La Nacion (Costa Rica) - Ancora

La flor más linda de su querer

-

Fueron novios desde el momento en que la escalera de la pensión Las Paguaguas los sometió al hechizo. Ella iba a subirla y él venía bajándola cuando el aire se cruzó entre ellos.

En ese tiempo, los hombres empezaban el cortejo y él tardó medio minuto en iniciarlo. Como no sabía qué decir se puso a cantar: “Al fin del mundo me iré / para entregarte mi amor / por que nací para ti. Es mi amor tan sincero, mi vida / ya tú ves la promesa que te hago / que me importa llorar / que me importa sufrir / si es que un día me dices que sí”

Y ella, que era hermosa y obediente, no supo si reírse o aplaudir o reírse y aplaudir al mismo tiempo.

Se llamaba Myrna Tercero Morazán y su nombre era tan fuerte y hondureño como su carácter. Hacía apenas 15 días que había llegado sola a Nicaragua para trabajar como secretaria en la embajada de su país y aunque para que su madre le permitiera hacer el viaje había prometido no hablarle a cualquiera, enseguida, entre un peldaño y otro, supo que a él, difícilmen­te se le podía confundir con cualquiera.

Aunque no tuviera más patrimonio que sus ágiles pies de bailarín, su sonrisa tentadora, su voz gitana y las palabras y melodías que Los Panchos llevaban más de mil veces cantando, pero que, por arte de amor y magia, era capaz de reinventar. Y es que él sabía seducir y hasta lo de pintar le salía sobrando entre tantas galantería­s.

Myrna tenía 20 años, trabajaba en la embajada y ganaba bastante más que Rafael que, tras perder la beca en la Escuela de Bellas Artes, había vuelto a dedicarse a la mecánica dental y a contar monedas. Sin embargo, sabía que si lo aceptaba como novio iba a ganar muchísimo más, porque hay cosas que no se cuentan como se cuenta la plata pero enriquecen.

En cuartos separados de la misma pensión comenzaron a soñar con dormir juntos y amanecer enlazados. Él, para ahorrar, cambió de dirección y siguió “buscando su amor” todas las tardes.

Juntos recorriero­n Managua en abril y sintieron que el calor tenía más que ver con la compañía que con el trópico. De la mano, se les fue mayo y las confidenci­as los hicieron sudar y sonrojarse más que a ninguno de los transeúnte­s que encontraro­n a su paso. Hombro a hombro, durante junio descubrier­on de nuevo esa ciudad a la que voluntaria­mente se habían exiliado y se dieron cuenta de que no iban a cansarse de quererse.

Rafa supo que, como todavía no podía pintarla, más le valía casarse con ella y le propuso matrimonio.

El 11 de julio de 1958, en el juzgado, ella le dijo que sí. No les hicieron falta testigos para dar fe de su amor y de sus ganas y a quienes les hicieron el favor de acompañarl­os para cumplir con el trámite de ley, el tiempo les borró los nombres. Tanto se basta- ban el uno al otro que no extrañaron al cura ni a los parientes.

Amores como esos parecen haber sido hechos para generar envidia, así que su relación se volvió chisme y la noticia de la boda cruzó fronteras y llegó hasta los oídos de doña Alma, madre de Myrna, que apareció en la puerta de la casa que la pareja apenas había alcanzado a estrenar.

La visita duró poco y a ninguno de los dos les alcanzó para conocerse. La suegra estaba furiosa, pero como que en el fondo algo del novio le cayó bien o adivinó que con el tiempo iban a poder quererse y ser familia. Un par de días después, un poco más tranquila o menos brava, regresó a su país y a su casa.

En diciembre, la pareja viajó por primera vez a Costa Rica a compartir la sorpresa de su amor con la familia de él. El recelo fue transformá­ndose en cariño y, al final de las vacaciones, a Myrna la despidiero­n con abrazos.

Volvieron a Managua con el tiempo suficiente para volver a irse. Para terminar de tranquiliz­ar a madres y suegras y desterrar la idea de que se amaban con prisas, volvieron a casarse el 29 de marzo, esta vez, en la Catedral y con ambas mujeres deseándole­s fortuna.

Luego, quisieron mudarse a Tegucigalp­a. Fue entonces cuando Myrna comenzó a consentir que Rafa le llenara la casa de cuadros y la vida de hijos.

El mayor, Jorge Rafael, iba a ser tan hondureño como ella. A él, su papá le velaría el sueño mientras pintaba. Es que de día, Rafa trabajaba como técnico dental. Al anochecer se dedicaba a mimar a los suyos y, cuando, madre e hijo se dormían, desparrama­ba lienzos y pinceles.

Desde entonces, la luna sería cómplice de la carrera de Rafa por ser artista y las trasnochad­as harían que amaneciera tarde y llegara con retraso a todas partes menos a su cita nocturna con la pintura.

Así, fueron pasando los meses y el trio Fernández Tercero regresó a Costa Rica antes de convertirs­e en cuarteto…, en quinteto…, en banda. En San José nacieron casi en seguida Karla, Alma y Miguel y, finalmente, también, David.

El amor de la pareja se fue multiplica­ndo con cada hijo y aunque las prisas de la prole hicieron que no siempre se les viera uno junto al otro, todos los que lo conocieron a él supieron de ella y escucharon, atentos y celosos, sorprendid­os y admirados, su historia de amor.

Y es que, desde esa tarde en que el flechazo se le hizo canción, en la vida de Rafa, sin importar el rumbo que tomara su historia, Myrna siguió siendo protagonis­ta.

Desde esa tarde en que el flechazo se le hizo canción, en la vida de Rafa Fernández, sin importar el rumbo que tomara su historia, Myrna siguió siendo protagonis­ta.

 ?? FAMILIA FERNÁNDEZ TERCERO PARA LN. ?? En el 2014, don Rafa y doña Myrna volvieron a estar juntos en Nicaragua –no en Managua, sino en Granada–; fueron a inaugurar Regreso lacustre y a reencontra­rse con amigos que habían conocido casi 60 años antes.
FAMILIA FERNÁNDEZ TERCERO PARA LN. En el 2014, don Rafa y doña Myrna volvieron a estar juntos en Nicaragua –no en Managua, sino en Granada–; fueron a inaugurar Regreso lacustre y a reencontra­rse con amigos que habían conocido casi 60 años antes.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Costa Rica