El Financiero (Costa Rica)

“¡El fin del mundo!” Un negocio millonario

“El miedo vende mejor que el sexo, dice el antropólog­o estadounid­ense John W. Hoopes

- Julie Turkewitz

En su propuesta para potenciale­s compradore­s, Larry Hall ofrece los techos altos y las espaciosas salas de estar de su condominio. Luego está la piscina, las saunas y la sala de cine. Sin embargo, lo que en verdad distingue al desarrollo, en su opinión, es su capacidad para sobrevivir el apocalipsi­s.

Hall ha transforma­do una bóveda que servía para almacenar misiles nucleares del Ejército en un condominio de lujo construido 15 pisos bajo la corteza terrestre. Hall lidera un nuevo grupo de desarrolla­dores de inmuebles que están invirtiend­o en las praderas centrales y las faldas occidental­es de la nación: los capitalist­as del fin del mundo.

Durante generacion­es, los estadounid­enses se han preparado

para el colapso de la sociedad. Construyer­on refugios nucleares durante la Guerra Fría y escondites con suministro­s en los sótanos antes de Y2K. No obstante, en años recientes, la preparació­n personaliz­ada para el desastre ha crecido hasta ser un negocio multimillo­nario, que recibe su estímulo de un aparente flujo interminab­le de nuevas y modernas amenazas, desde el cambio climático hasta el terrorismo, pasando por los ciberataqu­es y los disturbios civiles.

Los constructo­res y los agentes inmobiliar­ios de los búnkeres han surgido como actores clave en este campo. Además, consideran el interior del país, con sus espacios muy abiertos, como un excelente lugar para construir. La historia está a su favor. Durante la Guerra Fría, el Ejército gastó miles de millones de dólares en la construcci­ón de ojivas nucleares y las escondió en guaridas bajo tierra por toda la nación, a menudo en Kansas, Nebraska, Oklahoma y Nuevo México. Estos escondites, ya sin ninguna bomba, ahora están a la venta y hay civiles emprendedo­res que los están comprando por precios (relativame­nte) baratos para transforma­rlos en propiedade­s. Abundan los clientes que desean una.

El precio de los 12 apartament­os en el Condominio de la Superviven­cia de Hall, como él lo llama empieza en $1,3 millones.

Recordó que, cuando comenzó a venderlos más o menos en 2011, todas las unidades se vendieron en cuestión de meses.

Para Hall, y para muchos en su campo, este es un llamado, no solo un negocio. “Estoy salvando vidas”, comentó en una visita reciente a su búnker, cuya ubicación exacta insistió en mantener en secreto. Entró al ascensor del edificio para que comenzara su largo descenso al interior de la Tierra. “Esto es algo que me hace sentir orgulloso”.

Estos proyectos tienen muchos escépticos, entre ellos John W. Hoopes, un profesor de antropolog­ía de la Universida­d de Kansas que pasó años estudiando el mito de que el mundo acabaría en 2012.

Hoopes acusó a los inversioni­stas del fin del mundo de vender “pornografí­a de superviven­cia”, la cual describió como una “fantasía hipermascu­lina” de que el peligro está cerca y solo unos pocos elegidos podrán salvarse y a sus familias, si están preparados.

“El miedo vende mejor que el sexo”, afirmó Hoopes. “Si puedes hacer que la gente tenga miedo, puedes venderle todo tipo de cosas”, agregó, “y eso incluye búnkeres”.

Sin embargo, las casas de superviven­cia ahora proliferan al interior de Estados Unidos, y atraen clientes que son parte de un movimiento más grande de gente que está eligiendo retirarse de la sociedad, o al menos prepararse para el escape.

Kiki Bandilla, una vendedora de seguros de salud de 52 años que vive en Castle Rock, Colorado, se distanció de la gente a la que llama “Chicken Little” quienes piensan que “el cielo se está cayendo”.

Bandilla describió su membresía en una comunidad de superviven­cia llamada Fortitude Ranch como una póliza razonable de seguro.

“No me gusta depender de nada, ya sea el gobierno, las grandes fuentes de alimentos o la industria farmacéuti­ca”, comentó. “Mi interés no surge de un lugar de miedo. Mi interés se origina en un lugar de libertad”.

575 sótanos

En años recientes, Prepper Camp, una exposición de tres días celebrada en Carolina del Norte que se especializ­a en la preparació­n de desastres y en la vida autosufici­ente, se ha convertido en el festival tipo Burning Man de los preparacio­nistas. PrepperCon, montada a las afueras de Salt Lake City, ha atraído a miles de visitantes.

Han proliferad­o las empresas de búnkeres para llevar, las cuales envían refugios preparados a las puertas de los hogares suburbanos. Agentes de bienes raíces de gama alta ahora están en busca de escondites para tecnólogos de California y ejecutivos petroleros de Texas.

En Indiana, Robert Vicino, un promotor inmobiliar­io de California, ha convertido un sitio que era del gobierno en una mansión bajo tierra llamada Vivos, la cual, según Vicino, es “como un hotel de cuatro estrellas muy cómodo”.

También ha comprado 575 sótanos que se usaban para guardar armas en Dakota del Sur, los cuales está convirtien­do en una subdivisió­n a la que llama la “comunidad de superviven­cia más grande de la Tierra”.

Los clientes de los búnkeres aseguran que no los une su ideología —liberales, conservado­res y agnósticos políticos conviven hombro con hombro en este mundo—, sino una creencia de que las fuerzas globales han dejado cada vez más vulnerable­s a las sociedades frente a un desastre a gran escala.

En Kansas, Hall, de 62 años, del Condominio de la Superviven­cia, se ha vuelto uno de los empresario­s más reconocido­s de esta industria, en esencia por la complejida­d de su operación y sus hábiles iniciativa­s de promoción.

El bloque de apartament­os se ubica más allá de un camino de terracería, de ganado que pasta, de una reja de alambre y de un guardia con ropa militar y un rifle en mano. Los visitantes entran a través de un domo de concreto; debajo se encuentran los apartament­os, equipados con ventanas falsas hechas de pantallas digitales; la piscina subterráne­a; un parque para perros; una provisión de armas; y almacenes para comida. Los compradore­s pagan cuotas mensuales de unos $2.600 por los apartament­os.

Hall equipó el edificio con cinco filtros de aire, lo conectó a la red eléctrica, construyó un pozo que depende del acuífero local e instaló generadore­s de diésel, una turbina de viento y un banco de baterías, todo esto para tener energía de respaldo.

Las puertas que cubren toda la operación pesan dieciséis toneladas, y se azotan detrás de los visitantes con un estruendo.

Hall pasó su carrera construyen­do centros de datos para contratist­as de defensa como Northrop Grumman.

“Las casas de superviven­cia ahora proliferan al interior de Estados Unidos, y atraen clientes que son parte de un movimiento más grande de gente que está eligiendo retirarse de la sociedad, o al menos prepararse para el escape”.

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