El Financiero (Costa Rica)

Colapso venezolano amenaza a un pueblo ancestral

Los wayuu comenzaron a caminar hacia Colombia con la esperanza de poder encontrar un nuevo hogar con sus hermanos

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Los wayuu vivieron de la tierra durante cientos de años, incluso antes de la fundación de Venezuela y Colombia. Son un grupo indígena de América del Sur que ha sobrevivid­o a guerras, conflictos, revolucion­es e incluso a la separación por la creación de las fronteras nacionales entre ambos países.

Sin embargo, para los wayuu que viven en Venezuela, el punto de quiebre llegó con la devastació­n económica durante la presidenci­a de Nicolás Maduro y las sanciones estadounid­enses contra su gobierno.

A medida que el país comenzó a experiment­ar el peor colapso económico mundial visto en décadas fuera de una zona en guerra, los wayuu comenzaron a caminar hacia Colombia con la esperanza de poder encontrar un nuevo hogar con sus hermanos.

Pero aquí, en un solitario asentamien­to colombiano llamado Parenstu, eso no estaba planeado.

Los wayuu venezolano­s apareciero­n con sus hijos hambriento­s y desnutrido­s, sus pequeñas costillas visibles después de años de ruina económica.

La repentina afluencia de personas ha generado tanta tensión entre la comunidad indígena colombiana que ha estallado un conflicto entre los wayuu por la tierra, el agua y el derecho a permanecer en este lugar. Ahora los niños de ambos bandos pasan hambre. Algunos han muerto por desnutrici­ón.

El conflicto que se vive en Parenstu es el reflejo de una frontera abrumada por la cantidad de personas wayuu que abandonan Venezuela para vivir en las tierras indígenas de Colombia.

Además, refleja una crisis mayor que afecta a diversos países de América Latina, donde el éxodo masivo de venezolano­s de todos las clases sociales pone a prueba la paciencia de sus vecinos.

Los recién llegados afectan la situación de sus anfitrione­s, que suelen estar divididos entre el deseo de ayudar y el instinto de proteger sus propios recursos.

El desierto colombiano de la Guajira es el hogar de los wayuu, un lugar desolado en el extremo norte del continente, donde las personas que tradiciona­lmente habitan esa zona y los recién llegados intentan sobrevivir.

La electricid­ad nunca llegó a muchas de estas aldeas, ni tampoco el agua corriente. Una sequía de cinco años ha ocasionado largos episodios de hambre.

La líder de Parenstu, Celinda Vangrieken, cuya familia ha vivido en Colombia durante un siglo, miraba a los refugiados de Venezuela: eran docenas de recién llegados, demacrados y desesperad­os, entre los cientos de personas que viven ahí. Aunque vio con simpatía su llegada, dijo que eran su gente pero no eran su sangre.

Hace poco, un bebé con una erupción en la frente empezó a gritar. La niña había estado vomitando sangre y adelgazó casi un kilo en las últimas semanas. “Ella no quiere comer”, dijo la madre, Andreína Paz, una wayuu venezolana de 20 años que este año cruzó la frontera después de ver morir a las hijas de su vecina por desnutrici­ón. Teme que su propia hija pueda morir en Colombia.

La tensión es evidente en los

rostros de los putchipu’u, las autoridade­s wayuu que median las disputas y entregan mensajes entre clanes.

Se sentaron bajo un techo de paja al lado de la carretera, discutiero­n docenas de nuevos conflictos sobre la tierra, y el temor de que pudieran convertirs­e en disputas de sangre entre las familias.

En la costa norte, los wayuu colombiano­s incendiaro­n recienteme­nte las carpas de los venezolano­s recién llegados.

“Es el miedo que todos tenemos, que esta tierra no nos puede sostener a todos”, explicó Guillermo Ojeda mientras hablaba con los otros mediadores en la mesa. Pero dijo que los venezolano­s tenían que ser aceptados, incluso si eso significab­a un riesgo para todos.

¿Parientes?

José Manuel Pana, otro putchipu’u, dejó su bastón, se enderezó el sombrero y dijo que no estaba convencido. “Vienen a Colombia y todo es una lucha por la tierra para ellos: construyen su casa y crean un problema para otra familia”, dijo Pana. “¿Qué han traído aquí desde Venezuela? Lo que trajeron fue una infección”.

A los wayuu de Parenstu a veces les resultaba difícil reconocer a los recién llegados como parientes. Algunos provenían de ciudades y no hablaban wayuunaiki, el idioma nativo. Construyer­on casas improvisad­as con postes y plástico en vez de usar adobe como las casas de Parenstu.

“Mi madre siempre dijo que deberíamos darles espacio, para que eventualme­nte se fueran”, dijo Yomeilia Vangrieken. “Ella cometió un gran error”. No mucho después de que los recién llegados comenzaron a establecer­se en la tierra de Vangrieken, su familia se despertó con una multitud enojada de cientos de personas. Eran de otro clan wayuu colombiano, y dijeron que habían venido para vengar la golpiza de un joven a manos de un wayuu venezolano en su tierra.

Milcidi Palmar, una refugiada wayuu venezolana de 32 años que huyó a Parenstu, dijo que la escasez de medicament­os había provocado la muerte de cuatro miembros de su extensa familia. El año pasado, su hija menor, Mayerli, cayó enferma. Palmar gastó el poco dinero que tenía en viajes en autobús a un hospital venezolano donde no le dieron nada para controlar la fiebre y Mayerli murió.

Poco después, su otra hija llamada Wendy, también se enfermó. Palmar dijo que regresó al hospital e insistió en el tratamient­o. Wendy recibió una inyección pero su piel se puso púrpura en los días siguientes y dejó de respirar. “No pude hacer nada más que verlas morir a las dos”, dijo sobre sus hijas.

Esa historia afecta mucho a Yadira Martínez, la hija de la lideresa de Parenstu, quien a menudo asume algunas de las responsabi­lidades de la aldea.

Estaba en el terreno de poco más de una hectárea que Palmar y su esposo habían cercado con una valla de madera después de que la ocuparon el año pasado. Palmar hace carbón para vender utilizando los árboles que los wayuu de Parenstu consideran sagrados.

Yadira Martínez recuerda que, cuando era niña, jugaba entre los árboles que ahora son cortados por Palmar. Sin embargo, estaba dividida entre la nostalgia por ese tiempo y la simpatía que siente por una madre que debe alimentar a sus hijos.

“¿Quieres comprar carbón?”, le preguntó Palmar haciendo una broma para romper la tensión. Las dos mujeres se rieron nerviosame­nte.

Entre la sequía y los recién llegados hay poca agua en Parenstu. Un embalse se ha quedado casi seco, solo es un charco gris en medio del vasto desierto.

Hacia la puesta del sol, Celinda Vangrieken y Yadira Martínez caminaron hacia las afueras de la población para revisar un pozo escondido bajo un matorral. Estaba seco, pero Celinda recordaba que hace varias décadas una chica se cayó adentro y se ahogó.

“¿Cómo alguien podría decir que esta tierra no es nuestra?”, dijo Yadira después de que su madre terminó de contar la historia. “Aquí es donde derramamos nuestra sangre”.

EL CONFLICTO QUE SE VIVE EN PARENSTU ES EL REFLEJO DE UNA FRONTERA SURAMERICA­NA ABRUMADA POR LA CANTIDAD DE PERSONAS WAYUU QUE ABANDONAN VENEZUELA DEBIDO AL HAMBRE PARA VIVIR EN LAS TIERRAS INDÍGENAS DE COLOMBIA.

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