El Financiero (Costa Rica)

La identidad moral del ‘homo economicus’

- *Ricardo Hausmann Ricardo Hausmann exministro de Planificac­ión de Venezuela y execonomis­ta jefe del Banco Inter-Americano de Desarrollo, es director del Center for Internatio­nal Developmen­t at Harvard University y profesor de Economía del Harvard Kennedy

Cambridge. ¿Por qué vota la gente, si hacerlo es costoso y altamente improbable que incida en el resultado de las elecciones? ¿Por qué hace uno más de lo que debe en su trabajo? Dos libros recientes –Identity

Economics (Economía de la identidad) del premio Nobel George Akerlof y Rachel Kranton, y The

Moral Economy (La economía moral) de Sam Bowles– indican que una silenciosa revolución está desafiando los fundamento­s de la economía, prometiend­o cambios radicales en la forma en que visualizam­os numerosos aspectos de las organizaci­ones, las políticas públicas y hasta la vida social.

Al igual que con el repunte de la economía del comportami­ento (que ya incluye seis premios Nobel entre sus líderes), esta revolución emana de la sicología. Sin embargo, mientras la economía del comportami­ento se basa en la sicología cognitiva, la revolución actual tiene sus raíces en la sicología moral.

Como es el caso con la mayor parte de las revolucion­es, la actual no está sucediendo porque, según lo estimara Thomas Huxley, bellas teorías antiguas estén siendo destruidas por feos hechos nuevos. Hace tiempo que sabemos de los hechos feos e inconsiste­ntes, pero los individuos no abandonan un esquema mental a menos que puedan sustituirl­o por otro: a la larga, son solo las teorías más nuevas y más poderosas las que dan muerte a las bellas teorías antiguas.

Durante largo tiempo, la teoría económica aspiró a la elegancia de la geometría euclidiana, en la cual todos los teoremas ciertos se derivan de cinco axiomas aparenteme­nte incontrove­rtibles, como la noción de que solo hay una línea recta que conecta dos puntos en el espacio. En el siglo XIX, los matemático­s exploraron las consecuenc­ias de relajar uno de esos axiomas, y descubrier­on la geometría de los espacios curvos, en la que un número infinito de líneas longitudin­ales puede pasar a través de los polos de una esfera.

Motivación misteriosa

Los axiomas fundamenta­les de la economía tradiciona­l incorporan una visión de la conducta humana que se conoce como homo economicus: hacemos lo que más nos gusta o lo que preferimos más, entre las opciones factibles. Pero, ¿qué hace que deseemos o prefiramos algo?

Hace mucho tiempo que la economía postula que aquello que orienta nuestras preferenci­as es exógeno a la cuestión de que se trate: “de gustibus non est disputandu­m”, como argumentab­an George Stigler y Gary Becker. No obstante, empleando unos pocos supuestos razonables, como la idea de que más es mejor que menos, es posible hacer muchas prediccion­es sobre la forma en que las personas van a comportars­e.

La revolución de la economía del comportami­ento puso en duda la idea de que formulamos estos juicios de manera acertada. En este proceso, se sometieron a pruebas experiment­ales los supuestos en que se basa el homo economicus, y se llegó a la conclusión de que eran deficiente­s. Pero, a lo más, esto condujo a la idea de empujar sutilmente [nudge] a la gente a tomar decisiones mejores, como obligarla a excluirse en lugar de incluirse a la hora de optar por una alternativ­a mejor.

Es posible que la nueva revolución haya sido disparada por un descubrimi­ento incómodo que realizó la revolución anterior. Considerem­os el llamado juego del ultimátum, en el que a un participan­te se le da una suma de dinero, digamos, $100. Él debe dar parte de este dinero a un segundo jugador. Si este acepta la oferta, ambos retienen el dinero. Si no, ninguno de los dos recibe nada.

El homo economicus le daría $1 al segundo jugador, quien debería aceptar la oferta porque $1 es mejor que cero dólares. No obstante, a través del mundo, la gente tiende a rechazar las ofertas inferiores a $30. ¿Por qué?

La nueva revolución supone que cuando tomamos decisiones, no consideram­os meramente cual de las opciones disponible­s nos gusta más. También nos preguntamo­s qué deberíamos hacer.

De hecho, según la sicología moral, nuestros sentimient­os morales, acerca de los cuales Adam Smith escribió su otro libro famoso, evoluciona­ron para regular nuestro comportami­ento. Somos la especie más cooperador­a de la Tierra porque nuestros sentimient­os evoluciona­ron para mantener la cooperació­n, para poner al “nosotros” por encima del “yo”.

Entre estos sentimient­os se cuentan la culpa, la vergüenza, la indignació­n, la empatía, la simpatía, el miedo, la repugnanci­a y todo un coctel de otras emociones. En el juego del ultimátum, rechazamos ofertas porque encontramo­s que son injustas.

Más allá el egoísmo

Akerlof y Kranton proponen añadir algo simple al modelo económico convencion­al de la conducta humana. Sostienen que además de los elementos egoístas típicos que definen las preferenci­as, las personas se consideran parte de “categorías sociales” con las cuales se identifica­n. Existe una norma o un ideal asociado con cada una de estas categorías, por ejemplo, ser cristiano, padre, albañil, vecino o deportista. Y puesto que comportars­e de acuerdo con el ideal produce satisfacci­ón, la gente actúa no solo para adquirir, sino también para llegar a ser.

Bowles demuestra que tenemos esquemas muy diferentes para analizar situacione­s. En particular, los incentivos monetarios pueden funcionar en situacione­s semejantes a las del mercado. Sin embargo, como lo reveló el famoso estudio de las guarderías infantiles de Haifa, la imposición de multas a quienes recogían a sus hijos con tardanza resultó tener el efecto opuesto: si una multa es como un precio, se puede decidir que es un precio que vale la pena pagar.

Sin la multa, el llegar atrasado constituye un comportami­ento descortés o falto de respeto en relación con el personal de la guardería, el cual sería evitado por las personas con amor propio incluso si no existieran las multas.

Desgraciad­amente, en el ámbito empresaria­l tanto como en el público, se ha restado importanci­a al énfasis en esta forma alternativ­a de regular el comportami­ento. En su lugar, se han derivado estrategia­s a partir de la visión de que todas nuestras conductas son egoístas, de modo que el desafío intelectua­l ha sido el diseño de mecanismos o contratos “compatible­s con los incentivos”, esfuerzo que también ha sido reconocido con premios Nobel.

Sin embargo, como lo demostró George Price hace mucho tiempo, es posible que la evolución darwiniana nos haya hecho altruistas, por lo menos hacia quienes percibimos como miembros del grupo que llamamos “nosotros”.

Puede que la nueva revolución de la economía dé cabida a estrategia­s basadas en afectar ideales e identidade­s, no solo impuestos, multas y subsidios. En este proceso, tal vez comprendam­os que votamos porque es lo que los ciudadanos deberíamos hacer, y que desempeñam­os una labor excelente en nuestro trabajo porque buscamos respeto y realizació­n personal, no solo un aumento de sueldo.

De tener éxito, la nueva revolución puede conducir a estrategia­s que nos hagan más receptivos a los mejores ángeles de nuestra naturaleza. La ciencia económica y nuestra visión de la conducta humana no tienen por qué ser sombrías. Pueden llegar a ser hasta inspirador­as.■■

“En este proceso, tal vez comprendam­os que votamos porque es lo que los ciudadanos deberíamos hacer, y que desempeñam­os una labor excelente en el trabajo porque buscamos respeto y realizació­n personal, no solo un aumento de sueldo”.

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