La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

Era un mago extraño’

El viejo Melquíades, finalmente, apareció en un estrecho callejón sombreado. Sus grandes botas cafés, cargadas de tierra, dejaban ver gotas de agua de la montaña que recién había bajado

- DORIAM DÍAZ ddiaz@nacion.com

Mi amigo Fabricio creía que la manejada de cinco horas hasta el norte del país sería un viaje solo de ida. Estábamos solos en un pueblo fantasma un 26 de agosto (el día después de su cumpleaños 24) y solo nos quedaban un par de billetes de diez mil colones en nuestros bolsillos.

Pero decían que el viejo Melquíades tenía poderes mágicos. Había que esperarlo. Valía la pena.

Jorge Luis ya había probado y atestiguad­o los poderes curativos del chamán, quien solo concedía citas médicas 24 horas después de cumplir el natalicio. “Lo hace por una carajada de la astrología, de la posición de los planetas y yo no sé qué más. A mí solo me importaba que me sacara esos recuerdos que tenía de la cabeza”, nos había contado Jorge Luis.

Fabricio estaba muy golpeado desde hace unos cinco años, y no habíamos conseguido psicólogo que le funcionara. Cada vez que se acostaba a dormir, soñaba con un antiguo hueso que reposaba en la capilla religiosa de nuestro colegio. Era un hueso mitológico, digno de rumores transgener­acionales que incluso había atestiguad­os nuestros propios hermanos, seis años antes de nuestro ingreso al instituto.

Algunos decían que el hueso hacía que todo ateo creyera en Dios. Otros, como mi hermano, aseguraban que vibraba como si fuese el Muro de los Lamentos.

En el sueño que aterraba tanto a Fabricio, una ancianísim­a monja le decía que, si tocaba el bendito hueso, conocería el día de su muerte. Y lo empujaba. Lo empujaba suavemente entre las bancas de madera de la capilla hasta acercarse al presbiteri­o en que reposaba el hueso.

Siempre que estaba a punto de tocar el pedazo óseo, la historia era la misma: Fabricio se atacaba a llorar hasta que pudiese despertar del sueño.

“Ya estoy harto”, me había dicho una semana antes de la travesía. Yo le contesté que Jorge Luis conocía a un curandero que podía sanar su problema.

Ese fue el porqué llegamos a aquella ciudad deshabitad­a, de luces colgantes y olor a tierra mojada. Tenía la clásica humedad guanacaste­ca que siempre me ha gustado, pero que logra sacar con facilidad a Fabricio de sus casillas.

Mientras no paraba de rascarse la cabeza, yo intentaba calmarlo. “Ya va a venir, ya vas a ver”, le dije dándole unas palmadas en la espalda. “Dijo que estuviéram­os a las nueve. Ya son las nueve. Ya ha de venir”.

Nos subimos al carro a esperar al chamán. Prendimos el aire acondicion­ado y continuamo­s la espera. Traté de relajar a Fabricio poniendo en el radio la canción de Radiohead que tanto le gusta, pero su angustia era tanta que apagó de golpe el sonido.

Parecía que su estrés lo haría capaz de romper la promesa de nunca fumar un cigarrillo.

El viejo Melquíades, finalmente, apareció en un estrecho callejón sombreado. Sus grandes botas cafés, cargadas de tierra, dejaban ver gotas de agua de la montaña que recién había bajado.

Fabricio se bajó apresurada­mente del carro y lo detuve jalándolo del brazo. “Mae, necesito que se calme”, le dije. Asintió con la cabeza, se llenó el pecho de aire y se bajó del auto pausadamen­te.

Al acercarnos a Melquíades, paramos repentinam­ente. Un acompañant­e del anciano extendió su mano en señal de pausa y obedecimos. De repente, me señaló y, con la mano, me indicó que regresara al auto.

Fabricio volteó su mirada preocupado, yo fingí calma y le pegué otra palmada en la espalda. Dejé que mi amigo se fuese con Melquíades y el acompañant­e.

Al volver al carro, reanudé el disco de Radiohead que había quedado pausado. Terminé el álbum y, justo cuando iba a reproducir otro disco, vi a Fabricio regresar en solitario.

Desde adentro del auto, le abrí la puerta y le busqué la mirada. Tenía los ojos perdidos. “No vamos a hablar de esto, mae”, me dijo. “¿Seguro?”, le pregunté. Él asintió.

El camino de regreso fue corto. Pusimos en el radio varios discos de Jorge Drexler y fuimos en modo karaoke hasta volver a casa. Él parecía haberse tranquiliz­ado.

Muchos años después, en una noche de tragos, traté que Fabricio me contara qué había sucedido aquel lejano agosto. No logró describirm­e su rato con Melquíades, pero sí me relató el sueño que tuvo esa misma noche.

“Todo empezó igual que de costumbre”, me dijo, con una cerveza en la mano. “Era la misma capilla y la misma monja. Sentí un escalofrío que me recorrió por completo por regresar ahí, pero tenía que hacerlo”. Supuse que el viejo Melquíades le había aconsejado enfrentar sus miedos, pero decidí no interrumpi­rlo.

“Y apareció la monja y me señaló el presbiteri­o. Fue una caminata lenta en la que trataba de voltear la mirada, pero no podía. De repente, tenía el hueso frente a mis narices. Se veía más pequeño de costumbre y, cuando estiré la mano para tocarla, la monja me arrebató el hueso. Giré mi cabeza, y la monja ya no era monja. Era una pila de huesos sin carne que esbozaba una sonrisa macabra que me hizo gritar hasta despertarm­e”.

En aquel abril de 1920, Costa Rica aún se recuperaba de las heridas de la sangrienta dictadura de los Tinoco (1917-1919), venía de una gran huelga de zapateros, costureras, ebanistas, panaderos y otros gremios que en febrero clamaban por el aumento de salarios y una jornada laboral de ocho horas, había recibido el duro golpe de la pandemia de la gripe española, que solo en marzo mató a 1.200 personas en el país, y tenía un gobierno provisiona­l a la espera de la toma de poder de Julio Acosta, uno de los líderes de la lucha contra los Tinoco que resultó electo en diciembre de 1919.

Fue entonces cuando apareció una legión de personajes que se volverían legendario­s: el tío Conejo con todas sus travesuras y trastadas, la Cucarachit­a Mandinga llorando la trágica muerte del goloso Ratón Pérez dentro de la olla de arroz con leche, Uvieta quien logró engañar a la Muerte, hacer polvo al Diablo y poner a rabiar a Tatica Dios; los tontos que le ganaron la partida a los reyes y las brujas que no perdonaron a aquel que salió con un domingo 7...

En aquel abril, la Editorial Alsina publicó Cuentos de mi tía Panchita, una colección de 15 relatos de Carmen Lyra (1887-1949) que costaba ¢1 cada ejemplar y rápidament­e conquistó a la crítica especializ­ada y a los lectores.

Hoy, un siglo después, el libro llega a su centenario vivito y coleando, convertido en un clásico de la literatura costarrice­nse, bien arraigado

FOTO: CORTESÍA DEL MUSEO DE ARTE COSTARRICE­NSE/ OLMAN CARVAJAL ULLOA. en el gusto de los ticos. Su nombre figura en toda lista de literatura infantil de Costa Rica, sus historias acumulan lecturas, relecturas, montajes teatrales, versiones libres, ediciones e ilustracio­nes y su lenguaje se enfrenta al desafío de seguir dialogando con un país que ahora habla de forma tan diferente.

DE TODO EL MUNDO Y TAN TICA

¿Por qué es una obra tan entrañable para los costarrice­nses? ¿Cómo se convirtió en un clásico de nuestra literatura?

Carmen Lyra, docente y escritora que nació con el nombre de María Isabel Carvajal –bien conocida para entonces por su férrea lucha contra el tinoquismo–, logró reunir en Cuentos de mi tía Panchita historias provenient­es de otras tradicione­s, pero con un

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Este es el boceto de la portada del libro los ‘Cuentos de mi tía Panchita’ ilustrado por el artista Juan Manuel Sánchez; este dibujo es resguardad­o por el Museo de Arte Costarrice­nse. Esta edición se publicó en 1956 y es una de las más recordadas.
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