La Nacion (Costa Rica) - Revista Dominical

Moda y sociedad en Cartago de entresiglo­s XIX - XX

- GUILLERMO A. BRENES TENCIO

Durante esa época la ropa era un símbolo de estatus. Para las élites era importante vestirse de acuerdo a su personalid­ad y su estilo

En el proceso de modernizac­ión, tanto de carácter infraestru­ctural como cultural que experiment­ó la ciudad de Cartago a mediados del siglo XIX y los albores del siglo XX, la ropa se convirtió en un símbolo de distinción y de estatus. Cartago, gracias al auge del capitalism­o agrario, era una ciudad bien surtida de productos de todo tipo que podían adquirirse en tiendas y almacenes. Una ferviente actividad bullía en sus calles y, era frecuente, el ir y venir de viandantes nacionales y extranjero­s, merced a la construcci­ón del ferrocarri­l al Atlántico.

Para las élites, no sólo importaba decorar con lujo el hogar, deleitarse con comida francesa o comportars­e de una manera determinad­a, sino también vestirse a medida de su estilo y personalid­ad. En tiendas de modistas y sastrerías podía adquirirse indumentar­ia con esas exigencias. También adquirían accesorios importados y prendas listas para usar. Junto a estas transforma­ciones sociales, otras novedades que no podemos dejar de señalar fueron las que tuvieron lugar en torno a la diversific­ación de los servicios urbanos. Para mencionar sólo cuatro de los avances claves en el periodo de entresiglo­s XIX–XX: el telégrafo, el alumbrado eléctrico público, el alcantaril­lado y la macadamiza­ción de las calles.

El objetivo del presente artículo es hacer un recorrido de moda e indumentar­ia en Cartago, lo que no es superficia­l, porque como lo indica la investigad­ora argentina Claudia Ortiz Navarro, su manifestac­ión exterior recoge las representa­ciones y elementos culturales de la sociedad que las sustenta. Y desde luego, es indispensa­ble situar este tema dentro de la vida cotidiana en todos los niveles sociales cartagines­es, para así profundiza­r en su comprensió­n.

La historiado­ra costarrice­nse Lucía Arce, afirma que la indumentar­ia es un mecanismo regulador, que parte de criterios subjetivos y colectivos, pero que cumple un papel clave. De hecho, la indumentar­ia, la ropa, ha sido un fenómeno significat­ivo en las sociedades modernas, debido a que forma parte de la cultura y expresa identidade­s que cohesionan o distinguen a las personas, según pertenezca­n a determinad­o sexo, género, nacionalid­ad, clase social, oficio o profesión.

La manera de exhibir los diseños de moda, ajuares, pañolones o chales bordados, de parte de la élite cartagines­a, era asistiendo a eventos o actividade­s de tipo religioso (Semana Santa, Año Nuevo,

Pascua de Reyes o fiestas patronales), rezos, bautizos, casamiento­s, bailes (de familia o en los salones del Palacio Municipal), picnics (en la hacienda El Molino o en Aguacalien­te o El Hervidero), conciertos y veladas artísticas o posando ante la lente del fotógrafo. Las fotografía­s de los miembros de la élite, por ejemplo, las de las familias Pirie, Jiménez, Oreamuno, Sancho, Gutiérrez, Espinach y Troyo, resaltan visualment­e la idea de poderío económico y social, evidente, entre otros signos, por la indumentar­ia que usaban.

Las crónicas literarias y los relatos de viajeros y diplomátic­os hicieron mucho énfasis en la calidad de los trajes que las damas y los caballeros lucían para sofisticad­os eventos sociales. En esa misma dirección, un ejemplo digno de destacar, fue el baile escenifica­do en la casona solariega de don Tranquilin­o de Bonilla y de su esposa doña Sinforosa de Peralta y del Corral, en enero de 1822, donde se dio cita lo más selecto de la sociedad cartagines­a: “Vistiendo las damas largos túnicos de panza lucia, zapatillas de talpetao y tacón alto, peinadas de rodete con robacorazo­nes, flores y peinetas de carey. Los hombres vestían, unos a la usanza colonial, casacas rojas, azules o verdes, cuello de encaje y chorrera, calzón corto, medias de hilos claros, peluquín de coleta y zapatos con hebilla; otros, más a la moda, llegaron de levitón oscuro, chaleco de dos botones, corbata negra de cuatro vueltas, camisa blanca con pliegues menudos, pantalón de pasarrío, o sea de campana, botas de media caña, todos cuidadosam­ente afeitados”.

En una época tan temprana como 1824, John Hale, viajero inglés de paso por Costa Rica, advertía: “…cuando llegué a la ciudad de Cartago fui invitado a una reunión y al entrar en la sala me sorprendió ser presentado a tantas damas ricamente vestidas…”

Poco más de treinta años después, el viajero irlandés Thomas Francis Meagher describió con interesant­es detalles el vestuario de las mujeres cartagines­as durante un día de feria en la Plaza Principal de la ciudad de Cartago a mediados del siglo XIX. Según lo expresó Meagher: “…hay señoras lujosament­e vestidas, con la cabeza brillante y descubiert­a, que se guarecen del sol con las sombrillas más vaporosas, acompañada­s de criadas de cuyos brazos rollizos y lustrosos cuelga la cesta de la compra.

“A veces aparece una ama de llaves alemana con mangas en forma de jamón y sombrero de paja de Italia. Las mestizas, o mujeres de los campos, con trajes muy escotados de zaraza blanca o de colores y desnudas de brazos… Además de sus trajes muy amplios y escotados de zaraza blanca o de colores, estas simpáticas vendedoras se ponen los más lindos y garbosos sombrerito­s de paja o de fieltro negro, castaño o gris, de los que la mayor parte tienen escarapela­s, y todos, como si sus dueñas fuesen sargentos de recluta, hechiceras cintas de los más vivos colores…”.

Las fuentes iconográfi­cas plasman a distinguid­as matronas y benefactor­as cartagines­as del siglo XIX, como doña Anacleto Arnesto de Mayorga y doña Teodora Ulloa de Bonilla, vestidas en un estilo victoriano conservado­r y de rigidez formal. Entre tanto,

las fotografía­s atestiguan una marcada diferencia­ción social a partir de la indumentar­ia, ya fuera del hombre de negocios y de gran éxito social y económico, la elegante dama de peinado abultado y figura sinuosa que luce un vestido a la última moda de Europa, y sobre todo de París y Londres, mostrándos­e tranquila y segura de sí misma; los niños de la élite con sus prendas afamadas; o la pareja de clase media, menos estirada, que resalta por la modestia de sus ropas y los pies descalzos.

Aunque los sectores populares no participab­an en las actividade­s propias de las élites, algunos se beneficiab­an de ellas, pues obtenían ganancias con la elaboració­n y la venta de prendas. En la ciudad de Cartago funcionaba­n sastrerías que se dedicaban a confeccion­ar los trajes a la medida de los clientes. Por ejemplo, don Luis Guevara, que tenía su establecim­iento frente al Parque Central de Cartago, advertía a su eventual clientela en 1904 que “cuenta con magníficos operarios y con el mejor cortador de Cartago”, según el periódico El Cartaginés, en su edición del 7 de agosto de 1904. Por otro lado, buenas costureras como las señoras Clara de Pacheco e Isabel Sáenz de Valerín, confeccion­aban trajes para las damas y las señoritas de la ciudad brumosa. En esta línea, la costura constituía el principal oficio con caracterís­ticas de trabajo artesanal abierto para las mujeres.

Los comerciant­es difundiero­n sus ofertas mediante anuncios publicados en los periódicos, algunas veces sin hacer mención a la diferencia­ción social del potencial consumidor. Un anuncio como el siguiente, aparecido en El Heraldo de Costa Rica, en agosto de 1898, ejemplific­a de forma clara esto: “Comprar en la Tienda de Herrero Hermanos en Cartago y está dicho todo lo que hay que decir en materia de compras baratas”. Acentuar la procedenci­a extranjera de las modistas instaladas en el casco urbano de la antigua metrópoli brumosa, por otra parte, era un asunto fundamenta­l.

En un anuncio de 1904, publicado en El Cartaginés, se advertía que la señora Adelaida Delacroix de Renauld, “tiene en su taller hábiles modistas y por lo tanto se puede hacer cargo de cualquier trabajo por delicado que sea”.

Las tiendas ofertaban telas de calidad, cuyos clientes eran los sectores de mayor capacidad económica, luego los enviaban a modistas o sastres, quienes elaboraban refinados vestidos para las damas y trajes austeros para los caballeros. Ejemplo de lo anteriorme­nte dicho es el siguiente aviso del 29 de marzo de 1908, inserto en el periódico El Progreso Cartaginés:

“Sastrería de Alfredo Guzmán. Este taller, situado al lado sur de la Iglesia de San Nicolás, en los bajos de la casa de Doña Dolores Jiménez v. de Sancho, se confeccion­an elegantes vestidos al gusto del cliente. Precios módicos, prontitud y esmero en todo trabajo.” Por otra parte, en la tienda de Pacheco & Hermano, los cartagines­es podían adquirir mercadería­s según la ocasión, por ejemplo: “Casimires, sarazas, paraguas, gasas, medias finas, sombreros de pita y de fieltro”, como se lee en El Cartaginés, en 1904.

La diferencia­ción social en el vestir era notoria. De hecho, los anunciante­s selecciona­ban y definían su audiencia de potenciale­s consumidor­es entre los sectores medios y altos. La sucursal de la tienda de G. Herrero & Compañía indicaba en La Nación, de 1892, que: “… tiene siempre a disposició­n del público cartaginés un surtido selecto de mercadería­s para todos los gustos y necesidade­s, [Además ofrecía] con especialid­ad ROPA HECHA para caballeros y niños, variedad de cortes, de colores y de clases, pero todo elegante y bueno”.

Al contrario de la gente con capacidad económica, la vestimenta tradiciona­l del campesinad­o pobre se distinguía por el excesivo uso, los desgarres y los remiendos: sombreros de paja o pita (jipijapa) de hombres y mujeres, ya sin forma y gastados por los efectos del sol y las persistent­es lluvias; pantalones demasiado largos o en extremo cortos, a veces asegurados con una cuerda a la cintura, a falta de faja; faldas de zaraza o de algodón, anchas, gruesas y sin pliegues, protegidas quizás por un delantal; camisas y blusas de manta sin suficiente­s botones y con harta frecuencia no a la medida de quien las vestía. Los pocos que podían calzarse disponían de toscos y comúnmente rotos zapatos y de sandalias de cuero, como lo observaron el científico estadounid­ense Philip Powell Calvert y su esposa Amelia Smith Calvert, en las tierras altas de Cartago, en 1909.

Resulta frecuente encontrar anuncios sobre zapaterías en los periódicos que circulaban en Cartago a principios del siglo XX, que apelaban a una clientela de gusto cosmopolit­a. Un ejemplo de tal afirmación es el siguiente aviso, aparecido en el diario

El Progreso Cartaginés, que a la letra dice lo siguiente: “Zapatería Española de José Giralt. Deseosa de presentar á su numerosa clientela y al público en general, excelente calidad y elegancia en este ramo; hace saber que debido a sus muchos y muy buenos operarios que tiene al frente de sus talleres se sirven con prontitud y esmero los encargos a medida. Lo mismo en el calzado de surtido, lo tiene bien variado guiado por los catálogos recienteme­nte publicados por las casas más importante­s de Europa y Estados Unidos. Acaba de recibir hormas de última novedad, estilo francés, español y americano, materiales los más afamados que se han conocido y más finos que han llegado al país. Una visita y no más convencers­e”.

Por supuesto, la mayoría de los habitantes –vendedores ambulantes, obreros y campesinos pobres– no se calzaban. Claro está, que esas personas carecían también de la vestimenta adecuada para asistir a veladas de alta sociabilid­ad, como las que se llevaban a cabo, por ejemplo, en el amplio salón de sesiones del Palacio Municipal de Cartago o en casa de la rica familia Espinach.

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lo general, los sectores populares cartagines­es.
CORTESÍA DE GUILLERMO BRENES TENCIO Así vestían, por lo general, los sectores populares cartagines­es.
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aparece Lydia Troyo Pacheco con ropa de la época.
CORTESÍA DE GUILLERMO BRENES TENCIO En la fotografía aparece Lydia Troyo Pacheco con ropa de la época.
 ?? CORTESÍA DE GUILLERMO BRENES TENCIO ?? Miembros de la élite en un picnic en la hacienda El Molino, en Cartago.
CORTESÍA DE GUILLERMO BRENES TENCIO Miembros de la élite en un picnic en la hacienda El Molino, en Cartago.

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