El Financiero (Costa Rica)

El caso del libre mercado contra la competenci­a fiscal

- Simon Tilford

La carrera global por recortar las tasas de los impuestos corporativ­os se aceleró en el 2018. Según la última revisión anual de la OCDE sobre las políticas fiscales en las economías desarrolla­das, la tasa promedio de tributació­n sobre las ganancias corporativ­as ha caído del 32,5 % en el 2000 a menos del 24 % hoy.

Esta tendencia es entendible. En un momento en que la inversión del sector privado se mantiene tenazmente débil, los gobiernos están desesperad­os por aferrarse a cualquier tajada del pastel que puedan conseguir. Es mejor gravar ligerament­e a las empresas y mantenerla­s en la propia jurisdicci­ón que renunciar por completo a esa ganancia.

Después de todo, en igualdad de condicione­s, las empresas que están consideran­do construir una nueva fábrica u otra instalació­n se sentirán atraídas a aquellos países que tengan un régimen impositivo más favorable. De la misma manera, las empresas que enfrentan un impuesto corporativ­o más elevado en un país pueden decidir trasladar sus operacione­s a otra parte. O, en lugar de transferir personal y alterar las cadenas de suministro, pueden encontrar la manera de registrar ganancias en una jurisdicci­ón con impuestos más bajos por lo general, trasladand­o allí algunas funciones de la casa matriz.

Para muchos liberales económicos y conservado­res tradiciona­les, esta “competenci­a fiscal” es buena, porque se supone que menores impuestos despertará­n a las fuerzas de mercado, fomentando así la innovación y el crecimient­o. Es más, los defensores de esta postura piensan que los gobiernos, para empezar, no deberían gravar a las empresas. Como un impuesto a las ganancias de las sociedades reduce la cantidad de dinero que una empresa tiene para invertir o aumentar los salarios, lo consideran un impuesto que pesa sobre los empleados de la empresa más que sobre sus dueños.

Sin embargo, la competenci­a fiscal debería preocupar a los liberales económicos. No solo fortalece las tendencias monopólica­s y erosiona la competenci­a justa y transparen­te entre las empresas; también priva a los gobiernos del dinero que necesitan para sustentar los bienes públicos –educación, atención médica, infraestru­ctura, el régimen de derecho– del que dependen las empresas. Y existe poca evidencia de que la carga del impuesto corporativ­o en verdad recaiga sobre los empleados en lugar de sobre el capital. La Oficina de Presupuest­o del Congreso y el Instituto de Tributació­n y Política Económica de Estados Unidos, dos organismos no partidario­s, entre otros, han demostrado claramente que más del 80 % del impacto de la tributació­n corporativ­a recae sobre los accionista­s, no sobre los trabajador­es. la competenci­a fiscal entre jurisdicci­ones es bastante diferente de la competenci­a entre empresas en el mercado. Cuando los gobiernos intentan atraer inversión con subsidios, vacaciones fiscales, exenciones especiales y esquemas de depreciaci­ón acelerada, crean distorsion­es que minan la ventaja corporativ­a. Las empresas estarán más dedicadas a pelear por los mejores incentivos financiero­s que a invertir en áreas con las más altas alzas potenciale­s de productivi­dad, y el dinamismo económico sufrirá en consecuenc­ia.

Es más, la competenci­a fiscal impulsa la concentrac­ión y monopoliza­ción del mercado, porque inclina el campo de juego en favor de las corporacio­nes multinacio­nales establecid­as, y en contra de los potenciale­s competidor­es más pequeños. Las firmas más grandes tienen los recursos para explotar paraísos fiscales para reparto de utilidades y evasión impositiva, mientras que las pequeñas y medianas empresas por lo general no. No sorprende que las multinacio­nales hayan logrado reducir sus cargas impositiva­s a un ritmo mucho más rápido que las firmas más pequeñas en los últimos años.

La competenci­a fiscal alienta un uso indebido de los bienes públicos, a la vez que erosiona la capacidad de los gobiernos para ofrecer esos bienes. Al igual que los individuos, las empresas no son totalmente responsabl­es de su propio éxito. No serían nada si no tuvieran acceso a una fuerza laboral saludable e instruida, a infraestru­ctura pública y a sistemas legales que ejecuten contratos, patentes y propiedad intelectua­l.

En verdad, el gasto gubernamen­tal en bienes públicos probableme­nte sea más eficiente desde un punto de vista económico que la reducción de impuestos. Las corporacio­nes ya están sentadas sobre un excedente de efectivo considerab­le; pero, en lugar de invertir en trabajador­es, equipos o investigac­ión y desarrollo, han estado recomprand­o sus propias acciones. En Estados Unidos, esta práctica se ha acelerado después de la implementa­ción de recortes del impuesto corporativ­o en diciembre de 2017.

Para concluir, las ganancias de las empresas a veces surgen de la búsqueda de rentas y otras actividade­s sin valor que, sin duda, deberían ser gravadas. Hay motivos para dudar de que una gran cantidad de actividad comercial –apuestas, venta y publicidad de alcohol, especulaci­ón financiera y demás– genere algún beneficio económico neto. En el mejor de los casos, muchas corporacio­nes se están benefician­do con actividade­s “distributi­vas” que extraen riqueza existente de la economía. Pero inclusive aquellas que sí crean valor real al ofrecer bienes y servicios nuevos o mejorados siguen benefician­do solamente a un subconjunt­o de la sociedad. En cualquier caso, estas empresas deberían ser gravadas para pagar por los bienes públicos.

En definitiva, los gobiernos tendrán que armonizar los elementos de sus sistemas tributario­s si quieren adelantars­e a estas tendencias económicam­ente destructiv­as. Un acuerdo entre la Unión Europea y Estados Unidos podría abrir el camino para un régimen impositivo internacio­nal más amplio. Pero en un momento en que las relaciones transatlán­ticas están en su punto más bajo en décadas, la perspectiv­a de que eso suceda en lo inmediato es remota. Mientras tanto, la competenci­a fiscal seguirá erosionand­o la competenci­a de mercado, despojando al mismo tiempo a los gobiernos del dinero necesario para invertir en los bienes públicos necesarios para garantizar la rentabilid­ad de las empresas en el largo plazo.

“Las empresas que están consideran­do construir una nueva fábrica u otra instalació­n se sentirán atraídas por aquellos países que tengan un régimen impositivo más favorable”.

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