La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

IRRACIONAL­ES

- ÍÑIGO LEJARZA ilejarza@gmail.com

Se habían tardado en aparecer. Ya habíamos visto amagos, pequeños brotes fallidos. Apenas asomaban como tímidos botones. Pero con las primeras lluvias, y el agravamien­to de la situación general, ya han floreado. Y seguro que aún no las estamos viendo en todo su esplendor.

Pero las veremos. Porque las ideas irracional­es siempre han estado ahí, como bacterias congeladas, como osos hibernando, como raíces ocultas. Y ahí estarán por siempre.

Fui educado por religiosos razonables que no supieron, o no pudieron, instilarme otra fe que no fuera la de la razón. “Lo más triste es que nosotros os enseñamos a pensar y vosotros os hacéis marxistas”, fue la despedida con la que me liberaron y me dijeron adiós. Y así me fui a la universida­d: joven, ingenuo y racional. Convencido, después de tanto historicis­mo, de que la historia seguía una flecha de progreso que, como la del tiempo, volaba en una sola dirección. Sin retrocesos. Avanzaba, optimista y jubilosa, a un mañana exento de dolor, de injusticia y de superstici­ón.

Me parece ahora que solo el peculiar desdén que, de jóvenes, mostramos por todo lo que representa­n ellos en poco más una generación, les había tocado vivir, en el ámbito geográfico de lo que se suponía era el summum bonum de la civilizaci­ón, dos guerras mundiales y una guerra civil. Conflictos que evidenciab­an, a las claras, que mi optimismo era más que infundado.

La vida y unos magros estudios de psicología se han encargado de mostrarme, con evidencia más que abundante, que ni nuestra biología ni nuestra historia brindan fundamento suficiente para ese optimismo. Más bien, al contrario.

Todo parece indicar que, como especie, no desarrolla­mos la capacidad de razonamien­to para hilar silogismos en modo tollendo tollens ni para desarrolla­r complejos sistemas de ecuaciones diferencia­les, o redes multicapa, para modelar pandemias, que también. Todo apunta a que estas habilidade­s son subproduct­os de una capacidad desarrolla­da con el propósito específico de aquilatar la veracidad de las intencione­s y las palabras de otros congéneres con los que nos veíamos obligados a convivir en grupos humanos de tamaño creciente.

Por eso, razonar no es algo que se nos dé en forma natural. Pertenece, como diría la psicología contemporá­nea, no al sistema 1 (que guía nuestras acciones en forma intuitiva, inconscien­te, emocional y rápida) sino al sistema 2 (que es, por contraste, reflexivo, consciente, racional y lento).

Por si esto fuera poco, estamos pésimament­e equipados para hacer cálculos, estimar probabilid­ades y calcular riesgos. Y así tuvimos que poner, como sociedades, costos de respuesta a manejar sin cinturón de seguridad, a no usar sillas especiales para los niños pequeños o a manejar bajos los efectos del alcohol. Porque nuestro optimismo infundado nos hace subestimar la probabilid­ad de infectarno­s por tener sexo sin protección, de perder el trabajo y quedaros sin ingreso, o de que nos azote una pandemia.

Para mayor rubor, sabemos ahora que tenemos tendencias naturales a percibir y evaluar lo que nos sucede en formas que son sistemátic­amente sesgadas.

Que sacamos conclusion­es a partir de evidencia más que tenue; que tendemos a ver aquello que queremos ver y que refuerza nuestras ideas; que nos aferramos a aquellos cursos de acción en los que ya nos hemos involucrad­o porque nos duele desistir; que tendemos a encontrar patrones aún donde no los hay, etcétera, etcétera, etcétera.

Por eso, no es de extrañar que, en pleno siglo XXI, sigamos teniendo cultores de la astrología y las cartas astrales, iridólogos, frenólogos, tarotistas, quiromante­s, rabdomante­s, terraplani­stas, antivacuna­s e, incluso, izquierda feng shui. Todo ello pese a la universali­zación de la educación, la proporción creciente de población con formación superior, el acceso cuasi universal al conocimien­to y los bienes de la cultura vía Internet y la cantidad ingente de informació­n y evidencia disponible­s.

Porque la irracional­idad es producto del irracional­ismo, del pensamient­o mágico, que es, nos guste o no, nuestra línea base. Como lo han atestiguad­o los anuncios de líneas desde que los diarios existen.

Quienes sostienen actitudes irracional­es no son, necesariam­ente, personas ignorantes: las hay muy bien educadas. No son ni estúpidos ni idiotas, como diría aquel. Son personas como usted y como yo, que encuentran mecanismos psicológic­os para mitigar sus carencias y sus dolores. Y por eso creen no que son ignorantes o sino que hay una conspiraci­ón para ocultarles informació­n. O que no les correspond­e a ellos justificar sus asertos, sino a los demás demostrarl­es que son falsos. O que creen que todo es una conspiraci­ón para socavar lo que es su visión de mundo y su forma de vivir, por lo que lo viven como una amenaza. O porque, sencillame­nte, y tratándose del poder, los intereses en juego son muchos y las opciones poco digeribles. O porque ven en el cultivo de estas ideologías una vía de acceso al poder. Que también los hay: no todo es pura ingenuidad.

Han estado, están y estarán con nosotros hasta el fin de los tiempos, generación tras generación. Si son actores de buena voluntad, habrá que encararlos con cariño, como a los amigos borrachos. Y tolerarlos, mientras no crucen los límites de la ley. Si no lo son, tendremos que cuidarnos. Porque de lo que sí debemos guardarnos, porque eso sí e peligroso, es de permitirle­s definir nuestras políticas públicas.

Asquerosam­ente mala. La celestina de Jeffrey Esptein y proveedora de “carne fresca”, para los apetitos sexuales de su selecta red de ricos y poderosos amigos, es de las peores clases de virus que amenazan la salud pública del mundo.

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