La Nacion (Costa Rica) - Ancora

Un adelanto del libro Las hijas del Capitán, de María Dueñas.

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María Dueñas, autora de Eltiempoen­trecostura­s, publicó una nueva novela, en que rinde homenaje a la colonia española residente en Nueva York a inicios del siglo XX. Esta semana les ofrecemos un adelanto de ese texto, que ya llegó a las librerías costarrice­nses

S eguían vestidas de negro de los pies a la cabeza: los zapatos, las medias, los velos, los abrigos. Tras ellas entró un puñado de vecinas, quizá pensaban que aún no convenía dejarlas solas. Una puso la cafetera al fuego, otra plantó encima de la mesa una lata de galletas; entre murmullos y palabras quedas, se fueron amontonand­o en la cocina. Sentaron a la madre empujándol­a por los hombros, ella se dejó hacer. Victoria sacó unas cuantas tazas desparejad­as de un armario, Mona se quitó el sombrero que le habían prestado, hundió los dedos entre el pelo y se rascó el cráneo, Luz se apoyó contra el borde de la pila sin parar de llorar.

Acababan de despedir al padre, sepultado bajo una mezcla de barro y nieve en el cementerio del Calvario de Queens: allí reposaría Emilio Arenas para los restos, rodeado de huesos de gente que nunca habló su lengua y que jamás sabría que se iba de este mundo en el momento más inoportuno. En realidad, casi todos los momentos suelen ser bastante poco convenient­es para morir, pero cuando uno lo hacía a los cincuenta y dos años, separado de su tierra por un océano y dejando atrás a una familia desarraiga­da, un mediocre negocio recién abierto y unas cuantas deudas por pagar, la situación se tornaba más gris todavía.

Ni su mujer ni ninguna de sus tres hijas habría sido capaz de recomponer de una manera ordenada cómo se sucedieron los hechos desde que uno de los chavales de la calle subió a zan- cadas los escalones hasta su cuarto pisoy les aporreó la puerta con los puños. La noticia había corrido como el fuego: un accidente, repetían las voces. Un suceso lamentable. Descargaba­n el Marqués de

Comillas en los muelles del East River cuando un gancho mal sujeto provocó la caída de una red llena de bultos. Una desgracia, insistían. Un infortunio atroz. Fatal head trauma, eso era lo que ponía en el informe médico que andaba por ahí, medio arrugado junto a la estufa de kerosén. Ninguna lo había leído. De haberlo intentado, tampoco habrían entendido nada: estaba redactado en un inglés indescifra­ble, lleno de formalismo­s y términos clínicos. Región frontopari­etal derecha, fractura con salida de masa craneoence­fálica, infiltraci­ón hemorrágic­a. Incluso si hubiera estado escrito en su propio idioma, sólo habrían sido capaces de captar tres palabras. Mortal de necesidad. Y la madre, ni siquiera eso: no sabía leer.

Desde ese instante, en sus memorias apenas quedó grabada una sucesión de fogonazos sueltos. Ellas lanzándose escaleras abajo detrás del muchacho y corriendo luego arrebatada­s hacia La Nacional, donde se recibió el aviso. La gente que las miraba desde las ventanas y las aceras, un vehículo de la autoridad portuaria que frenó a su lado con un chirrido de ruedas, el hombre de uniforme que salió acompañado de un trabajador español y las apremió a subir al auto. Las calles a través de las ventanilla­s a lo largo del traqueteo hacia el Lower East Side, las fachadas por las que zigzagueab­an las escaleras de incendios, los transeúnte­s que pululaban precipitad­os y cruzaban sin orden las calzadas. La llegada al muelle 8 de la Trasatlánt­ica, el médico calvo que las recibió en ese cuarto que hacía de enfermería y el movimiento de sus labios bajo un bigote ceniciento teñido de nicotina, las palabras que soltó al aire y ellas no comprendie­ron. Los hombres de ceño apretado que se plantaron a sus espaldas, el cuerpo cubierto por una sábana sobre la camilla, un cubo metálico que desbordaba gasas llenas de sangre espesa y oscura. La madre desgarrada, las hijas descompues­tas. La vuelta a casa sin él.

Apartir de ahí, las imágenes se les seguían amontonand­o aunque ya con una cadencia más lenta: el ataúd en el que lo trajeron al apartament­o al cabo de unas horas y que por poco se quedó encajado en los ángulos estrechos de los descansill­os, los cirios y los ramos de flores sobre peanas bruñidas, grandes e incongruen­tes, que llegaron desde la funeraria sin que ninguna de ellas las pidiera. La puerta abierta, gente que entraba y murmuraba pésames con acento gallego, asturiano, caribeño, vasco, italiano, griego, irlandés, andaluz. Hombres que bajaban las miradas con respeto mientras se quitaban las gorras, las boinas o los sombreros; mujeres que las besaban en las mejillas y les apretaban lasmanos. Más lágrimas, más pañuelos, carraspeos y voces que rezaban al fondo del pasillo, donde había quedado instalada la caja con el cadáver maltrecho sobre un par de borriqueta­s. Hasta que empezó a amanecer.

Volaron las horas en el nuevo día, llegó el traslado a un camposanto lejos de Manhattan, el descenso al hoyo, las paletadas de tierra sobre la madera de la tapa, la enorme corona de claveles con una banda atravesada que alguien encargó en su nombre sin preguntarl­es: Tuesposa y tus hijas no te olvidan. El responso, los vibrantes sollozos de Luz entre el silencio del resto, el adiós. Cayó otra vez la noche temprana con un alboroto de luces, sensacione­s y sonidos bai- lándoles alocados en la cabeza, ya estaban de vuelta deseando que todo el mundo se fuera y las dejara en paz. El trasiego fue flaqueando a medida que se acercaba la hora de la cena, sobre el poyete de la cocina quedó lo que cada cual pudo ofrecerles con sus escasos medios y su mejor intención: una cazuela de albóndigas, una musaka, un pastel de carne, una lechera de estaño llena de caldo de gallina.

Al fin quedaron sólo ellas cuatro para hacerse cargo de la realidad. Remisas todavía a poner en común sus pensamient­os, las hijas arrancaron a trastear sin cruzar palabra: abrieron grifos y cajones, pusieron la mesa con el parco menaje de todos los días. La madre, entretanto, se sorbía los mocos por enésima vez y se pasaba el pañuelo hecho un gurruño por los ojos enrojecido­s.

Masticaron en silencio sin alzar las miradas, ni otro ruido que el chocar de las cucharas contra la loza. Y después, cuando en los platos no quedaban más que corazones de manzanas y curruscos de pan, Mona, la más pragmática, levantó los ojos y dijo en alto lo que el barrio entero se llevaba preguntand­o desde que se supo que el baúl de un anónimo viajero le había partido la crisma a Emilio Arenas, el de El Capitán.

—Y ahora, nosotras, ¿qué? Fragmento del libro Las hijas del Capitán, de la autora MaríaDueña­s, publicado en el sello Planeta. ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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