La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical
Las otras Maxwell
como una mariposa por los exclusivos círculos sociales de América y Europa.
Pronto partió migas en la boda de Chelsea Clinton, posó con Arianna Huffington y Martha Stewart, y robó cámaras en Vanity Fair con Elon Musk. Pero, la vedette era Ghislaine.
Si el lector la viera ahora, vestida de presidiaria, y enjaulada como un pajarito mojado, apenas podría imaginar el estilo con que seducía, atraía, endulzaba y enamoraba a las jovencitas, para servirlas a los deseos de los clientes de Epstein.
Un amigo de la familia, Christopher Mason, la describió en el esplendor de su madurez: “fantásticamente amena, graciosa, vulnerable. Era hermosa, con cabello negro corto, aretes largos, pantalones o ropa ajustada y zapatos con tacón alto.”
Ghislaine tenía desbordado el histrionismo y llevaba su personalidad al límite, era el centro de gravedad de toda fiesta en Nueva York, desde un baby shower hasta un sex party.
Entonaba canciones que podían enrojecer a un fauno, hablaba con liberalidad de sus correrías sexuales, sus historias salaces eran la comidilla de la estirada sociedad neoyorquina.
La “socialité” lucía delgada para su amante, gracias -según ella- a la dieta “Auschwitz”. Cuando le preguntaban por el nombre, decía: “la que los nazis pusieron a los judíos. Sencillamente no como.”
Tenía su propio avión privado, mansiones en Manhattan y Florida. La primera era de cinco pisos; ahí vivió con Epstein, un desheredado de Coney Island, que apenas terminó el colegio y ella lo conectó con reyes, príncipes, políticos, empresarios, luminarias y sepa Dios quien más.
CHICAS BASURA
Ghislaine y Jeffry compartieron cama y negocios. Él organizó una red de pedófilos; ella consiguió los clientes, algunos deslenguados la vincularon a pervertidos como Harvey Weinstein o mentirosos como Clinton.
La madre. Elizabeth Meynard dedicó su vida a estudiar el Holocausto, se doctoró en Oxford a los 60 años y murió en el 2013, en un apartamento prestado y pequeño.
Las hermanas. Cristine e Isabel, las gemelas de la familia Maxwell, se casaron con hombres poco convencionales; la primera con Robert Malina, cienciólogo y ocultista; la segunda con Al Seckel, investigador de fenómenos paranormales.
Los testigos en su contra juran que era la asistente, ama de llaves y organizaba la vida de Epstein; si bien su labor consistía en reclutar menores, ganar su confianza y atraerlas a las perversas garras de su concubino.
El negocio prosperó pero la relación se acabó en el 2008, justo cuando condenaron a Jeffry a 18 meses de cárcel por prostitución de menores. Eso no la deprimió, más bien siguió con la juerga y en el 2015 desapareció del mapa.
La casa donde vivió en Nueva York la vendieron en $15 millones y borró su rastro, hasta que tras casi un año de buscar hasta debajo de las piedras, la policía logró cazarla en un lugar digno de su alcurnia: la mansión Tucke Away.
En una comparecencia virtual -al estilo covid-19- la demacrada Maxwell lloró como una Magdalena, cuando la enviaron a seis meses de prisión preventiva, acusada de media docena de cargos por tráfico de menores.
Sus defensores solicitaron una fianza de $5 millones, avalada por seis personas y una propiedad de casi $4 millones en Gran Bretaña. También aceptaron entregar los tres pasaportes de la acusada: estadounidense, francés e inglés.
Incluso, rogó a la jueza Nathan, que tuviera piedad porque podía contagiarse del coronavirus; pero de nada valieron sus quejas y tendrá que esperar al otro año, si está viva, para demostrar su inocencia.
Como una rata en un laberinto, la muerte es la única salida. Ahora es una apestada, proxeneta, y de estar en la lista de los VIP pasó a la de los abusadores sexuales.
A los 58 años, si le van bien podría quedar libre a los 70, pero sin un centavo porque todo lo gastará en abogados; y pocos de sus entrañables compañeros de juerga querrán tomarse un té, al atardecer, con una convicta sexual.
Nació con estrella y acabó estrellada. Cometió muchos errores, pero el más grave fue hacerle cosquillas a un dragón dormido.