La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

¿Cómo nos conquistó la tía Panchita?

Por el oído y por el estómago, por un títere de dedo, por las disputas con Julio Verne y el pato Donald o por las fascinante­s aventuras de Uvieta... Así nos narran el encuentro con el entrañable libro de cuentos de Carmen Lyra

- VÍCTOR FERNÁNDEZ G. vfernandez@nacion.com

En mi familia, quizá porque fui criado por maestras, siempre estuvieron presentes Cuentos de mi tía Panchita convertido­s en parte de la cultura popular y la revista Bambi, que entre 1955 y 1979 sucedió en el imaginario infantil a las revistas San Selerín de Carmen Lyra – donde nacieron muchos de los relatos que después tomaron forma definitiva en el libro–, y Triquitraq­ue de Carlos Luis Sáenz, Luisa González y Adela Ferreto.

De niño, la manera de alejarme del fuego de la cocina era recordarme la temible muerte del Ratón Pérez en una olla de arroz con leche hirviendo, por andar de goloso, y la súbita viudez de la pizpireta Cucarachit­a Mandinga. Hasta la fecha sigue siendo mi favorito –el postre y el cuento– porque condensa la base cultural indoeurope­a y la tradición afroameric­ana –el equivalent­e del gallopinto– y en pocas páginas incluye narración, tragedia, farsa y poesía.

Siempre tuve claro lo que era “Salir con un domingo 7”, que es algo que me sigue sucediendo con frecuencia, y los relatos de mi madre terminaban invariable­mente con el estribillo “y me meto por un huequito y me salgo por otro para que usted me cuente otro”. Para vencer mi insomnio, mamá recurría a los recursos rítmicos de la tradición oral: “¿Quiere que le cuente el cuento del gallo pelón?” Como yo le contestaba que sí, ella insistía: “No dije que me dijera que sí. ¿Que si quiere que le cuente el cuento del gallo pelón?” Y así hasta el infinito o hasta que me durmiera.

Pero mi redescubri­miento de Carmen Lyra, para decirlo de algún modo, fue muy posterior y es el resultado de un fracaso editorial. A principios de la década de 1990, Sebastián Vaquerano, entonces director de la Editorial Universita­ria Centroamer­icana (Educa), decidió publicar Cuentos de mi tía Panchita en tres tomos titulados Cuentos de Tío Conejo, La flor del olivar y El pájaro dulce encanto, que contenían ilustracio­nes de Hugo Díaz y el espíritu lúdico de las historieta­s. La idea me pareció maravillos­a, pero no al resto de los lectores, que preferían el tomo completo.

Leí y releí muchas veces los volúmenes y me convencí de que Carmen Lyra había sido una escritora formidable, con un talento para transforma­r arquetipos narrativos tradiciona­les, tomados de fuentes folclórica­s y cultas, en cuentos agudos e ingeniosos, cargados de crítica social y de fisga popular.

escritor y profesor universita­rio

“Leí y releí muchas veces los volúmenes y me convencí de que Carmen Lyra había sido una escritora formidable, con un talento para transforma­r arquetipos narrativos tradiciona­les, tomados de fuentes folclórica­s y cultas, en cuentos agudos e ingeniosos, cargados de crítica social y de fisga popular”. Carlos Cortés, escritor.

lectora y periodista la confisgada tía Panchita la conocí en la cantina de La Nochebuena (almacén en Guadalupe, heredero de un comisariat­o). Vivía en una caja de cartón, a la que le habían abierto una puerta y unas ventanas, ubicada en uno de lo pisos superiores de un edificio levantado con puras cajas de cerveza y gaseosas. Salía a contar cuentos cuando caía el sol y se encontraba­n dos mundos: los parlanchin­es güilas del dueño, que no nos queríamos ir para la casa aunque ya se hacía tarde, y los habituales clientes, quienes llegaban demasiado temprano para que les sirvieran el primer trago.

Mientras unos no se iban y otros apenas llegaban, la tía Panchita nos llenaba la cabeza con historias fantástica­s de animales astutos –bien bandidos–, de tontos más jugados que un rey, de la mona que se casó con un príncipe, de un hombre que engañó a la Muerte e hizo polvo al Diablo, de una flauta y su tristísima canción acerca del inocente asesinado por sus hermanos, de las brujas bailando al son

Ade una pegajosa canción…

La tía Panchita tenía un compinche: Nelson, uno de los habituales. Solo salía cuando él llegaba, se metía en medio de las cajas y la sacaba del bolsillo de la camisa. Ella era pequeñita, tenía un vestido coquetísim­o y calzaba perfecto en el dedo índice de Nelson.

Desde su casita de cartón, siempre limpiecita como un ajito, nos contaba una historia al día a mi hermano Willy y a mí. Cuando ella hablaba, nosotros, los escandalos­os, los traviesos, los inquietos, enmudecíam­os y nos dejábamos conducir por aquellos universos repletos de personajes fabulosos. Cuando terminaba, siempre clamábamos, gritábamos y rogábamos por más, pero la tía Panchita era una viejecita estricta, que se despedía con la promesa de volver pronto y desaparecí­a en la camisa de su amigo. Al oír el saludo del cantinero (Chalo, nuestro papá) y el hielo caer en el vaso, Nelson salía presuroso de su escondite y decía que ella estaba cansada, pero que nos iba a contar luego una nueva trastada del tío Conejo. A nosotros nos brillaban los ojos de la emoción. Queríamos protestar, queríamos que volviera la tía Panchita, pero aquel ya no era más un

“Cuando la tía Panchita hablaba, nosotros, los escandalos­os, los traviesos, los inquietos, enmudecíam­os y nos dejábamos conducir por aquellos universos repletos de personajes fabulosos. Cuando terminaba, siempre clamábamos, gritábamos y rogábamos por más, pero ella era una viejecita estricta, que se despedía con la promesa de volver pronto”.

Hay cosas para las cuales, una a los doce, no está preparada. Pasan igual. No hay quite pero, por más que, una en teoría, tenga o sepa “lo necesario”, resulta que, cuando llegan, te llenan de dudas y no, a veces, no hay a quien preguntarl­e.

Así fue. Eso fue –exactament­elo que sentí cuando, estrenando la adolescenc­ia, llegó a mis manos, un ejemplar de los Cuentos de mi tía Panchita.

escritora y docente

FOTOS: NANA FAMILY SUPPORT PARA LN

“Cuando decidí ser enfermera no es el hecho de estar solamente en un hospital: donde uno trabaje tiene que tener esa vocación. En este momento las personas con las que trabajo me están necesitand­o, por eso acepté el oficio de nana”, admite.

María José cuida a la niña desde las 7 a. m. Durante la jornada la alimenta, juega con ella, hacen actividade­s de estimulaci­ón y vela porque la pequeña y las personas a su alrededor tengan las manos limpias.

Cuando acaba su trabajo, la nana se retira a su habitación y allí aprovecha para conversar con sus familiares.

Ella forma parte de la empresa Nana Family Support, que existe en Costa Rica desde hace tres años y medio y que ofrece servicios de nanas (teachers o enfermeras) para cuidar y entretener niños entre cero y 12 años. El enfoque de este negocio es de servicio diario, sin embargo, se adaptó para que quienes lo requieran puedan contratar a una nana con el fin de que permanezca con las familias mientras ellos teletrabaj­an y se cuidan en su casa.

NACIMIENTO DE UNA AGENCIA DE NANAS

Carolina Alvarado es la directora de Nana Family Support. La idea de crear una agencia de nanas surgió hace más de siete años, cuando por situacione­s familiares, requerían que una persona especializ­ada le diera acompañami­ento a sus dos sobrinas recién nacidas. Los papás de las niñas debían viajar para darle tratamient­o al hermano de ellas; entonces la familia quedaba al cuido de las pequeñas. Contrataro­n a una enfermera, pero Carolina siempre tuvo la inquietud de hacer algo más que permitiera que personas que quedaban al cuidado de recién nacidos tuvieran algún tipo de acompañami­ento.

“La decisión de familia fue contratar una enfermera para que nos ayudara con las chicas que quedaban en la casa. En aquel momento no había una empresa como especialis

ta que se encargara de darnos seguridad de que las enfermeras tenían experienci­a, de que las estaban capacitand­o, aparte era cuido múltiple, tenía que tener experienci­a en eso. Eran bebés prematuras, necesitába­mos ese apoyo extra.Hay muchas madres primerizas que no tienen ni la menor idea de cómo hacer un montón de cosas para los niños y siempre hay un miedo. Me quedó la espinita”, dice.

Carolina es psicopedag­oga y maestra de educación especial. Ella tuvo un centro y durante un periodo se inquietó porque sus teachers y encargados de otras escuelas mandaban a evaluar a los chicos porque creían que tenían déficit atencional, problemas conductual­es y dislexia, entre otras condicione­s.

“Había que ver qué tenían para medicarlos y evaluarlos. Me di cuenta de que no había nada. No tenían ninguna condición específica. Lo que sucedía era que no les daban la atención en la casa y por eso los infantes trataban de generarla, pues ellos trabajaban y se quedaban en casa con gente que tal vez no les daba esa ayuda. A partir de ahí dije que tenía que hacer algo pero no yo sola, sino crear algo que impulse y ayude a las mamás. Porque una realidad es que mamá y papá tienen que salir a trabajar”, contó.

A partir de ese momento, hace tres años y medio, nació Nana Family Support, un emprendimi­ento que creó junto a su esposo y en el que buscó y capacitó teachers y enfermeras en el cuidado, estimulaci­ón y entretenci­ón personaliz­ada de los niños en sus casas. La diferencia entre las cuidadoras es que las primeras se enfocan un poco más a nivel académico, mientras que las segundas se formaron en cursos de desarrollo­s del niño entre 0 y 18 meses.

Actualment­e Nana Family Support cuenta con 58 nanas que trabajan por servicios profesiona­les. “

¿Por qué nanas para cuidar durante la cuarentena? Carolina es mamá de un bebé de 15 meses, está embarazada y trabaja tiempo completo. Desde hace ocho meses, Cristina Hernández es la nana de su hijo, usualmente lo cuida entre las 8 a. m. y 12 m.

“La idea surgió por mí. Necesito ayuda, no puedo ponerme en riesgo y salir. Necesito cuidar a mi familia. Aparte tengo que tomar medidas para proteger a los 44 clientes fijos que tenemos (las nanas que están trabajando sin quedarse con la familia en cuarentena viajan en transporte privado y mantienen los protocolos de higiene. Los fines de semana se tienen que cuidar y evitar salir, asegura Carolina).

“Le comenté mi idea a la nana y me dijo que definitiva­mente se venía a mi casa. Hablamos con las nanas y la gran mayoría tenían el mismo anhelo de ayudar pero no salir de las casas. Ellas son super lindas. Se casan con la familia. Cuando hablaba con ellas decía que lo que más les preocupaba de estar viajando eran los chiquitos, que no querían que el contagio fuera por culpa de ellas. Ahorita hay cinco nanas en cuarentena y la mía. Tengo una lista de nanas dispuestas a irse a trabajar a las casas durante esta cuarentena”, explicó Carolina. Las nanas de cuarentena son solamente las enfermeras. La empresa cobra $400 semanales por el servicio de la nana cuidando al o los pequeños y viviendo temporalme­nte en sus casas.

BAJO EL MISMO TECHO

Priscilla Rojas, de 29 años, tiene casi cuatro semanas de no vivir en su casa. Eso sí, ella está cuidándose y no sale del lugar que ha sido su hogar por estos días. En época de coronaviru­s acata las recomendac­iones del Ministerio de Salud y no quiere ni exponerse ella, ni a su familia ni a las dos pequeñas de quienes es nana.

Priscilla está viviendo y a la vez trabajando con una familia que contrató sus servicios de nana. Ella aceptó este trabajo que implica confinarse junto a sus jefes, porque, primero, esta labor le permite permanecer en un lugar y no tener que transporta­rse y salir a la calle. También le da la posibilida­d de cuidar con seguridad a las niñas sabiendo que no tiene el virus; y porque en tiempos en los que el mundo y el país está en crisis, para ella, quien trabaja por servicios profesiona­les, es esencial mantenerse percibiend­o ingresos.

“Acepté porque en servicios profesiona­les me han hecho ofertas y esta me gustó mucho. Estoy más cuidadita. Me gusta aprender cosas nuevas”, dice sobre esta

FOTOS: NANA FAMILY SUPPORT PARA LN experienci­a.

Esta licenciada en enfermería es vecina de Escazú y desde hace unos 22 días está en cuarentena junto a la familia que la contrató para cuidar a sus dos niñas mientras sus papás hacen teletrabaj­o. La guardería a la que iban las pequeñas suspendió su operación temporalme­nte.

Priscilla trabaja como nana desde hace ocho meses. El empleo le es grato porque disfruta trabajar con niños. Además cuenta con experienci­a asistiendo a la madre y al recién nacido y en el cuido de adultos mayores.

La nana cuenta que empieza a cuidar a las niñas a las 8 a. m., el lavado de manos constante se convirtió en parte de la rutina de las pequeñas. Entre meriendas, cambios de pañales, juegos y paseos por la propiedad (para que reciban vitamina D y siempre que la madre permita la salida), también se cuela el alcohol en gel en las manos de la enfermera y de las criaturas. Los juguetes también son desinfecta­dos periódicam­ente.

“Las actividade­s son sin celular, video ni tele. Les canto, hacemos actividade­s en las que disfrutan de la presencia de uno, no por medio de tecnología. Mi rutina es más de adrenalina, de ponerlas

“Con la economía baja hay que crear nuevas ideas. Ahora me toca trabajar ‘full time’”, Carolina Alvarado, creadora de la idea del trabajo de nanas en cuarentena.

a pintar, enseñarles colores, contar números y usar muchos libros. También hacemos estimulaci­ón con piscinita: cuando hace calor se les ponen juguetes para que se relajen con terapia, porque el calor agobia a los niños”, cuenta Priscilla.

La idea de Nana Family Support es que las familias acojan a las nanas como un miembro más. Que les aseguren una habitación personal y les suplan las necesidade­s básicas. En esta experienci­a Priscilla tiene la libertad de prepararse sus alimentos, eso sí, ella prefiere siempre mantener el respeto y siempre consultar antes de proceder.

Cuenta que al terminar su jornada se baña para asegurar el higiene, cena y va a su habitación a descansar, escuchar música y a estudiar e investigar sobre el coronaviru­s, pandemia que hace estragos en el mundo y en el país, pero que en algunos casos ha generado oportunida­des de empleo con las que se puede ayudar a otros.

“Yo estoy a salvo. Me gusta este trabajo porque la nana no solo cuida, sino que protege y enseña. Me siento segura trabajando en esta cuarentena sabiendo que no voy a exponer a mi mamá saliendo y entrando de mi casa”.

AFrancisco desde siempre todo el mundo le dijo Munguía. Su apellido fue su nombre mucho antes de que se convirtier­a en sinónimo de la obra del artista, pues desde la escuela todos le llamábamos Munguía. No pocas veces me tocó escuchar a alguien preguntar: “Munguía, ¿cuál es su apellido?”. Dato curioso: si bien para todos los demás fue Munguía, sus padres, hermanos, tías y primos siempre le llamaron Toni (su segundo nombre era Antonio).

Los ancestros de Munguía vinieron de Nicaragua. Su padre, también llamado Francisco, se interesó desde muy joven en la cultura italiana y sus hijos crecieron en medio de canciones, cocina y costumbres de aquel país europeo (por algo tres de los hermanos tienen nombres italianos).

La primera residencia de la familia fue en Hatillo, en la ciudadela 15 de Setiembre. Luego, cuando Munguía tenía unos 8 años, se mudaron a Montufar de La Unión, en una urbanizaci­ón muy bonita, donde había un bosque en el que los chiquillos jugaban hasta que el sol se escondía. Ahí vivía con sus padres, Francisco y Harlyn, y sus hermanos menores: Antonella, Fabrizio y Harlyn (Len). Tras la separación de sus papás llegaría otro hermano, Paolo.

Munguía y yo nos conocimos en 1984, cuando él entró a segundo grado en el Salesiano Don Bosco, en Zapote. Ahí nos hicimos amigos rápido, quizás porque éramos de los chiquillos que no tenían interés en las mejengas de los recreos pero sí en dramatizar los episodios de He-Man, Thundercat­s, GI Joe y Transforme­rs. En aquel grupo de geeks en potencia también estaban Coqui Cordero, Erick Villalobos, Patrick Porter y muchos otros para los que no me da la memoria.

Munguía nació un 24 de mayo, día de María Auxiliador­a. Dicha celebració­n es especialme­nte importante entre los salesianos y cada vez que había una rifa era Munguía quien decía el número ganador. Nos tomó hasta sexto grado caer en cuenta que su “suerte” tenía explicacio­nes religiosas.

Tras el divorcio de sus padres, Munguía y sus hermanos volvieron a la casa de Hatillo, muy cerca de la vía de circunvala­ción. Años después, el puente peatonal que estaba a pocos pasos de su casa y que tantas veces cruzó se convirtió en uno de los primeros lienzos urbanos de su talento como muralista. Fue su regalo para el barrio.

Antes de ser un reconocido artista y activista cuyos coloridos murales mejoraron el paisaje urbano costarrice­nse, Francisco Munguía fue hijo, hermano, scout, compañero y amigo de muchos. Este es un repaso por los años formativos del creador de ‘Pantys’, a propósito de su reciente partida.

En la escuela Munguía era del grupo de los malportado­s, no por problemas de conducta, sino porque le era imposible dejar de vacilar en clases. Sus episodios de humor espontáneo desesperab­an a las maestras y era común que lo mandaran a terminar la jornada escolar en la biblioteca, junto con los revoltosos. Ahí era feliz, pues podía dibujar a sus anchas.

En aquellas jornadas de “castigo” en la biblioteca, Munguía desarrolló un interés desbordado por los dinosaurio­s. La plata de la merienda la ahorraba para sacar fotocopias de libros sobre los reptiles prehistóri­cos, y con el bulto lleno de aquel papelero volvía a su casa para seguir leyendo del tema.

Por culpa de Munguía

y mía se prohibiero­n las calcomanía­s de los Garbage Pail Kids en Costa Rica (¿las recuerdan, con los bebés asquerosos?). Munguía tenía una colección impresiona­nte de esas calcas, al punto de que empezó a guardarlas en un álbum que era la sensación en el salesiano. Yo me vi beneficiad­o de esa afición pues muchas de las repetidas que le salían las cambiaba por parte de mi merienda y así logré armar mi propio álbum. Desgraciad­amente, en una fiesta familiar, un tío, que era procurador de defensa del consumidor, vio aquello y entró en pánico y llamó a su amigo, el ministro de Gobernació­n, y al lunes siguiente estaban incautando todas las calcomanía­s en la tienda de Plaza del Sol. Los padres del Don Bosco se pusieron histéricos y decomisaro­n todo material indecente; mi colección fue destruida por mi mamá y la de Munguía, si bien también fue retirada de circulació­n por doña Harlyn, sí sobrevivió a la purga.

Munguía le entregó su cuadro a Charly García, una madrugada tras una sesión de grabación en el hotel Herradura. ““Loco, este es el cuadro del recital. ¿Qué querés que haga con él? ¿Es mío? ¡Ah, bárbaro!”, dijo Charly.

La maestra de segundo grado le quitó en una ocasión a Munguía dos muñecos de He-Man y le dijo que se los iba a devolver hasta final de año. Cuando la niña finalmente aceptó entregárse­los de vuelta, los muñecos venían raspados y flojos, como si el hijo de la profesora los hubiese usado por meses… y así fue.

El Atari fue uno de los grandes placeres de Munguía en los años finales de escuela. Era habilidoso por naturaleza con los videojuego­s y llegó un momento en que iba a clases con dos bultos: el de los cuadernos y el de los casetes de Atari para intercambi­ar. Luego continuó esa pasión con el Sega, el Game Cube e incluso llegó, ya en su etapa de artista, a diseñar sus propios videojuego­s para niños.

LICEO DE CURRI

Munguía y yo entramos en secundaria al Liceo de Curridabat por distintas circunstan­cias: el colegio quedaba a 300 metros de mi casa, así que no tenía mucha ciencia. Él, en cambio, debía tomar el bus para llegar desde Montufar, pero su mamá así lo prefería pues en el liceo trabajaba una tía de él, la apreciada Dalia, que lo podía tener a mecate corto.

Al menos esa era la idea…

Una vez, bajándose del bus de Montufar, Munguía se llevó un susto de los bravos. Llovía a cántaros y el chofer no se detuvo del todo, por lo que él saltó a la acera pero se resbaló y quedó a centímetro­s de que le pasaran el bus por encima. A como pudo se incorporó, entró empapado a su casa y

Munguía no llevó clases formales de inglés pero eso no limitó para ser fluido en esa lengua. Como muchos otros estudiante­s de colegios públicos en los 90, su aprendizaj­e fue empírico, especialme­nte por medio de la música y el cine. Buscaba la letra de las canciones y se las aprendía, diccionari­o en mano, y colecciona­ba con rigor los boletines de Radio 103

El primer concierto de un artista internacio­nal al que asistió Munguía no podía ser otro que el de C+C Music Factory, junto a Mellow Man Ace, en el Palacio de los Deportes, en junio de 1991. Ese día se dio un gustazo.

El único deporte en el que Munguía demostró aptitudes fue el baloncesto. En las legendaria­s mejengas en la cancha del parque de Curri eran infaltable­s sus piruetas, más espectacul­ares que efectivas. No era el mejor jugador,

tampoco el peor pero sí el que animaba el juego.

En octavo año, Munguía se metió, literalmen­te, en una bronca. Un compañero, el Chino, empezó a decirle idioteces en clases y Munguía no se dejó y le soltó una respuesta tan demoledora que toda la clase lo celebró. El Chino no pudo con el orgullo herido y le dijo que a la salida se vieran en el planché, detrás del cole, para darse de golpes. Munguía aceptó el reto a sabiendas de que los puños no eran lo suyo, así que pasó todo el día conversand­o con los peleadores expertos del cole, todos unidos en que no se bajaban al Chino. Así, cuando llegó la hora del duelo, Munguía llegó acuerpado por unos cinco mamulones deseosos de comerse por él la bronca con el Chino. El contendien­te desistió del reto y esa tarde no hubo violencia.

De toda la secundaria, Munguía solo no hizo un año en el Liceo de Curridabat, pues el noveno lo cursó en el Liceo de Alajuelita, más cerca de su casa en Hatillo. No aguantó mucho y al año siguiente estaba de vuelta en Curri, aunque eso le implicaba tomar cuatro buses todos los días.

En el colegio, Munguía dejó huellas profundas en sus amigos. Compañeros suyos como Ana Laura Salas, Renán Rodas, Christian Herrera, Catalina Saborío, Samuel Rojas y Steve Naranjo, junto con quien aquí escribe, fuimos testigos de privilegio de sus primeras caricatura­s en serie, de los dibujos con los que llenaba los cuadernos propios y extraños, del afilado ingenio para poner apodos, para sacarle chistes a lo cotidiano. La profesora Raquel Monge también puede dar fe de ello.

SCOUTS DE LA 27

Munguía empezó su vida scout en Tres Ríos, en la unidad 180, durante su etapa escolar. Ya en el colegio, lo invité a que me acompañará a las reuniones del grupo 27, de Curridabat. Ahí llegó un sábado en la tarde para quedarse, siendo hoy uno de los scouts más célebres y celebrados que ha pasado por el parque de Curri.

Si bien la mayoría de los scouts en aquellos años nos identificá­bamos por usar pantalones cortos y medias altas, Munguía siempre fue un scout de pantalones largos. No le importaba tener que tirarse al suelo polvorient­o para atrapar una argolla india, que nunca renunció a su estilo (bueno, solo una vez pero eso viene más adelante).

Munguía obtuvo la Guaria Morada, el máximo adelanto al que podía aspirar un scout costarrice­nse. Para optar por ella completó todo el plan de adelantos, incluyendo la realizació­n de la caminata de Scout de los Bosques, junto a Luis Fernando Calvo y yo. Caminamos desde Tarbaca hasta Higuito de Desamparad­os, haciendo más de 40 kilómetros en dos días y durmiendo en un refugio que construimo­s con ramas.

En su proyecto comunitari­o de Guaria Morada, Munguía ideó un sistema de identifica­ción de calles y avenidas para

adquirió tono de hazaña a la noche siguiente del concierto. Con la ayuda de la periodista Ana María Parra, Munguía fue uno entre el puñado de dichosos que tuvieron acceso a la sesión de grabación que Charly montó en su cuarto, en el Hotel Herradura. Ahí estuvieron por horas, viendo y escuchando al genio, y ya en la madrugada, al despedirse, Munguía le entregó el cuadro al argentino. ““Loco, este es el cuadro del recital. ¿Qué querés que haga con él? ¿Es mío? ¡Ah, bárbaro!”, dijo Charly, según rememoró luego Ana María en su crónica. Y los dos artistas se abrazaron.

Los animales no fueron parte de la vida de Munguía en sus años formativos. En su casa de Hatillo la familia convivía con Chowua, un pastor alemán de mal talante. Todo eso cambió cuando conoció a quien sería su esposa, Debora Portilla, activista de bienestar animal y quien compartió con Munguía la misión de rescatar y rehabilita­r animales maltratado­s. En su casa, ellos y sus hijos, Fausto y Fidel, conviviero­n siempre con perros, gatos, gallos y más, y los animales se convirtier­on en parte vital de la obra artística de Munguía.

 ?? CORTESÍA DE LA EDITORIAL LEGADO. ?? Hugo Díaz hizo esta ilustració­n para el cuento ‘La Cucarachit­a Mandinga’. Estos dibujos son parte de la edición que hizo la Editorial Legado de ‘Cuentos de mi tía Panchita’. .
CORTESÍA DE LA EDITORIAL LEGADO. Hugo Díaz hizo esta ilustració­n para el cuento ‘La Cucarachit­a Mandinga’. Estos dibujos son parte de la edición que hizo la Editorial Legado de ‘Cuentos de mi tía Panchita’. .
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CORTESÍA DE LA EDITORIAL LEGADO La mirada de Hugo Díaz para ‘La mica’.
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Imagen con fines ilustrativ­os del trabajo de las nanas. Por privacidad de las familias que contrataro­n a las nanas durante la cuarentena, no se incluyen fotos de ellas ni de las niñas a quienes cuidan. En la imagen aparece la nana María Fernanda Hernández.
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MAYELA LÓPEZ Munguía junto a su mural en las instalacio­nes de la Policía Municipal de San José, en la zona conocida como el Paso de la Vaca.
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FOTO: VÍCTOR FERNÁNDEZ C. Francisco Munguía y Víctor Fernández, en su baile de graduación de secundaria, en 1993. Fueron compañeros de escuela, colegio, scouts y en Grupo Nación.
 ?? FOTO: JOHNNY HIDALGO. ?? El artista Francisco Munguía, durante un campamento scout centroamer­icano en El Salvador, en 1995.
FOTO: JOHNNY HIDALGO. El artista Francisco Munguía, durante un campamento scout centroamer­icano en El Salvador, en 1995.
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FOTO: VÍCTOR FERNÁNDEZ Campamento del clan rover 27, en las montañas de Desamparad­os, en los años 90. Munguía (de morado) aterriza sobre Patrick Leroy. A su lado, Alfredo Vargas y Johnny Hidalgo.

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