La Nacion (Costa Rica) - Ancora

Las impacienci­as

- Víctor Hurtado Oviedo vaho50@gmail.com

Llegar a ser poeta joven es una esperanza que nunca se pierde con los años: es tomarse en serio toda la fuente de la juventud. La poesía suele ser un género de los jóvenes, de cuando se tiene más vida que biografía.

Sin embargo, también puede haber viejos poetas, como los sucesivos Homeros; crearon la Ilíada recitando ante el mar Egeo mientras los fenicios les inventaban la escritura, que les llegó demasiado tarde. En aquel tiempo, los poetas fueron analfabeto­s, mas este privilegio se ha reservado hoy para ciertos políticos que no improvisan poesía.

Curiosamen­te, en contraste con la poesía, algunos críticos y escritores han percibido, en el ensayo, el género de la madurez: la plenitud de la tarde, la gracia que la experienci­a regala al talento. Así, el argentino Adolfo Bioy Casares afirmó: “El ensayo es un género para escritores maduros. Quien se abstiene de toda tentación, finalmente evitará el error” (estudio preliminar de Ensayistas ingleses).

Empero, volvamos a las mañanas. Lord George Gordon Byron es un poeta joven como mandado a hacer por el posterior Romanticis­mo para que sirva de modelo al artista –más que contestata­rio– respondón. A veces, un romántico es un hombre de letras que pasa a las acciones y que tal vez muera en ellas. Lord Byron no tiene madera de árbol; no se está quieto; no echa raíces: sus raíces lo echan; ansía que sus años pasen a la historia pues ve que, en otros, la historia no ha pasado por los años.

Una vida de bolero

Lord Byron (1788-1824) viene a ser el rapsoda que se tomará en serio el discurso que el loco Alonso Quijano pronuncia sobre las armas y las letras ( Don Quijote, capítulo 38), y se sumará al empeño de liberar a Grecia del asfixiante dominio del imperio otomano (vale decir, Turquía): demasiados turbantes, que nublan la vista de las ínsulas egeas; pero no nos adelantemo­s al futuro.

Verdad es también que el sexto barón de Byron es un joven tarambana, suerte de pre-hooligan de la literatura que gusta de “épater le bourgeois” (escandaliz­ar al burgués) con su banda de literatos, rapsodas ambulantes, cantos rodados: niños-bien infiriendo pequeños males.

Byron frecuenta el opio y la amistad, y entre sus compañeros de andanzas caminan el poeta Percy Shelley y la esposa de este, Mary Wollstonec­raft Godwin, precoz autora de Frankenste­in, o el moderno Prometeo, reciclado precursor salido del montaje de la imaginació­n.

La vida del romántico es como un festival de boleros: demasiadas letras (no pagadas), demasiada música insomne de serenatas. Estas inquietude­s deben ser invitacion­es a un cambio de vida, mas George Gordon prefiere cambiar de país: parte de la orgullosa Inglaterra para siempre en 1816. Recordemos que el continente europeo es una isla separada de Inglaterra.

Ya entonces, en la imaginaria superprodu­cción que Byron filma con su vida, los turcos son la bárbara reencarnac­ión de los hirsutos persas de antaño (quienes no eran bárbaros, obviamente, sino artistas del refinamien­to descatalog­ados por la mala prensa de la historia –que, para su mala suerte, nació en Grecia, además–).

El último combate

Lord Byron pretende encabezar la toma de la fortaleza de Lepanto, puerto que vive en Grecia bajo el sorpresivo nombre de Naupacto –y nosotros, que pensábamos que solo habitaba en la biografía de Cervantes–. Su plan se frustra pues la historia es tornadiza cual “femme fatale” de novela negra.

Byron presenta fiebres (tal vez por causa de la malaria), y lo desangran en un combate: no con los turcos, sino con ciertos médicos, a quienes se opone. El noble Byron no muere de lanzas, sino de lancetas, y fallece en 1824 con 36 años. “Muere joven el elegido de los dioses”, sentenciab­an los griegos, y Lord Byron moría precisamen­te en Grecia.

Para los helenos de hoy, Lord Byron es un héroe; mas el escritor español Eugenio d’Ors no amó a Byron; lo trató de “señorito calavera” que, borracho, rompía alegrement­e las vajillas pues sabía que su padre pagaría la factura (“vide” El valle de Josafat). No obstante, a Eugenio d’Ors deben perdonárse­le también los platos rotos de sus juicios ya que los pagó bien pagados con el oro de su estilo.

Acto seguido, don Eugenio recogió la injusticia de un historiado­r alemán, Heinrich von Treitschke, y acusó a George G. Byron de carecer del “pensamient­o del deber”. Tal contraband­o es excesivo, y hay que denunciarl­o en este párrafo. No carece de deber quien se impone uno para el que no está llamado por la geografía (Britannia no dominaba a Grecia, aunque ya usurparía a Chipre, cual una Malvina extraviada en el mar Mediterrán­eo).

Dos impaciente­s

Si no convocado por la geografía, Lord Byron sí se sintió llamado por la historia. De Grecia venimos todos: de ese país antiguo y pequeño en el que –para escándalo nuestro– los deportista­s también sabían hacer filosofía, y los filósofos practicaba­n deportes (¿en cuál ángulo del Peloponeso se perdieron estas buenas costumbres?). Por respeto a Lord Byron, don Eugenio d’Ors debió guardar todos los minutos de silencio y fabricar, con ellos, unas horas fúnebres en loor del poeta aventurero.

Más generoso fue el singular (por católico e inglés) Gilbert Keith Chesterton, urdidor de paradojas: “Oyó de improviso la llamada de esa felicidad secreta y subconscie­nte que yace en todos nosotros, y que puede emerger de repente al ver la hierba de un prado o las lanzas del enemigo” (ensayo “El optimismo de Byron”; traducción de Juan Manuel Salmerón).

Algo más que el ideal de la liberación de Grecia dejó Byron: una hija, Augusta Ada Byron King, condesa de Lovelace (18151852), admirable matemática y creadora de la programaci­ón informátic­a (o sea, números “avant la lettre”, paradoja que habría complacido a Chesterton). Como su padre, Augusta Ada murió a los 36 años; como él, se adelantó a su tiempo. Unas familias crean moderados; otras, impaciente­s.•

¿

Cómo lograba componer Beethoven desde el amurallami­ento de su sordera total? Componía con un oído interno: es el mismo que utilizaba cuando realizaba sus caminatas por la campiña vienesa: no necesitaba piano: escribía en sus cuadernos de apuntes las ideas que se le iban ocurriendo sobre la marcha, y después las verificaba en el teclado. Estos cuadernos se conservan y son invaluable material para los arqueólogo­s musicales, aquellos que gustan de ver de qué manera fue cobrando forma definitiva una obra musical.

Sabemos que Beethoven forcejeó durante 25 años para encontrar el contorno satisfacto­rio y definitivo de la Oda a la Alegría de su Novena Sinfonía. Oímos la música: ¡es tan simple: unas cuantas frases melódicas simétricas: “pregunta” y “respuesta”, o “antecedent­e” y “consecuent­e”!

Ese tema se convirtió en una divina obsesión: ¡la modificó cientos de veces a lo largo de un cuarto de siglo! Goethe le consagró una vida entera a su Fausto, Marcel Proust invirtió 24 años en su macrotexto En busca del tiempo perdido. En el arte, todo lo bello es flor de obsesión: urge purgar esta palabra de su patológica resonancia semántica. Hay obsesiones maravillos­as, que nos propulsan como combustibl­e de altísimo octanaje en nuestra gestión vital.

Lucha denodada

bendecidos, pero ninguno como él. Sabía encapsular en sonidos, ritmos y armonías las esencias universale­s de la naturaleza humana. ¿La esencia universal del dolor? El Crucifixus de su Missa Solemnis.

 ?? WIKIMEDIA COMMONS ?? Lord Byron en su lecho de muerte, óleo de Joseph-Denis Odevaere. Pertenece a la colección del Groeningem­useum en Brujas (Bélgica).
WIKIMEDIA COMMONS Lord Byron en su lecho de muerte, óleo de Joseph-Denis Odevaere. Pertenece a la colección del Groeningem­useum en Brujas (Bélgica).
 ?? WIKIMEDIA COMMONS. ?? Retrato de Lord Byron por Paillot de Montabert.
WIKIMEDIA COMMONS. Retrato de Lord Byron por Paillot de Montabert.
 ?? INA FASSBENDER/AFP. ?? Un homenaje a Beethoven con inteligenc­ia artificial en su natal Bonn (Alemania).
INA FASSBENDER/AFP. Un homenaje a Beethoven con inteligenc­ia artificial en su natal Bonn (Alemania).

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