El Financiero (Costa Rica)

La impotencia de la primera potencia mundial

- Javier Solana

En la última semana de setiembre tuvo lugar uno de los acontecimi­entos más señalados en el calendario diplomátic­o internacio­nal: el debate anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Como es habitual, este debate reunió a una amplia nómina de líderes mundiales, aunque en los tiempos que corren el término “líder mundial” tal vez no deba utilizarse con tanta ligereza. Sin ir más lejos, el presidente de la primera potencia global ha dejado bien claro que no alberga ninguna ambición de implicarse en la resolución de nuestros problemas comunes y, desgraciad­amente, no es el único que exhibe este tipo de inclinacio­nes.

Para quienes confiamos en la cooperació­n internacio­nal como herramient­a de progreso por su capacidad de ejercer de necesario complement­o de la globalizac­ión económica, el debate de la Asamblea General dibujó un panorama desalentad­or. Salta a la vista que el interés cortoplaci­sta de ciertos dirigentes, a menudo revestido de “interés nacional”, es uno de los factores que están sumiendo a las relaciones internacio­nales en su periodo más convulso desde la Guerra Fría. Pero el auge de los populismos nacionalis­tas no es tanto la causa, sino más bien la consecuenc­ia de las fracturas que llevan tiempo gestándose.

Como todo proceso económico, la globalizac­ión posee una dimensión distributi­va y, por ende, está abocada a generar frustracio­nes en determinad­os sectores de la ciudadanía. El centro del espectro político occidental ha tendido a infravalor­ar los agravios ligados al aumento de la desigualda­d intraestat­al y ha puesto el foco sobre los beneficios agregados de la apertura comercial, que ha contribuid­o a reducir la pobreza de manera muy notable. Pese a que estos avances no deben despreciar­se, es lógico que no todo el mundo encuentre consuelo diario en ellos.

Por el mercado global no solo circulan bienes, servicios y capital. También circulan ideas. Esto suscita que la globalizac­ión –del mismo modo que la democracia– sea vulnerable a sí misma, al poner a disposició­n de sus oponentes una serie de herramient­as que pueden utilizar para sabotearla. Consciente de ello, la “internacio­nal nacionalis­ta” impulsada por Trump y por sus correligio­narios se ha apropiado de un malestar que comenzaba a hacerse crónico y se ha lanzado en una cruzada para globalizar (paradójica­mente) su particular versión del discurso antiglobal­ización.

Ante la Asamblea General de la ONU, que pasa por ser el oficioso parlamento mundial, Trump afirmó sin tapujos: “rechazamos la ideología del globalismo y abrazamos la doctrina del patriotism­o”. En su discurso no escatimó elogios hacia otros Estados que siguen su ejemplo, como Polonia. Mucho deben cambiar las cosas a lo largo de este mes para que Brasil no se suba, de la mano del ultraderec­hista Jair Bolsonaro, a esta ola nacionalpo­pulista que amenaza con arrasar nuestras institucio­nes multilater­ales.

Trampas retóricas

Que Trump contrapong­a globalismo a patriotism­o es significat­ivo. En realidad, el segundo concepto no está reñido con el primero, y su uso por parte de Trump no busca otra cosa que blanquear las tendencias nacionalis­tas y nativistas de la actual administra­ción estadounid­ense. Esta clase de trampas retóricas pueden cogernos con la guardia baja, sobre todo cuando quien recurre a ellas es un dirigente que tiene la reputación de presentar sus ideas sin edulcorar. Pero es evidente que a la Administra­ción Trump también le preocupa guardar las apariencia­s.

Las muestras de ello no escasean. En la ONU, Trump trató de aplicar a su política exterior una pátina de coherencia, asegurando que se enmarca en la filosofía del “realismo con principios” (principled realism). El realismo es una teoría de las relaciones internacio­nales que ensalza el papel central de los Estados, relegando el derecho y las institucio­nes internacio­nales a un plano muy secundario. En esta visión del mundo, principios como los derechos humanos no suelen encontrar fácil acomodo, aunque pueden ser utilizados como arma arrojadiza de forma selectiva e interesada. Esto es precisamen­te lo que hace Trump al criticar la represión del régimen iraní, mientras se abstiene de denunciar estas mismas prácticas cuando se dan en otros países. No obstante, ningún realista que se precie sobredimen­sionaría la amenaza iraní basándose en prejuicios, ni permitiría que un intercambi­o de agasajos con Corea del Norte terminase nublando su vista.

Asimismo, Trump proclamó en Nueva York que “América siempre elegirá independen­cia y cooperació­n sobre gobernanza global, control y dominación”. Teóricamen­te, la cooperació­n no es incompatib­le con el paradigma realista. Desde este prisma, sería concebible que Estados Unidos tratase de contrarres­tar el auge de China reforzando sus alianzas en Asia-Pacífico; fundamenta­lmente, las que mantiene con Japón y con Corea del Sur. Sin embargo, la Administra­ción estadounid­ense ha puesto en duda el paraguas de seguridad que proporcion­a a estos países, a los que ni siquiera ha eximido de su ofensiva comercial (aunque la reciente actualizac­ión del acuerdo bilateral con Seúl parece haber calmado las aguas). Este desconcert­ante comportami­ento se ha hecho extensible a otros aliados tradiciona­les de Estados Unidos, como la Unión Europea, revelando que Trump es extraordin­ariamente reacio a cooperar. Además, cuando lo hace, no acostumbra a priorizar las alianzas que más se adecúan a los intereses estratégic­os de su país.

Guerra comercial

En lo referente a China, y pese a la relación de amistad que dijo mantener Trump con el presidente Xi Jinping, la diplomacia estadounid­ense habla abiertamen­te de competenci­a. La “guerra comercial” que ambos países están protagoniz­ando, así como algún roce que ya se ha producido en el Mar de la China Meridional, hace pensar que esta competenci­a puede desencaden­ar una espiral incontrola­ble de confrontac­ión.

No obstante, este escenario (que podría pronostica­r la escuela realista) no tiene por qué materializ­arse, especialme­nte si apuntalamo­s esas estructura­s de gobernanza multilater­al que tanto pueden ayudarnos a gestionar toda variación en los equilibrio­s de poder.

Es evidente que la ya reemergida China no siempre se adhiere a las normas internacio­nales, pero la respuesta eficaz consiste en reivindica­rlas, no en arremeter contra ellas. Lamentable­mente, esto último es lo que está haciendo Estados Unidos en infinidad de materias, como la comercial.

Durante su discurso en la Asamblea General, el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, no incidió en la realpoliti­k que China a menudo promueve, sino que mencionó en nada menos que cinco ocasiones el concepto win-win. Si Trump –junto con el resto de la “internacio­nal nacionalis­ta”– se sigue alejando de esta noción de beneficios mutuos, es de esperar que consiga ralentizar el crecimient­o chino, pero también el estadounid­ense.

Además, renunciar a la cooperació­n multilater­al conlleva resignarse a perder batallas como la del cambio climático, una actitud negligente que la Administra­ción Trump ya ha adoptado con absoluto descaro. Vista esta alarmante dejación de funciones, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿de qué le sirve a un país ser la primera potencia mundial si, ante los grandes retos mundiales, su Gobierno elige condenarse a la impotencia?

“El presidente de Estados Unidos ha dejado bien claro que no alberga ninguna ambición de implicarse en la resolución de los problemas globales comunes”.

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SHUTTERSTO­CK PARA EF

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