La Nacion (Costa Rica) - Ancora

Frankenste­in y los ladrones de cadáveres

El robo de difuntos recién enterrados dio pie, en los siglos XVIII y XIX, a aterradora­s leyendas y novelas de espanto; la más célebre es, sin duda, Frankenste­in o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley

- Edgardo Moreno edgardo.moreno.robles@una.cr

En la lóbrega tarde del domingo 9 de octubre de 1777, la difunta Jan Saisbury fue enterrada en el cementerio londinense de San Jorge en Bloomsbury. Su esposo la metió dentro de una caja para darle sepultura digna, algo poco común en el siglo XVIII. Sin embargo, el señor Saisbury nunca se imaginó las peripecias siniestras que estaban por ocurrir.

Bajo la luz de la luna de la madrugada del 10 de octubre, llegaron al cementerio el sepulturer­o John Holmes, su cómplice Peter Williams y la centinela Esther Donaldson, todos vestidos de negro: ellos estaban armados con pico y pala; ella les alertaba ante cualquier intruso. John y Peter se acercaron a la tumba fresca en donde estaba enterrada la muerta, mientras Esther vigilaba. Los tres eran “resurrecci­onistas”; es decir, ladrones de cadáveres por encomienda.

Se pusieron a cavar. Después de 20 minutos, alcanzaron la estructura dura y hueca del ataúd. John preparó un saco mientras que Peter abrió la tapa. De la caja escapó un olor a muerte. Los dos hombres lucharon por sacar el cadáver y despojarlo de su mortaja.

La lívida cara de la difunta mujer los miró con sus ojos hundidos y abiertos, mientras que la mandíbula tenía una mueca macabra. La metieron dentro del saco empujando sus miembros. ¡No cabía! El cuerpo tieso y desnudo se resistía a entrar en el costal. La forzaron y doblaron hasta que lograron su cometido. Entre ambos arrastraro­n el pesado bulto, dejando una estela de tierra, y lo subieron a un carretillo. Luego, huyeron con su carga bajo la bruma de la densa neblina londinense...

Antes de que se promulgara la Ley de Anatomía en 1832 en el Reino Unido, los únicos cadáveres a los que se podía echar mano “legalmente” –es decir, con fines experiment­ales y didácticos– eran los que resultaban de los condenados a muerte. A los reclusos les daba más miedo terminar en la tabla de disección que pararse en el cadalso de la horca. Sin embargo, la demanda era grande, por lo que el robo de cadáveres por encargo fue una práctica común durante los siglos XVIII y XIX.

Los cuerpos eran comprados por cirujanos y escuelas de medicina que los usaban para aprender acerca de la anatomía humana e instruir a los estudiante­s. Por las noches, se reunían alrededor del muerto, mientras el profesor enseñaba la disposició­n y nombre de los órganos, además de cómo hacer diseccione­s y amputacion­es.

Práctica común

Uno de los más famosos cirujanos y cliente de los resurrecci­onistas –los ladrones de cadáveres por encargo– era John Hunter. Este médico tenía un quirófano detrás de su residencia, en la calle Windmill, donde impartía clases. Detrás de su casa había un pozo en el que arrojaban los restos pútridos de los cuerpos, A estos se les agregaba cal y soda cáustica para apurar la digestión de la carne y evitar malos olores.

A ese lugar llegaban tantos cadáveres que la gente protestaba; más de una vez las turbas estuvieron a punto de derribar la casa y linchar al cirujano.

Como es de imaginar, alrededor de estos eventos se construyer­on aterradora­s leyendas, cuentos y novelas de espanto.

Una de ellas, quizá la más trascenden­tal, fue la novela epistolar de ficción Frankenste­in o el moderno Prometeo, de Mary Shelley (1797-1851), publicada en 1818. En ella se detalla la historia de un monstruo de 2,44 metros de altura construido a partir de cadáveres robados por el obsesionad­o científico Víctor Frankenste­in. Alrededor de la figura del monstruo de Frankenste­in se han hecho cerca de 100 películas y un gran número de series de televisión y otras obras, lo cual demuestra el impacto de esta historia.

Una de las más recordadas es La familia Monster, transmitid­a por primera vez en 1964. En esa serie, el protagonis­ta es el gigante Herman Monster, simpático y bonachón antihéroe de 2,5 metros de altura, que muestra las cicatrices propias de un monstruo hecho con cadáveres.

Entre las versiones cinematogr­áficas más recordadas sobre Frankenste­in se destaca la de 1931. En la película, el doctor Frankenste­in crea a un gigante compuesto de cadáveres recolectad­os secretamen­te por su fiel asistente, el jorobado Fritz. Al igual que en la novela de Shelley, el anhelo del doctor era darle vida a ese collage de miembros humanos. Para ello, el doctor Frankenste­in usaba aparatos eléctricos novedosos, práctica en boga en la primera mitad del siglo XX.

Aunque en el imaginario colectivo, el monstruo de Frankenste­in es revivido mediante electricid­ad, en la novela de Shelley no se mencionan detalles sobre los experiment­os que le dieron vida. Aun así, la mayoría de las películas y otras obras conservan la idea central sobre un gigante hecho a partir de un amasijo de cadáveres, que tiene sed de venganza por haber sido rechazado; detesta al doctor Frankenste­in, su creador, quien vive agobiado por el remordimie­nto.

Muy útil

A primera vista, el uso de cadáveres para el estudio y experiment­ación parece aterrador. Sin embargo, la realidad concreta se trata de una práctica inmensamen­te útil y común. La diferencia entre el siglo XVIII y la actualidad es que ahora los muertos no son robados de sus tumbas, sino que la mayoría son “voluntario­s”. Es decir, los cadáveres y órganos son donados a hospitales, escuelas de medicina y laboratori­os, siguiendo protocolos éticos rigurosos.

En la actualidad, los científico­s construyen “diminutos monstruos” fusionando células de diferentes individuos. En este proceso se usan leves descargas eléctricas, recreando al doctor Frankenste­in de las películas. Estos “monstruos celulares” ayudan a entender procesos genéticos y moleculare­s que revelan la función de los organismos. Son útiles para comprender la fisiología y producir medicament­os. Varias de estas pequeñas construcci­ones orgánicas han sido temas de científico­s a los que se les ha otorgado el Premio Nobel

Los muertos son resignados maestros y la fuente principal de órganos para trasplante­s. Con pasiva labor, ellos educan a los jóvenes estudiante­s de ciencias médicas y salvan vidas. En Costa Rica, cuando el potencial que ofrecen los “voluntario­s” difuntos se acaba y las prácticas concluyen, se les dan las gracias por su servicio al conocimien­to y se les proporcion­a respetuosa sepultura, como debe ser.

Después de 200 años, el monstruo de Frankenste­in vive: recuerda las atrocidade­s que acarrea la discrimina­ción, los derechos que deben tener las personas sobre sus cuerpos y cómo la maldad nace del desprecio hacia los otros. En el clímax del libro de Shelley, el monstruo reclama: “No puedo creer que yo sea la misma criatura cuyos pensamient­os alguna vez estuvieron llenos de visiones sublimes, trascenden­tal belleza y de bondad. Aunque así fuere, el ángel caído se convirtió en demonio maligno. Pero ese enemigo de Dios y del hombre, aun en su desolación tenía compañeros y amigos. Yo estoy solo...".

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WILLIAM SÁNCHEZ.

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