La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical
“Esos fueron días tristes (cuando aparecieron las denuncias) porque nosotros decíamos: ¿ahora que está pasando con nosotros? Nuestros amigos decían que todos los curas eran así, pero yo les decía que yo estoy formándome para ser sacerdote. ‘Un amigo tuyo
llamado y por eso yo les digo a los muchachos que hay que tener tanta valentía en decir que sí como para decir que no”, asegura. “Yo puedo ser muy franco con los estudiantes, son buenos muchachos. A veces me preguntan que si yo me ordenaría si en algún momento se pudiera ser sacerdote y tener una familia, y yo les digo con honestidad que no, que ser clérigo no es para mí. Uno puede conversar estas cuestiones sin filtros”.
Don Bernal finaliza la conversación y al poco tiempo suena la campana, una que en nada se diferencia de la sirena de cualquier colegio. Los seminaristas de inmediato abandonan la sala de recreo y, buena parte de ellos, ingresa al aula de al lado que está a punto de comenzar la lección sobre griego.
APRENDIENDO
Esta semana es crucial porque los cursos lectivos de este año están próximos a su fin. La semana que sigue arrancan los exámenes finales y el tiempo no se puede perder.
En la entrada del pabellón color crema que contiene todas las aulas, un gran pizarrón deja ver las lecciones. Además de griego, un cuadro de Excel deja ver las clases de latín y español que reciben los seminaristas.
Entre la malla curricular de los bloques de filosofía, se leen cursos de Fenomenología de la Religión, Sociología, Psicología, Pensamiento de Santo Tomás II, Introducción a la Sagrada Escritura… En teología se ven cursos como Cartas de San Pablo I, Misterios de Dios revelados, Moral de la Persona, Antiguo Testamento II, Santificación del Templo, Metodología de la Catequesis y Derecho Sacramental.
Al lado, otro de los afiches indica los precios de cada curso: el primer nivel de filosofía cuesta ¢121.000. De hecho, el promedio de costos de cada nivel de filosofía y teología ronda los 100 mil colones.
En este pasillo, un pequeño grupo de seminaristas bromea con uno de los siete sacerdotes que residen en el centro de formación. “Padre, pero usted está joven. Debería ir a jugar fútbol con nosotros”. El padre suelta unas risas y sacude su periódico en el aire en señal de evasión.
Afuera de este gran pabellón, existen largos espacios verdes de recreación. En uno de estos campos, hay una cancha de fútbol, un gimnasio deportivo y un gimnasio para
“Los tiempos son otros. Ya no vivimos en una sociedad que aguante un sacerdote que crea que tiene el poder absoluto sobre todo”,
Ricardo Cerdas, seminarista
hacer máquinas. Incluso la semana anterior los seminaristas realizaron una pequeña triangular de partidos de fútbol.
En este camino que cruza lo deportivo con lo académico el guía es Erick Rojas, de 32 años y quien lleva cuatro años en el Seminario. Erick es el encargado de atender a medios de comunicación desde hace casi dos años, después de haber sido elegido para estas labores gracias a sus estudios previos en publicidad.
“Al parecer soy de los pocos que estudió algo relacionado a comunicación y pues bueno… Supongo que por esa afinidad siempre estoy con los medios”, dice entre risas.
Erick cuenta cómo se realiza la formación de un sacerdote. Primero en las diócesis respectivas, cada interesado en convertirse en padre debe realizar encuentros vocacionales. Acto seguido, pueden postularse para ingresar a un centro de formación ubicado en La Garita de Alajuela, que sirve como transición antes de llegar al Seminario Nacional. Este proceso dura un año y es una suerte de inducción conocida como Camino al discipulado. El horario a partir de esa fase es desde domingo en la noche hasta viernes al mediodía, y los seminaristas son evaluados cada fin de curso para aprobar su continuidad. Lo único que se requiere para ser admitido en este nivel es ser mayor de edad, soltero y tener el bachillerato completo.
La segunda etapa, en la que los interesados se internan en el Seminario Nacional en Paso Ancho de San José, es conocida como Formando discípulos misioneros de Cristo. “Es como un itinerario espiritual para ir distinguiendo la vocación”, explica Erick. Esta fase dura tres años.
La última etapa, que consta de cuatro años, se llama Formando pastores, y se concentra en desarrollar a los seminaristas más consolidados. Es un abordaje más teológico, pues la etapa anterior se concentra en gran parte en filosofía. De hecho, una vez ordenados, los seminaristas acaban con un doble bachillerato: el de filosofía y el de teología.
Erick dice que la carga académica en el centro es “brava”. Las estudiadas hasta horas de la mañana han sido inevitables para lograr su alto rendimiento. “Además hay que estar abierto a aprender de todos los filósofos, desde el más religioso como Unamuno, hasta el más ateo como Nietzche”.
Cuenta que desde el principio el peso de los estudios fue así, cuando debía compartir con cinco compañeros su habitación en el centro de formación en La Garita.
En el Seminario los cuartos son individuales, pero en Alajuela debían distribuirse las habitaciones por rangos de edad. A Erick lo conmocionó darse cuenta de que era uno de los más “viejos” al entrar con 28 años e incluso su cuarto se ganó la reputación de “la habitación de los Pedros”, en referencia a que Pedro fue el discípulo de Jesús más longevo.
“Pero no me importó. Yo sabía que mi misión era esta”, cuenta.
Él es un tipo relajado. Dice “jale”, “chiva”, “varas”, molesta a otros seminaristas por los resultados de sus equipos favoritos de fútbol e incluso cuenta que, para sus próximas vacaciones, ayudará a “su tata” en el negocio de la familia.
Cuando pasamos por el comedor, Erick se queda mirando una pared que contiene los retratos de todos los sumos pontífices existentes. Mira las fotografías como si nunca antes las hubiera visto. De igual manera, se reclina con especial devoción cuando pasa cerca de alguna de las capillas del Seminario.
Erick conduce el camino hasta la entrada del seminario, donde el padre Manuel Chavarría espera un taxi para regresar a su casa.
Este cura es uno de los profesores externos de teología pero, a partir del próximo enero, se integrará como maestro “de planta” del Seminario, lo que implica su regreso permanente a este centro en el que se formó hace 18 años.
Su ingreso no fue algo que vio venir desde pequeño, de hecho, ejerció varios “buenos” años la abogacía, donde, asegura, la pasó bien. “No fui infeliz”, reafirma. Simplemente dice que en esos tiempos se estaba resistiendo a su llamado.
“Y siento que ser abogado no es algo ajeno al sacerdocio. El Derecho es una reflexión sobre quién es el hombre y cómo debe comportarse. El sacerdote también se hace esas mismas preguntas”, analiza.
A partir de enero, el presbítero vivirá acá y tendrá un contacto mucho más cercano con los seminaristas. Asegura que este par de años entre los pasillos del Seminario le han dado la impresión de que ahora existe más “serenidad”.
“Es necesario ser sereno. El mundo pide un nuevo tipo de sacerdotes y he tenido la oportunidad de predicar retiros y he sentido la disposición de los seminaristas. Hay un mayor énfasis en lo espiritual; hay que tener consciencia de lo que significa ser cristiano en esta época”.
En lo académico, el sacerdote siente que la carga no ha cambiado. Cuenta que siempre que conversa con otros curas sobre sus épocas en el Seminario, todos coinciden en que hay mucho por estudiar. “Los primeros años fueron los más lentos para mí”, recuerda, “porque se sabe que quedan muchos años por delante.
No es sencillo”.
FUTURO
“Es difícil lograr todo lo que exige este lugar, pero se puede”, dice Ricardo Cerdas, uno de los seminaristas de mayor edad. Tiene 34 años, lleva una camiseta polo que en una hora se cambiará por una de la selección de fútbol de Costa Rica, y le encanta aprovechar su tiempo libre viendo La Casa de Papel y House of Cards.
Los horarios de ocio son un alivio en sus hábitos, aunque no puede ocultar su fascinación por pasar largos ratos la biblioteca del Seminario, un gran recinto al que se accede a través de unas escaleras que son acompañadas por los rostros de todos los arzobispos que ha tenido Costa Rica.
Su fascinación con la biblioteca deriva desde la propia visión de su vida pues, para él, la vida de un seminarista es digna de un libro. Es más: da para una de esas series de Netflix que tanto le gustan.
Ricardo no sintió un llamado puntual para ubicar su presente en el Seminario Nacional. Creció siendo el menor de tres hijos en una familia no demasiado religiosa. Hoy sus hermanos están casados y tienen hijos, “y yo aquí en el seminario, a falta de un año para terminar, después de que la vida diera muchas vueltas”.
Lo más cercano a un punto de contacto con Dios en su infancia fueron las transmisiones del rosario en Radio Rumbo, en una capilla cercana a su casa. Después, entró al colegio y el sacerdocio ni siquiera fue una opción, pues su mente se concentraba en estudiar historia y leyes.
Ricardo ingresó a la Universidad de Costa Rica hace quince años, tuvo un largo noviazgo en aquel tiempo, se mudó de la facultad de historia a la de derecho, consiguió amigos cercanos y veía venir
un futuro exitoso financieramente, pues trabajos bien remunerados se asomaban una vez saliera de la escuela de leyes.
“Y así fue para mis compañeros de generación. Estos amigos son exitosos, son jueces en la corte, otros tienen buenos puestos en el Ministerio de Economía o en la empresa privada. El caso atípico de todos ellos fui yo y es algo que les cuesta mucho entender: ¿qué fue lo que pasó conmigo?, se preguntan”.
Para aquel momento, Ricardo tenía entre sus amigos frecuentes algunos sacerdotes. Era una señal que hubiese podido disminuir la sorpresa pero, al momento de confesar en casa que deseaba cambiar la hoja de ruta de su vida, el impacto fue inevitable. Hace seis años debió sentarse con su familia para decirles que dejaría atrás la posibilidad de una maestría y el chance de conseguir un trabajo bien pagado.
“Mis hermanos y mi papá me apoyaron de inmediato, pero con mi mamá es más difícil. Mi mamá es mi mamá y ella me ama y entiende, pero siempre me dice ‘bueno, aquí esta su casa usted sabe’, como diciendo ‘cuando quiera venirse, vuelva’”, dice Ricardo con una leve sonrisa.
Con la mente cargada de mucha información por procesar, Ricardo ingresó al centro de formación ubicado en La Garita para su primer año como seminarista. Allí se topó con 50 compañeros de los cuales ahora solo quedan diez, a falta de un año para ordenarse.
Esta es una cifra no tan lejana a la norma del último lustro: en el 2015 se ordenaron trece curas, en el 2016 fueron doce, al año siguiente once, en el 2016 fueron dieciséis y este año se proyectan ocho nuevos sacerdotes.
Poco a poco algunos de los seminaristas fueron saliendo del centro, entre ellos el propio Ricardo. Tras su primer año en el Seminario Nacional, los sacerdotes le solicitaron salir por “problemas de docilidad”.
“Siempre me ha costado la obediencia, pero lógicamente no esperaba que me pidieran salir. Fue una conversación amigable que tuvimos, y me dijeron que saliera, reflexionara y si tenía la inquietud sacerdotal pues que volviera a conversar. Obviamente uno en ese momento se pregunta: ¿por qué no se me dio una oportunidad?”.
Ricardo tomó sus maletas y se fue dos años a Guatemala para pensar si ser religioso era lo suyo. Conoció una orden de frailes dominicos y cuenta que la mitad de su corazón quedó allá.
“Es difícil porque lo que topé fue algo terrible. Crimen organizado, violencia, homicidio a diario, pobreza en su máxima expresión... Pero las historias que conocí, de personas que buscaban la fe, hicieron que no me sintiera solo, porque me confirmó que todos estamos buscando un camino, un futuro”.
Ahora dice que sí, que