la última década en Colombia, todos impulsados por un clamor y un compromiso colectivo de múltiples actores. Aunque los retos son muchos y muy grandes, estamos convencidos de que cada uno de esos logros ya cimientan una sólida estructura para edificar un liderazgo regional y global en materia de conservación.
De hecho, nuestro extenso trabajo de campo nos ha permitido comprobar que día tras día son más y más las entidades, empresas, organizaciones e instituciones académicas comprometidas con el tema ambiental. Desde nuestra perspectiva, sentimos un gran orgullo por poder trabajar de la mano de entidades gubernamentales y funcionarios que cada día se esmeran por conservar los recursos naturales de manera eficiente y transparente. También nos sentimos honrados de poder hacerlo junto con innumerables familias y comunidades rurales. Ellos, a lo largo de cada jornada, nos han enseñado que la paz, la vida y la permanencia en el territorio dependen, en muy alto grado, de la conservación de las áreas naturales que aún nos quedan y, al mismo tiempo, de la recuperación de aquellas que ya hemos degradado. A todos estos actores y a su compromiso también se ha venido sumando un visionario sector privado que hoy reconoce cómo la sostenibilidad de sus inversiones, en el largo plazo, está ligada, intrínsecamente, con la integridad ambiental y social de los territorios.
Lo anterior se expresa en el incremento del número de alianzas público-privadas que buscan conservar la biodiversidad del país. Esto demuestra la madurez de la institucionalidad y de la sociedad civil para trabajar en conjunto. Conservamos la Vida, el proyecto Vida Silvestre, Río Saldaña: Una Cuenca de Vida y la Alianza para la Conservación de la Biodiversidad, el Territorio y la Cultura son ejemplos de algunas de estas coaliciones de impacto colectivo que están creando cambios positivos a escalas ecológicamente significativas. Con ello, hemos permitido que jaguares, osos, dantas, caimanes, ballenas y tiburones sigan siendo parte de nuestra riqueza natural. Si en la próxima década nos unimos y respaldamos más iniciativas de este estilo, estoy seguro de que podremos ser el modelo a seguir, implementando así uno de los marcos normativos más completos y avanzados de la región. Y esta será la piedra angular para garantizar que no transformemos ninguna de las áreas naturales que aún nos quedan, y así avanzar, decididamente, en el enorme desafío que significa conservar el patrimonio ambiental de una de las naciones más biodiversas del planeta.
La décima parte de la biodiversidad y de la reserva de carbono mundial, el río más caudaloso del planeta, cerca de la mitad de los bosques tropicales de la Tierra, 28 millones de habitantes, 456 pueblos indígenas y una incidencia climática global… Todo esto reunido en un único lugar, que representa tan solo el 5 por ciento de la superficie terrestre: la Amazonia.
Proteger sus ecosistemas y velar por el bienestar de sus habitantes es un desafío titánico: requiere del trabajo mancomunado y constante de Gobiernos nacionales y locales, organizaciones internacionales, sector privado y sociedad civil. ¿Cómo, desde diferentes orillas, se está llevando a cabo la misión de resguardar la Amazonia?
Este especial reúne miradas locales, esfuerzos globales y saberes ancestrales por preservar inmaculado un templo natural y cultural, vital para el bienestar humano presente y futuro.
Cuando a Milena Pinto, 21 años, le preguntan por su historia, la primera persona que menciona es a su abuela Ana Rita Aroca, 85 años, quien vive en el resguardo del pueblo pijao en Albania, Caquetá. Evoca una imagen de la infancia: las dos caminan largas distancias hasta llegar a lugares donde no había hospitales para que la abuela atendiera los partos. Todavía los atiende.
De la niñez, Milena también recuerda sus primeros años en la escuela de la comunidad. La profesora recreaba en el salón el espacio del cabildo y ella siempre pedía ser la lideresa. Salían al territorio a caminarlo, a conocer las semillas, las plantas de usos tradicionales. Aunque a veces no iba a las clases: acompañaba a su papá, entonces gobernador, a las reuniones con líderes indígenas de diferentes pueblos. Por ejemplo, el huitoto, el inga o el koreguaje. Creció compartiendo con ellos, participó en una escuela de formación de líderes, representó a su pueblo pijao en los ámbitos regional, departamental y nacional y se convirtió en una lideresa. En realidad, nunca dejó de serlo. Con esa labor, desde la juventud, busca preservar un legado. “Partimos de la palabra, del consejo de los mayores”, dice.
Al hablar sobre lo que representa la pandemia de la covid-19 desde la visión de los pueblos indígenas, Milena vuelve a evocar a su abuela Ana Rita. En concreto, una conversación. En algún momento, la abuela le dijo que ella no necesitaba de un decreto para decir que es indígena y para tener un derecho como tal. El derecho, desde la visión ancestral, se lo da el tener la semilla, por cuidar la tierra; tener el agua, por cuidar los bosques; y tener la vida, por cuidar de la naturaleza.
“Hemos estado viviendo en medio de una desarmonía con el medioambiente. Los vecinos, los blancos, muchas veces dicen que ya quieren volver a la normalidad, que ya llevamos mucho tiempo en cuarentena. Uno escucha a los abuelos y es justamente lo contrario: no volver a la normalidad porque sería regresar a como estábamos con la problemática de la deforestación. Debemos repensar nuestra forma de vivir, nuestro gobierno propio, nuestra autonomía alimentaria, atendiendo el llamado
de la madre tierra. Escuchar las voces de la naturaleza”, asegura Milena, desde Florencia, capital de Caquetá, el departamento más deforestado de Colombia –6.765 hectáreas– en 2018.
Lleva un sombrero tradicional, hecho con la fibra de una palma local, de la cual también elaboran canastos, esteras, manillas. En la frente, una cinta del pueblo indígena nasa, que representa el concepto del territorio. Alrededor del cuello, un collar, con varias semillas y adornado con algunas plumas verdes de loro. Elementos que encuentran en el bosque, en los árboles, cuando salen a caminar.
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La Amazonia, que cuenta con una extensión territorial similar al área continental de Estados Unidos y alberga el 10 por ciento de la biodiversidad del mundo, se encuentra en un peligro inminente. Los profesores
Los pueblos indígenas que viven en el territorio cumplen una misión fundamental para conservarlo. Literalmente, desde la primera línea de defensa y vigilancia. Los lugares que habitan suelen ser los menos deforestados. Por ejemplo, en Brasil, de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciais (Inpe), las tierras indígenas representan el 23 por ciento del territorio amazónico y registran una deforestación promedio de tan solo 1 por ciento.
“Ellos siempre dicen que la selva está porque ellos están. Han sido ellos, y sus prácticas tradicionales, los que la han mantenido. Si ellos no están, la selva finalmente se va”, señala, desde Riohacha, La Guajira, Isaí Victorino, especialista en comunidades locales y pueblos indígenas de TNC Colombia.
El coronavirus complica aún más la situación. Según explica Helcio Souza, coordinador de la estrategia de los territorios indígenas de TNC Brasil, puede debilitar la economía de las comunidades en la medida que sus productos no encuentren compradores y pierdan cosechas, haciéndolas más vulnerables frente a las diferentes actividades ilegales que las acechan.
La incursión de actividades ilegales de minería y deforestación es, a su vez, una amenaza para los pueblos indígenas no contactados. “En la región del Vale do Javari, en la frontera con Perú, un área muy grande donde se encuentra la mayor parte de estos pueblos, se ha identificado en las últimas semanas casos de covid-19 en comunidades muy cercanas. Si entra, va a ser catastrófico, pues el sistema inmunológico de ellos no está preparado para este tipo de enfermedades”, indica Souza.
La memoria también está amenazada. Las poblaciones mayores son las más vulnerables ante el virus, y la muerte de un mayor indígena implica la pérdida de conocimientos, transmitidos oralmente entre generaciones, que han determinado hasta la vida misma en sus territorios.
“Aquí, en nuestro municipio de Oiapoque, en la frontera con Guayana Francesa, la pandemia de la covid-19 se ha llevado para el mundo de las constelaciones a grandes guerreros, líderes que fueron un espejo en mi camino. Los conocimientos que me pasaron fueron impecables. Los transmitían mediante la narración de historias para la comunidad. Igualmente, nos orientaron sobre la importancia del territorio y su conservación. Es algo que no se nos olvida como indígenas”, indica Lilia Oliveira, lideresa del pueblo karipuna, en Brasil.
Lilia recuerda que hace poco habló sobre el tema del virus con uno de los médicos de la comunidad, quien le indicó que sentía mucho miedo, pues nunca había visto una enfermedad tan agresiva.
Por lo pronto, la han tratado con la medicina tradicional.
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Antes de responder unas preguntas, Iván Illanes, 46 años, líder de la nacionalidad kichwa de Pastaza, en Ecuador, se pone una cinta en su frente. Desde la tradición de los abuelos, la cinta representa el mundo de los sueños. Los abuelos soñaban con los grandes espíritus de la naturaleza, como la boa y el jaguar. El sueño con la boa, por ejemplo, se relaciona con el valor de la paciencia, la confianza y la capacidad de escuchar a otras personas. Sobre su camisa gris, lleva un collar, que se asocia, nuevamente, al sueño y la sabiduría.
En su discurso, Iván suele mencionar el concepto del kawsak sacha: la idea de que la selva vive. “Es un ser vivo, consciente, sujeto de derechos, donde están todos los seres vivos que se relacionan íntegramente unos a otros. De eso depende el equilibrio del ser humano con la naturaleza”, explica Daniel Santi, dirigente de la nacionalidad kichwa.
Y es con el kawsak sacha con lo que le han hecho frente al coronavirus. No han tenido otra alternativa. Para el tratamiento, basado en la medicina tradicional, han recurrido a plantas como el ajo de monte y el jengibre.
“El conocimiento ancestral es oral. Nosotros hemos descuidado a nuestros abuelos. Un abuelo es una biblioteca, un libro, y no nos hemos planteado cómo escribir y sistematizar esos conocimientos. Si no lo hacemos nosotros, vamos hacia un olvido”, explica Iván.
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María Marlene Martínez de Garay, del pueblo murúi-muina, falleció a los 68 años el pasado 22 de julio, una vez se le complicaron los síntomas de tos, fatiga y gripa, que había presentado una semana antes. Su hijo Carlos Garay, 42 años, que se desempeña como coordinador del área de salud y medicina tradicional de la Asociación de Cabildos Huitoto del Alto Caquetá, sospecha que el contagio del virus se dio cuando María Marlene, a inicios de mes, salió de la comunidad para cobrar un subsidio para adultos mayores que tenía que hacerse presencialmente. Por falta de cobertura, no hubo forma de avisarle que tuviera precaución.
María Marlene era de una de las 15 personas –estima Carlos– que aún hablaba el dialecto local. Solía enseñarlo a otros integrantes de la comunidad.
De ella, Carlos evoca que, aunque estuviera muy ocupada, siempre sacaba un rato para compartir sus conocimientos en la lengua, medicina, tejidos y artesanía.
Alguna vez, ella le dijo a su hijo: