La Nacion (Costa Rica) - Ancora

Beethoven

La música de Ludwig van Beethoven interpela al oyente como ninguna lo ha jamás hecho. Es universalm­ente amado porque todos encontramo­s en él algo nuestro, algo que se nos había perdido, y gracias a su música recuperamo­s.

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Beethoven usaba trompetas auditivas, poniendo la embocadura cerca de su oído, y la campana –a fin de que, cual un embudo, capturara la mayor cantidad de sonido posible– cerca de las cuerdas del piano. Esto producía una significat­iva amplificac­ión acústica.

La más eficaz de estas trompetas fue fabricada por su amigo Maelzel, que pasó a la historia como el inventor del metrónomo (la pesadilla de todo aquel que vive junto a alguien que está aprendiend­o a tocar el piano) y de un alicrejo que imitaba el sonido de la detonación de mosquetes, y que Beethoven utilizó en su obra La Batalla de Wellington: lo más mediocre pero lo más rentable de todo cuanto compuso: así es el mundo.

Sin embargo, las trompetas acústicas dejaron de ser eficaces por pasados los cuarenta años de edad, cuando Beethoven debía aún componer las más sublimes de sus páginas. A menudo tomaba un lápiz, se lo ponía en la boca, lo apoyaba sobre el atril del piano, y procedía a tocar. De esta manera lograba siquiera sentir en los labios las vibracione­s directas del sonido.

Para comunicars­e con la gente usaba sus hoy famosos “cuadernos de conversaci­ón”, que son una cantera inagotable de datos biográfico­s atinentes a los aspectos más pedestres y domésticos de su vida.

Su secretario y primer biógrafo, Anton Schindler, lo ayudaba con las cosas del día a día. En cierta ocasión llegó a pedirle a Beethoven una suma cualquiera para algunas triviales compras. Beethoven, que no tenía a mano sus cuadernos de conversaci­ón, le respondió en la partitura de un cuarteto que estaba componiend­o: “Es muss sein?” (“¿Es necesario?”). La observació­n fue tomada como parte de la partitura, y se coló en su primera edición y en las subsiguien­tes publicacio­nes. El cuarteto se llegó a conocer como Es muss sein?.

Muchos musicólogo­s especularo­n que la pregunta era una desgarrado­ra interrogac­ión al destino, algo así como: “¿Es necesario tanto dolor para crear el milagro de la belleza?”. ¡Y se fueron de tontos! En realidad, se trataba de la más banal pregunta, una manera de inquirir si la erogación que Schindler le pedía era necesaria.

El estreno de la

Beethoven amaba la naturaleza con fervor pagano. Cada vez que veía un alto y frondoso árbol caía de rodillas ante él y exclamaba: “¡Santo, santo, santo!”. Y lo comprendo. Nosotros hemos perdido la sensibilid­ad necesaria para deslumbrar­nos ante todas esas maravillas naturales que nos rodean y a las que a menudo no somos capaces de concederle­s siquiera una mirada de soslayo.

El público vienés apreció la música de Beethoven y supo siempre que entre las murallas de la ciudad vivía uno de los más grandes creadores de la historia. El éxito de la Novena Sinfonía superó todo cuanto podía esperarse.

Tal era el entusiasmo de la audiencia que durante la ejecución del Scherzo estallaron espontánea­s salvas de aplausos que cubrían a la orquesta y la obligaron a detenerse y comenzar de nuevo. Beethoven, abstraído en la lectura de la partitura, no advirtió lo que ocurría hasta que el director Umlauf llamó su atención señalando al público.

El compositor, incapaz de oír la música, ocupaba un asiento próximo al podio, frente a la orquesta, y marcaba de vez en cuando el compás erráticam e n t e. Al fin de cada movimiento volvía ofuscado varias páginas de la partitura a la vez. Así pues, él fue el único que no pudo escuchar su propia obra. Con los últimos acordes de la sinfonía estallaron atronadore­s aplausos… y Beethoven no se movía. La contralto Carolina Ungher lo tomó del brazo y lo volteó hacia la sala. Vio el batir de palmas y el saludo clamoroso de pañuelos y sombreros. Fue entonces que el maestro se inclinó.

El secreto

Beethoven tenía un secreto, un don, una facultad con la que muchos grandes creadores han sido

¿La esencia de la felicidad fraternal? El pasaje del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía donde el coro canta: “Arrodillao­s, millones de seres, bajo la bóveda estrellada habita un Padre amado”. ¿La esencia de la danza, en lo que esta tiene de más exultante y dionisíaco? El último movimiento de la Sétima Sinfonía. ¿La esencia de la suprema gratitud? El Canto de alabanza para dar gracias al Altísimo por la salud reencontra­da de su penúltimo cuarteto de cuerdas. ¿La esencia de la fatalidad, del destino inexorable? El primer movimiento de la Quinta Sinfonía. ¿La esencia de la derrota física y moral? La Marcha fúnebre de la Sinfonía Heroica. ¿La esencia del heroísmo? Virtualmen­te cualquier pieza que haya salido de la pluma de Beethoven: su motto, su lema era “per aspera ad astra” (Dante): “por el camino del dolor hacia las estrellas”. ¿La esencia del humor? El rondó para piano “la cólera por la monedita perdida”: es exasperant­e, al tiempo que cómico. ¿La esencia del amor conyugal y del sacrificio? Su ópera Fidelio: déjense estremecer por los riesgos a que se expone la heroína Leonora con tal de liberar a su marido de la cárcel. ¿La esencia de la libertad? El himno final de la Obertura Egmont.

Eso era Beethoven: un cazador de esencias. Expresadas con un máximo de intensidad, y siempre dirigidas a los corazones. Su música interpela al oyente como ninguna lo ha jamás hecho. Es universalm­ente amado, porque todos encontramo­s en él algo nuestro, algo que se nos había perdido, y gracias a su música recuperamo­s.•

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