La Nacion (Costa Rica) - Ancora
Conrad, el testamento literario de Daniel Gallegos
Hablar de los amigos resulta ser muy fácil y difícil a la vez. Fácil, por el cariño y por la cercanía. Difícil, porque esa misma cercanía quizá logre nublar la perspectiva, al buscar una forma de mirar justa en cuanto a la persona observada. El aprecio puede, en ocasiones, jugar una mala partida: dejar de percibir cualidades, valo- res y méritos que se dan por sentado y por sabido, cuando quien se observa está tan cerca. ¿Cómo referirme entonces a Daniel Gallegos, personaje de gran relevancia en la cultura que fue, además, el amigo cercano? Intentaré hacerlo de la mejor manera a mi alcance, modulando a la vez el dolor por su partida y el gran afecto a quien consideré un “hermano de vida”: el Daniel de las tertulias con sabrosas lecturas de primicias a viva voz, de cine vespertino en casas amigables, de humor a toda prueba y fisga cartaginesa que, por fortuna, nunca perdió.
Daniel fue un visionario. Es más, su obra puede comprenderse en el procesodeun terrenofértil capaz de albergar, desde el inicio, simiente premonitoria, de la que irán fructificando en sucesión los distintos escritos, conforme el peso de la vida y la experiencia adquirida despliegan sus potencias. En relación con esto, conviene acudir a Los profanos, la primera obra que publicó, pues ahí se encuentran ya en germen los temas que habitarán luego su entera producción.
Ciertamente, en tal texto dramático aparece una suma temática reconocible, que podría concretarse en cinco grandes núcleos: la familia, muchas veces bajo la forma de fuerza tribal y mandato inapelable; Dios como silencio, soledad, en ocasiones esperanza; el poder, en todas sus terribles formas; el fluir de las generaciones y con ellas, los vaivenes del tiempo; y, finalmente, la creatividad, en tanto compromiso y camino para la liberación.
Conviene dar lugar a una anécdota. Cuando Daniel obtuvo el Premio 15 de Setiembre en Guatemala con Ese algo de Dávalos, no fue esta la única obra que había enviado al concurso. También remitió Los profanos y lo hizo según correspondía: en sobre aparte y con distinto seudónimo. Al seleccionar los dos primeros lugares y una vez abiertas las respectivas plicas, el jurado se percató de que los ganadores eran uno y el mismo: Daniel Gallegos. Así que Ese algo de Dávalos tuvo desde siempre un hermano gemelo, con paralela fortuna.
Ya en la primera juventud y dejada atrás la infancia de un niño josefino con herencias de Cartago, parte Daniel con la familia hacia California con el fin de ins- talarse en esas tierras y terminar la secundaria. Fueron épocas de primeros y grandes descubrimientos, de mundo ancho y para nada ajeno en la forja de gustos, aspiraciones y vocaciones. El uniforme marca el paso por una academia militar, de la cual, por suerte, pudo librarse; un entorno anodino y muy superficial, según describía él.
La secundaria pública y maestros providenciales que cruzan por su camino lo conducen a apreciar el arte y la literatura: lee mucho, acude al teatro, disfruta de la música. Se entusiasma con el cine, devoción que habrá de acompañarlo por el resto de su vida.
De regreso en Costa Rica inicia los estudios en Derecho, a fin de cumplir con el designio familiar de asegurarse un futuro. Paralelamente, acude al Teatro Universitario y participa en la fundación del Teatro Arlequín. Graduado ya en leyes, ve la posibilidad de renovar aires y ampliar fronteras por la vía de un posgrado en Derecho en la Universidad de Nueva York. Del campus a Greenwich Village no hay más que un paso y, de esta forma, su destino queda sellado. Es admitido en el Actors Studio al amparo de lo que se llamó “el método”, según propuestas de Lee Strasberg y a la luz de las teorías de Stanislavski.
Es fácil imaginarlo en esas lides, aferrado a esa manera muy suya de interactuar: Daniel solía hablar menos de lo que se dedicaba a observar, muy atento siempre a quienes tenía alrededor para tomar puntual nota de sus actitudes, gestos, voluntades confesas o sentimientos ocultos. Gran observador –y gran admirador– de la naturaleza humana, tuvo en el teatro de Shakespeare una de sus grandes obsesiones. Esa obsesión lo llevó a Londres y a la Royal Shakespeare Company, donde trabajó como asistente observador con Peter Brook. Después de Londres, París, Berlín, México...; en esa última capital fue asistente de Fernando Wagner, en el Teatro de Bellas Artes.
No obstante, siempre habrá un retorno a la tierra originaria. Daniel tenía la virtud de regresar a los lugares comunes: se imponía alzar redes, recoger velas y, como Odiseo en Ítaca, afianzar en lo propio la aventura de otros ma-
res. En esa virtud se forjó, ciertamente, uno de los grandes atributos de su obra: Daniel era un creador muy local –ligado a este entorno nuestro en su acontecer y en su destino–, pero a la vez se atrevió y aspiró a ser universal. Inscribió lo que somos en anchas perspectivas vitales e intelectuales, y así nos afianzó en el pulso del mundo.
La hondura de su legado
Daniel Gallegos tuvo a bien habitar este mundo por muchos años. Y la recompensa por una larga vida reside en la oportunidad de catarla con serenidad, meditarla con aplomo, tratando de atar los hilos que constituyen su trama. Cuando esto último se logra y llega además a plasmarse como tejido de palabras, tendremos una obra singular tanto en la hondura como en el legado.
Es lo que sucede con Conrad, su última novela. Si bien esta obra ahonda en los temas que ya el autor había planteado en los escritos anteriores, habrá de mostrar también ciertos matices luminosos, en una especial densidad ligada a la observación de la existencia; esto es el paso de una subjetividad por la aventura que es vivir. Y todo confluirá, precisamente, en lo que bien podría considerarse un testamento literario, el legado a las letras del creador lúcido y constante que fue Daniel. La novela Conrad configura, entonces, un “poner a punto”, un “pulsar” la vida propia y sus potencias antes de despedirse.
Los temas que Daniel fue desplegando a lo largo del tiempo aparecerán también en Conrad, para dotarla de una especial consistencia y gran profundidad. Dios no es ya persona ni intervalo –no es espera o apuesta, menos aún adivinanza–, sino la grandiosidad del cosmos entero. Y en esa actitud de encuentro con un orden universal, que en ocasiones es misticismo y a veces panteísmo, el personaje Conrad Farrell descubre las claves de la pertenencia, esa otra constante que alumbra esta narración.
El ser humano enfila su intento de arribo a lo que “es”, una vez que devela aquello a lo que pertenece. Es esta, acaso, la razón final de Conrad: estar unido a un lugar, a una patria que casi había olvidado, pero también al orden de lo humano; a esa “nostridad” que es territorio común del prójimo y más allá, entorno ligado al orden universal que desde lo contingente conduce a lo divino.
Es el camino de sanación que estructura la novela como un tránsito desde una vida de espejismos hacia una existencia por la cual se acepta y se llega a la muerte en completa paz. Morir es la inmersión en el todo, el regreso “a esa conciencia cósmica de la que somos parte” ( Conrad).
Tal es la ruta que en la novela habrá de transitar Conrad Farrell. Y con él toda persona que, gracias al momento de prodigios que será la lectura de esas páginas, decida aventurarse por el mismo camino.