La Nacion (Costa Rica) - Ancora
La canción
do mejor cuanto más sordo se iba quedando. Componía con su oído interior, visualizando los acordes, las complejas líneas contrapuntísticas, “imaginando” las armonías exactas que iban a producir. Sus obras “de los tres dígitos” (los opus posteriores al número 100) son lo más granado, lo más abstracto, lo más alejado del mundanal ruido, lo más sagrado que jamás compusiera. Es ya la música de un hombre que habla con Dios.
Su Missa Solemnis, su Novena Sinfonía, sus últimos cinco cuartetos de cuerda y sus últimas cinco sonatas para piano representan el culmen de su producción. Es la música de un hombre que ya se asoma a la eternidad, que avizora las comarcas de lo divino: un sordo genial que oía el infinito. Claro que esta música testamentaria y musitada al oído jamás gozará de la popularidad de las obras de su segundo período creativo (las sinfonías 5, 6 y 7, las sonatas Appassionata, Claro de Luna y Patética), pero esto es fácil de entender: la ambrosía de esas postreras meditaciones beethovenianas requiere oídos entrenados, paladares cultivados: son un “gusto adquirido”, no un “gusto natural”.
La máquina alquímica
La vida le dio a Beethoven cantaradas de dolor: la rudeza y sordidez de un padre explotador; la tuberculosis de una madre débil y pronto arrancada a la vida; la soledad radical a la que lo condenaron sus diversas y fracasadas relaciones eróticas; el amargor que le representó el rufián de su sobrino Karl, a quien quiso como a un hijo, y como tal intentó educar, únicamente para que este le pagara con un intento de suicidio; la pobre acogida que recibieron muchas de sus obras; la misantropía y el aislamiento; su propio, contemplado suicidio, al que alude en su lacerante Testamento de Heiligenstadt; la soledad moral; y por encima de todo, esa atroz ironía que representó su sordera, cuya etiología sigue siendo un misterio. ¿Sífilis, otoesclerosis, sarcoidosis, enfermedad de Paget, enfermedad de Whipple, lupus eritematoso diseminado, intoxicación por plomo?
Al emprender sus caminatas por la campiña vienesa, Beethoven solía darle a su cabeza un chapuzón en una barrica de agua fresca… es posible que en ella hubiese plomo, y que este le haya destrozado el sistema auditivo.
Sin embargo, Beethoven actuó como un avezadísimo alquimista: la vida le daba paletadas de fango por un lado, y él las transformaba en oro musical por el otro. Toda su vida es un acto de autopoiesis, de autosanación.
Si la vida no le escatimó dolores, también es cierto que le dio el más preciado de los bienes con que un hombre puede soñar: la capacidad para transmutar la inmundicia en belleza. Como los lirios y nenúfares del pantano, que buscan, verticales, fragantes e inmaculados, la luz del cielo, nutridos por la putrefacción de las miríadas de bacterias que hierven en la putrescencia de la marisma. Porque, después de todo, quizás nuestras vidas no sean más que eso: flores sobre el pantano.•