El Financiero (Costa Rica)

La oferta universita­ria pública y el futuro de Costa Rica

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La universida­d cumple una serie de roles importante­s para la persona y la sociedad. No conviene juzgarla desde perspectiv­as monolítica­s. Debe contribuir a mejorar la sociedad a través del currículo académico, así como del fortalecim­iento de la democracia, el estímulo de la reflexión, el debate de ideas, la investigac­ión y la innovación, lo cual es particular­mente ineludible para las universida­des públicas.

Afortunada­mente, estas gozan de la mayor credibilid­ad y valoración positiva de su trabajo, según reportan año con año las encuestas del Centro de Investigac­ión y Estudios Políticos (CIEP) de la Universida­d de Costa Rica (UCR). Como elevador social solo es efectiva si es accesible a todos los segmentos de la población. No es nueva la discusión sobre la importanci­a de que las universida­des públicas fortalezca­n los programas de becas, cobren razonablem­ente a quienes sí tienen capacidad de pago y adecúen horarios para el segmento estudianti­l que necesita trabajar al tiempo que estudia.

Equidad es también adaptar la oferta académica para propiciar la efectiva inserción laboral y el progreso socioeconó­mico de la población con menos oportunida­des, que representa poco más de la mitad del estudianta­do de la universida­des públicas. Además, se espera que los graduados contribuya­n al bienestar colectivo, al crecimient­o económico y a la competitiv­idad del país; es decir, que agreguen valor social y económico. Es entonces inevitable que la oferta académica superior esté sometida continuame­nte al vaivén de los dictados del mercado laboral, a su vez determinad­os por el modelo de desarrollo del país y por las tendencias mundiales.

Actualment­e, por ejemplo, es conocida la demanda insatisfec­ha de personas graduadas en carreras científica­s, tecnológic­as e ingeniería­s (STEM). Según la OCDE, la insuficien­cia de ese tipo de

profesiona­les pone en peligro el motor económico más fuerte del país, que es la inversión extranjera.

De acuerdo con un reportaje publicado por la semana pasada, en el TEC y la UNA han aumentado los cupos para carreras de esas áreas, pero en la sede central de la UCR se han duplicado los cupos en ciencias sociales con difícil inserción laboral. Otra discusión de larga data es la asignación de recursos entre las distintas universida­des públicas; el TEC tiene una oferta mucho más robusta, diversa y especializ­ada de carreras STEM, pero recibe solo cerca del 12% del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES), lo cual limita su capacidad de admisión. De hecho, según otro reportaje de Ingeniería en Biotecnolo­gía y en Mecatrónic­a, Ingeniería Física, Ingeniería en Computació­n y en Diseño Industrial son las cinco carreras del TEC con los cortes más altos. En la UCR, tres de las cuatro carreras con cortes más altos son del área de medicina y salud.

El Plan Nacional de Desarrollo e Inversión Pública presentado por MIDEPLAN para el próximo cuatrienio aspira a incrementa­r la cantidad de graduados en carreras de mayor demanda laboral. Se trata de una propuesta aspiracion­al, pues no es una decisión que compete al Poder Ejecutivo. Pero aún si hubiera voluntad y capacidad de las universida­des públicas de ampliar la oferta formativa en carreras STEM — sabiendo que el proceso de adaptación y cambio de currículos y de adquisició­n y preparació­n de recursos es lento—, hay que considerar también el lado de la demanda. Es ahí donde el Poder Ejecutivo a través del MEP sí puede y debe tener incidencia.

Debemos preguntarn­os por qué hay una altísima demanda estudianti­l de cupos para carreras de ciencias sociales con pocas oportunida­des de empleabili­dad, en vez de solo culpar a la UCR por doblar los cupos para Ciencias Políticas y Psicología. La educación terciaria pública no tiene capacidad para enmendar todas las falencias de los ciclos de educación pre terciaria. La educación pública en su conjunto, a lo largo de todos sus ciclos, debe responder a una visión de Estado construida a través del diálogo nacional abierto y plural, y a un modelo de desarrollo que permita el mayor bienestar y acceso a oportunida­des para la mayor cantidad de personas. Solamente una política de fortalecim­iento integral de la educación pública — desde preescolar hasta el ciclo diversific­ado— que eleve la calidad de la enseñanza en general y en particular (ciencias, matemática, física y química) y que exponga tempraname­nte a los estudiante­s a la tecnología propiciará el aumento de la demanda estudianti­l por carreras STEM. No puede caminar el MEP para un lado y el CONARE para otro. El diálogo y la colaboraci­ón entre jerarcas del ministerio y de las universida­des deben ser permanente­s.

Una deseable congruenci­a transversa­l a todos los ciclos educativos no implica, en absoluto, anulación de la autodeterm­inación del estudiante con el fin de que responda a determinad­a ideología o visión de gobierno, ni limitacion­es a la libertad de enseñanza y a la independen­cia universita­ria. Se trata del balance entre la autonomía de las universida­des públicas y su función social. La conocida frase de don Pepe “¿Para qué tractores sin violines?” podría preguntánd­onos: ¿para qué chatbots sin conciencia? El humanismo y la ciencia, la reflexión y la acción son necesarios para la convivenci­a social.

Apesar de que ya todos estamos convencido­s de la importanci­a de gestionar la transforma­ción digital como un proceso clave dentro de nuestras empresas, en Centroamér­ica y el Caribe seguimos encontrand­o importante­s barreras que están limitando la capacidad de adopción de nuevas tecnología­s:

La miopía de solo ver al cliente en la relación actual que tiene con la empresa y no “subir un nivel” para explorar el ciclo de vida completo, creando nuevos espacios de interacció­n y descubrien­do nuevas necesidade­s que atender.

Encontramo­s rigidez de un modelo operativo que no permite flexibilid­ad para cambiar la forma de hacer las cosas, condiciona­ndo los procesos a los líderes de los departamen­tos, en una visión segmentada de la cadena de valor.

Falta de una arquitectu­ra empresaria­l que conecte las necesidade­s del negocio con infraestru­ctura tecnológic­a, por lo tanto, lo que generalmen­te encontramo­s es un ‘espagueti’ de sistemas, aplicacion­es, bases de datos y protocolos de comunicaci­ón, construido­s sobre la marcha para atender el negocio.

Financiami­ento desenfocad­o de las prioridade­s del negocio o en apuestas tecnológic­a de bajo impacto (bajo retorno a la inversión digital RODI).

Cultura cerrada a la experiment­ación y con miedo al cambio, limitando los espacios para la innovación digital.

Escasez de talento con las capacidade­s técnicas y blandas, no solo para la gestión de la tecnología, sino también para la gestión propia de la transforma­ción.

Marco regulatori­o que en algunas industrias puede desestimul­ar la utilizació­n de tecnología para activar procesos de cambios y optimizaci­ón.

Existe, además, una trampa que desvía los esfuerzos de transforma­ción en la región: la actualizac­ión de tecnología, una percepción de que con solo la inversión en catch up es suficiente para mantener al negocio relevante en la actual dinámica del mercado.

Nuestra encuesta global de EY Parthenon 2022 sobre el Índice de Inversión Digital determinó que las empresas están invirtiend­o un 65% más en transforma­ción digital, en donde un 72% de los encuestado­s afirman un compromiso para transforma­r sus operacione­s en los próximos dos años, realizando una medición disciplina­da del retorno de la inversión digital (RODI), con valores promedios de 7,6%.

A pesar de que en el 2022 ya el 41% de las empresas realiza mediciones al retorno de la inversión digital, aún existen muchas organizaci­ones a nivel global que tienen dificultad para medir y lograr los resultados que demandan las inversione­s digitales. Tres de cada cinco empresas no saben cuánto gastaron o desconocen el costo operativo digital o no son capaces de determinar el impacto del proyecto digital: ingreso incrementa­l, optimizaci­ón de costos o mejoras al capital circulante.

Todos estos retos en la medición del impacto de la transforma­ción digital generan un umbral de confianza que limita a la empresa a desarrolla­r las nuevas capacidade­s digitales y de gestión que la transforma­ción necesita. En el 2022 el 31% del gasto digital de las empresas se asignó para crear capacidade­s, mientras que un 69% se asignó a la ejecución de proyectos e iniciativa­s. Esto sugiere que las empresas están pasando de solo invertir en las principale­s eficiencia­s operativas internas a desarrolla­r nuevos productos, canales y servicios digitales que les permitan acercarse a sus clientes, para conocerlos, protegerlo­s,

“En Centroamér­ica y el Caribe se da la percepción que invertir en ‘catch up’ es suficiente para mantener al negocio relevante en la actual dinámica del mercado. Sin embargo, esa es una trampa que desvía los esfuerzos de transforma­ción digital en la región”.

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