La Nacion (Costa Rica)

El portazo

- Jacques Sagot PIANISTA Y ESCRITOR

El carajillo iba en el asiento de atrás con la mama, jugando con la manivela de la ventana. Haciéndola subir, haciéndola bajar, dándole vueltas, jalándola, manoseándo­la como un endemoniad­o. A la mama, por supuesto, ni se le ocurrió llamarlo al orden. Y yo veía subir y bajar la ventana, amigo, y oía la manivela chirriar, y chirriar, y chirriar… era como si al carro mismo le doliera lo que le estaban haciendo, como si tuviera terminacio­nes nerviosas que sentían el maltrato.

Pucha, y yo aguantando y aguantando. Si hubiera sido un servicio corto me hubiera hecho el tonto, compañero, pero íbamos hasta Coronado, eran las seis de la tarde, y las presas… bueno, para qué le cuento. Esas presas en las que terminan por dolerle a uno los tobillos, de tanto estar accionando los pedales, para avanzar dos metros, cincuenta o treinta centímetro­s y volver a parar… es de volverse loco, amigo.

Y el carajillo seguía obsesionad­o con la ventana. Era como si nunca hubiera visto cosa semejante, como si estuviera descubrien­do la palanca, la rueda, el fuego.

Por fin le rogué a la señora, con todo respeto, que disciplina­ra al chiquito. Me salió con el cuento de que su hijo estaba en la edad de la curiosidad, y que era muy saludable que quisiera averiguar cómo funcionan las cosas mecánicame­nte. Que eso era signo de inteligenc­ia, y que ella debía incentivar ese tipo de conducta.

Yo me mordí los labios y seguí. Pero la presa, amigo, era ya una cosa sólida, espesa… llegó el momento en que ya no avanzábamo­s un centímetro. El tobillo derecho me estaba matando, y el güila seguía jugando con la manivela.

Para colmo, comenzó a brincar sobre el asiento. Imagínese usted, amigo: con lo que cuesta reparar ese tipo de material. Hubo un momento en que logramos agarrar cierta velocidad, entonces me dije: “Voy a pegar un frenazo para que este mal parido se rompa la nariz contra el asiento de enfrente… Pero no lo hice.

Me imaginé el sangrerío en todo el taxi, la gritadera de la mama: habría que devolverse de emergencia al hospital, yo pierdo el servicio, la vieja no me paga… No, hubiera sido un desmadre aquello. Pero mire que ganas no me faltaron: un buen frenazo en seco y ese carajillo brincando en el asiento se hubiera llevado su buen güevazo contra mi respaldar.

Al rato volvió a sentarse, pero empezó de nuevo a darle con la manivela. Los chirridos eran cada vez más ásperos, y el mecanismo se estaba aflojando. Le volví a implorar a la señora que le pidiera que no me jodiera la ventana, pero me dijo que ella no debía bloquear el proceso de aprendizaj­e de su crío, que si yo no había tenido hijos, que la criaturita estaba en ese momento en que todo el mundo era para él algo nuevo, maravillos­o, que pedía ser explorado, y que hubiera sido un… ¿qué diantres fue lo que me dijo?... un error pedagógico, sí, eso fue: un error pedagógico, reprimir su necesidad de conocimien­to.

Bueno, amigo, pues hice lo único que procedía hacer. Apreté el botón que tengo aquí, a mano, y bloqueé la ventana. Ya no se movía el vidrio ni para arriba ni para abajo. El carajillo le hizo fuerza a la manivela, pero se quedó todo frustrado al ver que el juguetito ya no le funcionaba. Comenzó a chillar. La mama me enjachó: yo era un amargado, no conocía nada de psicología infantil, no tenía alma, y denuevo: era unamargado.

Yo le dije que si quería suspendíam­os el servicio y la dejaba ahí mismo. Lo que es más: le propuse que no me cancelara nada, que se bajara ya y diéramos por cerrado el trámite.

Me dijo que si no fuera porque esa zona era tan peligrosa se bajaría ahí mismo, y que no tenía que regalarle el servicio, que ella pagaba, y… pues, de nuevo, que yo era un amargado.

Yo, amigo, con todo respeto, le dije: “Señora, mire, si usted me paga los treinta mil colones que cuesta reparar la ventana, yo dejo que su chiquito siga jugando con ella, pero como le digo: son treinta mil, y me los tendría que cancelar ya mismo”.

Por enésima vez me enteré de queyo eraun“amargado”, yademás me dijo que qué clase de cacharro era el mío, que ni que fuera un Lamborghin­i, qué por quién me tomaba yo, que ni que fuera Paul Walker, el de los Rápidos y

furiosos, que mi carrito era un gajo, y que arreglar esa porquería de ventana no podía costar treinta mil pesos.

Bueno, yo ya no discutí más. Claro, el carajillo seguía esmorecido de la rabia y la frustració­n. Por el retrovisor lo veía brincando de la cólera sobre el asiento, rompiéndom­e la felpa que yo venía de cambiar hacía un mes, y todavía estaba suavecita y olía a nueva. Volví a pensar en pegar un buen frenazo, y amigo, es que por fracciones de segundo no lo hice… la verdad, no sé ni por qué.

Por fin los dejé en la casa, allá casi llegando a San José de la Montaña, con una presa infernal y bajo un aguacero que le mojaba a uno hasta los pensamient­os.

La mama me hizo la plata tira- da desde el asiento de atrás. Yo ni la conté: fue un diluvio de monedas que quedaron perdidas debajo de los asientos, por todas las rendijas del carro.

Y luego hizo lo que hacen todos los clientes maleducado­s. Lo de siempre. Lo inevitable. Yo lo vi venir. No le pedí que no lo hiciera, porque supe que sería inútil. Es así como se vengan todos. Esa es su represalia. Nunca es otra.

Con ese gesto concentran y expresan todo el odio que experiment­an. Es un acto que vale por mil palabras, y que equivale a un golpe, a una bofetada. Una bofetada, sí, contra esa extensión de mi cuerpo que es mi carro. El portazo. Un portazo de esos mandados con saña.

Yo no tuve siquiera tiempo de detener la puerta, además, el güevazo fue tal que me dio miedo que me quebrara la mano. Esos portazos, amigo, duelen en el alma. Y duelen en el cuerpo también, por raro que le parezca. Y nosotros tenemos que aguantárno­slos varias veces al día.

El portazo, el portazo… con eso lo dicen todo. No hay ley contra eso, no tenemos protección, no hay manera de evitarlo. Uno lo ve venir, uno siempre sabe cuándo se avecina… pero es como un relámpago, un sunami, un ciclón: cosas que no se pueden detener.

El portazo, amigo, el portazo. Y esa ha sido mi vida.

El golpe es como un relámpago, un sunami o un ciclón: cosas que no se pueden detener

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FOTOFILTRO/NORBERTO H. LABIOSA
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