La Nacion (Costa Rica) - Ancora
Para no olvidar:
El asesinato del hermano del dictador Federico Tinoco representa el clímax de una escalada de acontecimientos de violencia que enturbiaron la vida y la política costarricense en la segunda década del siglo veinte, y vino a significar una pausa en la crónica de un éxodo anunciado que organizaba la familia que había acaparado el poder y la fuerza represiva del país, en vista de la situación de malestar y las presiones internacionales.
La más reciente obra de Carlos Cortés El año de la ira (2019), publicada en el centenario del asesinato del Ministro de Guerra José Joaquín Tinoco, ensaya a novelar una reconstrucción del crimen político y recompone los espacios, los días, horas y minutos del episodio, así como los actores y los eventos causantes y sus consecuencias. La novela fluye como si se tratara de rearmar un espejo hecho astillas porque “la lenta trituradora del olvido” (p. 44) había comenzado a pulverizarlo todo, como dice uno de sus narradores.
La pluma de Cortés retoma uno de los capítulos más deshonrosos de la vida política nacional que se ha silenciado, encubierto y prácticamente olvidado, posiblemente para justificar su repetición. El incidente histórico régimen dictatorial tinoquista y su política de terror, trajo como secuelas persecuciones y represiones, además de torturas, martirios y crímenes perpetrados por sicarios cuyas víctimas y mártires fueron quienes se oponían a la dictadura como Rogelio Fernández Güell, Marcelino García Flamenco, Nicolás Gutiérrez, Jorge y Alfredo Volio y otros, además de quienes participaron en la quema del diario La información, la voz oficial de la tiranía de los Tinoco.
Caleidoscopio de voces y personajes
En el rompecabezas que se va armando en la novela intervienen diversas voces narrativas, algunas en primera persona, y un considerable número de personajes, ubicados en el elenco del Dramatis personae, uno de los recursos con los cuales se abre el texto.
El narrador de “¿Quién mató a Joaquín Tinoco?”, uno de los apartados iniciales, es la de quien busca y rebusca en los archivos, en las notas de prensa, en el recuerdo de quienes entrevista, en las fotografías de Manuel Gómez Miralles, hasta que da con dos escritos del fondo documental de González Flores, entre una de las colecciones y acervos de libros antiguos de la biblioteca de la Universidad Nacional, uno es The murder of Joaquín Tinoco de José María Pinaud y el otro Joaquín Tinoco de Modesto Martínez, los cuales conforman la mayor parte del recuento de los hechos y de la narración; en el proceso de búsqueda y construcción el narrador confiesa que más que el personaje de novela le interesa el “personaje histórico” (p. 88).
Por otra parte, entre los narradores se consigna la voz del ministro asesinado Joaquín Tinoco así como la de su hijo Quincho y la voz del propio Modesto Martínez, periodista de La información, presta su perspectiva y desde ella se narran los acontecimientos del día 13 de junio, cuando el diario en el cual trabajaba es incendiado por el pueblo reprimido, por las hordas enardecidas y por los grupos estudiantiles del Liceo de Costa Rica y del Colegio de Señoritas.
Crónica rigurosa
Como había dicho el autor del Recurso del Método, Alejo Carpentier, a quien Cortés cita por una serie de coincidencias con el personaje de El Primer Magistrado, se establece una documentación absolutamente rigurosa que “respeta la verdad histórica de los acontecimientos” y “oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y cronologías”.
En El año de la ira, los acontecimientos se relatan con precisión milimétrica del tiempo, de horas y de los minutos y, además, se redescubre la cartografía del espacio de la pequeña ciudad con sus edificios, calles, rincones, negocios, casas de habitación, cuarteles, parques, iglesias, ríos..., de manera que se levanta el velo del olvido que tupe a la misma ciudad y a la misma historia, de tal manera que la crónica se reescribe desde otros ángulos y aristas, con acercamientos narrativos cinematográficos y, a veces, telescópicos y microscópicos.
Se trata de un ensayo sobre un crimen cometido hace poco más de un siglo, un ejemplo más de que la historia no debe ser ignorada para repetirla como condena, pese a que la trituradora del olvido procura borrar hechos y nombres, como el “Paseo de los Estudiantes” o el nombre que lleva la Avenida Central de la capital, llamada así en honor al mártir de la dictadura tinoquista “Rogelio Fernández Güell”.
El texto sucumbe ante los propios desafueros del género narrativo y es un ejemplo de lo que
Gabriel García Márquez mencionara en Vivir para contarla, que la novela y el reportaje “son hijos de una misma madre” (p. 315), característica que ejemplifica Carlos Cortés, en tanto periodista y literato. Aspectos como el contexto histórico y político, la temática de la violencia desgarrada que se vivió hace más de un siglo, además del crimen político en contra de José Joaquín Tinoco, hacen que El año de la ira tenga hoy más vigencia que nunca, con tal de evitar repetir la historia que por diversas razones se ha pretendido olvidar.
Su elaboración y su estructura, la investigación y la reconstrucción narrativa ubican a su autor como una de las voces más trascendentales en el devenir de la literatura costarricense contemporánea.•
La clave no es el matapalo. Es el abrazo. Esa es la sensación que me deja el libro de Santiago Porras. Vuelto a los orígenes, después de un recorrido por la vida, Santiago decide reconstruir su mundo. O, por lo menos, es lo que me parece.
Anclarlo en su lugar es indispensable. Eso es lo que hace con la referencia al matapalo. El regreso necesita siempre un lugar. ¡Aquí!, al pie de matapalo. Nada más lo vio se apeó del caballo, clavó la varilla que le servía de cayado y decidió: ¡Aquí quiero mi casa!
Y luego viene la historia. De ahí viene la fuerza del relato de Santiago. Pensé en decir que eran capas. Como capas que se iban superponiendo, agregando otra, y otra, hasta conformar su mundo. Pero al final no me funcionó la imagen.
Es más como melcocha. Va dando vueltas, plegándose, fundiéndose. Sí, creo que es una idea más adecuada.
Santiago es el maestro melcochero. ¿Qué ingredientes usa? Todos con los que se hace una melcocha, con esa cosa difusa que caracteriza la naturaleza humana, con una dosis adecuada de la diversidad de personajes y con un preciso contexto social.
“Durante siglos la vida en las haciendas no sufrió mayores cambios. Su dueño gozaba de todas las ventajas para hacerse de dinero: por un lado, se podía hacer de grandes extensiones de terreno, y por el otro, disponía de abundante y barata mano de obra. Sobre sus peones y sus familias el gamonal ejercía una especie de derechos que se asemejaban a los del señor feudal”, afirma, en la página 86, en una definición corta y precisa que ambienta la historia.
Pero este no es un libro de historia. ¿O sí? Quizás lo es para Santiago. Para los lectores no. En todo caso, si lo es, es su historia. Desconfío que este es el mundo en el que él vivió. No nosotros. Es su historia.
Pero tiene el talento de envolvernos en su melcocha. No hay como escapar. Naturalmente, está el escenario, el recodo que el río Cuipilapa forma con su margen izquierda. Allí estaba el matapalo.
Pero la clave de la receta, el hilo con que construye el tejido son los personajes. Es con ellos que le da vida a la historia. Me parece que son dos los de mirada más profunda sobre el escenario: la hija, dueña de la hacienda, y la empleada. Es esa elección la que le da profundidad a la historia.
–Yo fui moneda de cambio para mi madre, afirma la hija. De ahí deriva un hilo conductor. Su matrimonio por conveniencia con el general, una relación que le permite ir iluminando la forma en que esas relaciones caracterizaban la época.
Santiago sabe de lo que habla, de modo que el relato tiene la fuerza del realismo.
La empleada le permite iluminar el paño desde otro ángulo. Veta igualmente rica como la anterior. Y complementaria. Personaje que encarna la generalidad: era la historia de las mujeres de casi todas las casas. Sin embargo, no lo explica con discursos, hay vida en el relato.
Es en la mezcla donde la melcocha va tomando forma, consistencia. Es la otra cara del mundo de la hacienda. Y entonces surgen los personajes. Ninguno sobra y –aun más importante– todos irrumpen con fuerza, ingredientes claves de la receta.
Cito dos (por supuesto, hay más). José Ana, el mandador, es de los más entrañables. Siempre inspiró confianza, un hombre que no odiaba a nadie porque veían en cada persona a alguien que iba a morir. (Por cierto la muerte es tema que está apenas oculto en la historia. En un mundo donde todo tenía sentido, solo la muerte no lo tenía. ¡Era un misterio!). José Ana vincula los dos mundos, es la bisagra que aceita la historia.
El otro es un personaje que ocupa menos espacio, pero el que ocupa lo llena con mucho dramatismo: Venancio. El muchacho guapo al que matan con cobardía. Su historia sirve para ilustrar otro aspecto fundamental de la historia: el de las relaciones entre hombres y mujeres que caracterizaron la época.
Avanzaba en la lectura y, de repente, se me iluminó otro aspecto: el vocabulario. Santiago los usa con familiaridad, una familiaridad que no tiene para mí y que también enriquecen la historia. Cito algunas palabras: macuco, almadiadas, ajilando, requeté, sacatestos. Hay más, pero para ilustrar basta con esas.
El texto incursiona en la política. Lo hace de refilón y no estoy seguro de que enriquezca la historia. La política vuelve a aparecer al final. Le sirve a Santiago para terminar de sobar la melcocha. Es cuando entran los precaristas. Se acaba la historia, porque se destruye el mundo sobre el que estaba construida.
La voz final es la de la casa: –Me fueron abandonando poco a poco. Santiago le da voz a la casa. Habla, es testigo del relato.En fin, relato envolvente, dulce y amargo, una sabrosa melcocha.•