¿Qué pasa con los muertos que nadie reclama?
Ha pasado una década desde que el fallecido cronista Alfredo Molano nos reveló cómo a diario llegaban a Medicina Legal cadáveres de hombres y mujeres que nadie iba a buscar.
Cuando era niño y vivía en el campo en que nací, montaba un caballo alazán, pequeño y juguetón. Se llamaba Florián porque tenía una estrella blanca en la frente. De puro quererlo hubo un tiempo en el que hasta comía sobre mi táparo. Era manso y obediente y galopero. Pero se ranchaba a pasar por un camino donde una tarde habíamos visto un caballo muerto, sobre el que revoloteaban moscas y chulos. Me pasaba lo mismo con Medicina Legal en Bogotá: nunca pasaba por frente a ese edificio que para mí era, como para mi caballo, ponerme al alcance de la muerte. Pero acepté ir al considerar que yo no era un caballo y que los muertos muertos están, que nada pueden hacerme. Por el contrario, a la muerte hay que mirarla de frente para que no se meta por la espalda. Hoy el Instituto de Medicina Legal queda en medio de un parque. Ya a su alrededor no hay indigentes metiendo pegante, ni puticas pobres poniéndolo por 1000 pesos. Pero los muertos —algunos indigentes y algunas puticas— siguen llegando enteros o destrozados. Muchos son reclamados, pero la mayoría no.
Llegamos con el equipo de la revista a las 6:00 a.m. apenas clareando. El Instituto en la capital es una entidad de 24/24, nunca cierra sus puertas ni de entrada ni de salida. Entramos por la primera como pasando una aduana o entrando a un ministerio. Varias personas hacían cola para preguntar por su ser querido. Una mujer morena, muy joven, con un niño abrigado con una cobija, esperaba en un rincón sin llorar pero con un dolor que daba gritos. Cinco minutos después de identificarnos debidamente apareció un personaje que parecía un panadero o un lechero de pasteurizadora: gorro blanco, tapabocas azul, guantes, delantal, polainas y botas de caucho. “Los esperábamos, síganme”. La primera ola de cadaverina nos sorprendió. Seguí ante lo inevitable. El médico que nos recibió se sentó en su escritorio y nos soltó el convencional “¿qué les provoca?”. No, respondimos en coro: “Nada, gracias”. “Bueno —dijo— entrando en materia quisiera aclararles lo siguiente: nuestra labor es científica, judicial y humanitaria: identificamos los cadáveres y establecemos las causas de su muerte. No queremos que esta institución se confunda con un despresadero”. En ese instante se oyó lejano un grito: “Llega una paletera”. Quedamos fríos. “Sí —agregó el funcionario—, ese es el vehículo en que se transportan los cadáveres, pero no nos gusta que la llamen paletera porque los muertos no son paletas”. Consideración muy cumplida. Luego nos detalló el largo camino que recorre un cadáver, desde cuando se recoge hasta cuando se entrega. Como por matizar la conversación pregunté si había visto a Raúl Reyes y si le faltaba, como se dice, un pie. Me respondió incómodo: “No, por aquí pasó, pero no lo vi”. Tema concluido. Cuando por fin, después de una fatigosa explicación científica sobre el oficio de identificar cadáveres, oímos el temido, “entonces bajemos”, volvimos a quedar fríos. Nadie quería moverse del asiento. A lo hecho, pecho. “Imagino que querrán ponerse un peto”, rumoró burlón. Desde luego, respondimos. Optamos por enviringarnos y ponernos delantal, gorro, tapabocas, guantes de cirugía, todo debidamente certificado de no haber sido usado. Pero, llegamos a la tragedia de las botas de caucho, esas sí, usadas. Las trajo un empleado de overol, sin tapabocas ni gorro ni guantes. Era un hombre verde, cadavérico, silencioso. Sospechamos que en el piso de la sala de autopsias habría algo así como sanguaza, y, por tanto, las botas, fueran de quien fueran, eran obligatorias.
Sin más disculpas, nos lanzamos. Un corredor estrecho, al final, una puerta bamboleante. Al abrirse, un nuevo golpe de olor espeso, aterrador, inevitable, nos pegó con una violencia brutal. Sentí que lo que había comido en los últimos seis meses se devolvía, que mi estómago se venía por la boca. Una reacción mecánica, poco considerada, es cierto, pero quizá necesaria como defensa frente a microbios aéreos. De otro lado, una reacción primitiva: la muerte puede entrar por la nariz. Pasamos de largo, mirando sin mirar, los cadáveres extendidos como bultos sobre las mesas: una docena en total, la sala de autopsias más grande del mundo, dijo el médico que nos guiaba. De reojo me pareció un salón del Museo de Cera de Madame Tussaud. Haciendo de tripas corazón —horror de horrores—, llegamos al patio donde las paleteras descargan los cadáveres envueltos en bolsas plásticas blancas, sobre las cuales viene una copia de la diligencia de levantamiento. Los empleados los pasan jalados primero, alzados después a una camilla de aluminio. Los sacan de las bolsas. Vienen con las manos envueltas en mitones. Los reciben legalmente y a cada uno le asignan un número en una tarjeta que cuelgan del dedo gordo y que lo acompañará aun sobre la lápida si no es reclamado. Un protocolo frío, aséptico, profesional. Vimos descargar un negro enorme. Lo habían asesinado en la madrugada en el barrio Las Cruces. Lo seguimos hasta la mesa en que le harían la identificación y la autopsia. Ver los cadáveres desgonzados a medio abrir me produjo una reacción de asco, piedad y ganas de gritar. Yo había visto solo dos cadáveres en mi vida y, como a mi caballo, me horroriza la palidez rígida, la ausencia, la soledad (“¡Dios mío, cómo se quedan de solos los muertos!”, escribió Silva, o Julio Flórez, o Amado Nervo). No obstante, un cadáver infunde respeto y miedo; la muerte
Los reciben legalmente y a cada uno le asignan un número en una tarjeta que cuelgan del dedo gordo y que lo acompañará aun sobre la lápida, si no es reclamado.
deja un tenue resplandor solemne. Es inevitable desear que haya un más allá, pero ¿qué importa la existencia del otro mundo si se perdiera la identidad que aquí hemos tenido? Una compañera del equipo preguntó: “¿Qué se siente estando vivo?”. El interrogante quedó resonándome unos instantes. La respuesta más rápida y torpe: “Somos cadáveres con conciencia de la muerte”.
Un empleado pregunta a gritos: “¿Traemos el otro?”. “Sí”, responde alguien en el mismo tono. Entra el nuevo. Se trata de un ahorcado, un muchacho joven. Tenía el cuello amoratado, pero no tenía el órgano parado como dicen que lo tenía Judas. En una mesa —no encuentro otro término— despellejaban a una mujer gorda después de abrirle el abdomen con un enorme cuchillo con el que también le separarían la piel de la carne. Un olor aun más nauseabundo y pesado tomó posesión de la sala. Difícil es creer que uno pueda vivir toda una vida con ese olor adentro. Tenía de vecino un niño de unos 5 o 6 años despaturrado y también desollado. Los forenses buscaban huellas de violación. En la mesa de enfrente creí ver un hombre aserrado por la mitad; y digo creí, porque evité mirarlo. Es extraño: pese a todo, uno quiere mirar. Asistí a una lucha interior entre un pavor cobarde y una curiosidad morbosa. Más adelante yacía otro cuerpo al que un par de médicos le sacaban esquirlas o balas de la cabeza. Frente a él, un funcionario del instituto fotografiaba otro cadáver con una minuciosidad y una aplicación dignas de alabar o de temer. Detrás descubrí un afilador de cuchillos amarrado de una cadena. Entré en pánico. Sentí que las piernas se me volvían de algodón y así, abruptamente, oímos todos —y todos nos miramos— una sierra eléctrica aserrando el cráneo del hombre al que le extraían las balas. Confieso que no pude evitar la imagen de estar en medio de una de esas plazas de pueblo donde los paramilitares y sus acompañantes destrozaban cuerpos a motosierrazo limpio y mochaban cabezas para distraerse jugando con ellas un animado partido de fútbol. Alguien preguntó, dirigiéndose a no sé quién, si a un fulano “ya lo habían esculcado”, es decir, si ya, con permiso de los familiares, le habrían extraído las córneas o un fémur con destino a uno de los bancos de órganos que existen. En mi angustia olvidé preguntar si los órganos sanos que son susceptibles de una segunda oportunidad los vendían o los regalaban. Muchos de los cadáveres son identificados plenamente por los forenses y certificada la causa de su muerte. Si son reclamados por sus deudos, el occiso sale del Instituto con su nombre de pila. El médico que nos recibió regresó. “¿Ustedes quieren mirar las neveras? Les advierto que son mucho más difíciles que lo que han visto. Las neveras –nos explicó– son depósitos bajo cero donde se guardan los cuerpos que no son reclamados durante el primer mes de residencia en el Instituto”. Cuando abrieron las puertas fue como si hubieran abierto de nuevo otro abdomen. Volvió el vómito y el vértigo. También el arrepentimiento de haber aceptado escribir un texto sobre un mundo repugnante, entreverado, no obstante, con un sentimiento de piedad e identidad humana con aquellos cadáveres que ya habían vivido la experiencia única de la muerte. A la soledad y el silencio, las neveras agregan la oscuridad y el encierro hermético. Es difícil —casi imposible— renunciar a sentir que un cadáver que no tiene vida, no la tenga de verdad.
En la puerta de Medicina Legal rondan como buitres los empleados de las funerarias y se suelen formar corrillos alrededor de quien requiere de los servicios ofreciendo a gritos un cajón nuevo o usado, acolchonado con terciopelo o con raso, con misa o sin misa, misa cantada o pasada de agache, enterrado o cremado. En fin, los mercachifles nunca se dan por vencidos, y menos a la hora de la muerte. Las pompas fúnebres son un negocio no solo muy rentable, sino de una repugnante frialdad metálica.
El recorrido por Medicina Legal me volvió un ferviente vegetariano.
De las neveras salen los cadáveres tres meses después de haber entrado y cuando el fiscal encargado de aquellos NN que no han