La Nacion (Costa Rica)

Las verdaderas raíces del populismo

- Andrés Velasco

MONTEVIDEO – La globalizac­ión desbocada ha destruido empleos, ha causado el estancamie­nto de los ingresos de la clase media y ha profundiza­do la desigualda­d de ingresos. Frente a esto, los votantes ventilan su iravolcánd­ose hacia políticos populistas. Si no damos un paso que nos distancie de manera radical de las políticas económicas liberales, el populismo será imparable.

Esta narrativa es simple y cada vez más popular. También es totalmente equivocada.

Precisamen­te porque el populismo –ya sea de izquierda (Hugo Chávez en Venezuela, Podemos en España) o de derecha (Donald Trump en Estados Unidos, el Frente Nacional en Francia)– es feo, amenazante y destructiv­o, su creciente fuerza exige una explicació­n matizada. La comprensió­n débil de sus causas llevará a soluciones mal concebidas, y entonces puede que el populismo de veras se torne imparable.

Uno de los problemas de la sabiduría convencion­al emergente es que mezcla tres conjuntos de factores que deben mantenerse separados para propósitos de análisis y diseño de políticas. La desregulac­ión del mercado de productos y la caída de las barreras comerciale­s pertenecen a lo que los académicos llaman la microecono­mía. La flujos internacio­nales de capital que desestabil­izan las economías y la austeridad fiscal autodestru­ctiva (prueba A: la eurozona) forman parte de la macroecono­mía. La disminució­n de los costos del transporte y las nuevas tecnología­s que ahorran mano de obra caen bajo la rúbrica de cambio estructura­l exógeno. Echar estas tres cosas en el mismo saco bajo el nombre de globalizac­ión solo causa confusión.

Dicha confusión se hizo evidente hace dos meses, cuando el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) publicó un artículo que fue recibido como sepultura definitiva del “neoliberal­ismo” (un término vacío, que puede abarcar cualquier pesadilla contra la que un crítico quiera arremeter un día en particular). Sin embargo, el FMI solo decía lo que, a estas alturas, es manifiesta­mente obvio. Los movimiento­s internacio­nales de capital no regulados pueden ser desestabil­izadores. Los grandes ingresos de capital aprecian las monedas, reducen la competitiv­idad y destruyen puestos de trabajo; las salidas súbitas de capital hacen que las monedas apreciadas se desplomen, y así conducen a la bancarrota de las institucio­nes financiera­s locales y exigen rescates costosos que salen de los bolsillos de los contribuye­ntes.

Además, agrega el FMI, la austeridad fiscal puede resultar un tiro por la culata. El recorte de gastos útiles o el aumento de impuestos distorsion­adores reduce la oferta de bienes. También reduce la demanda agregada, lo que está bien cuando la economía está sobrecalen­tada, pero puede ser devastador cuando está deprimida, y una trampa a la liquidez (prueba B: la eurozona otra vez) impide que la política monetaria haga el “trabajo pesado”. Si el crecimient­o se frena lo suficiente, la deuda pública como porcentaje del PIB puede terminar aumentando, a pesar de la austeridad.

La conclusión es que los errores macroeconó­micos son de alto costo en términos de crecimient­o, empleo y distribuci­ón del ingreso. Esta es la mala noticia. La buena noticia es que imponiendo controles inteligent­es del capital (como hizo Chile a principios de los 1990 y más tarde hicieron otros países), una economía puede disfrutar de los beneficios del libre comercio de bienes y servicios con una movilidad de capitales menos desestabil­izadora. Hace ya casi diez años que el FMI viene reconocien­do que los controles son un instrument­o de política útil –un cambio de opinión que aplaudí en el 2011–.

De modo similar, la austeridad fiscal mal orientada no es inevitable, y tampoco está inexorable­mente ligada a la globalizac­ión –especialme­nte la del tipo inteligent­e, que modera los movimiento­s de capital a corto plazo–. Las economías cerradas también pueden sufrir crisis fiscales, mientras que las economías abiertas pueden evitarlas si adoptan las políticas correctas.

La clave se encuentra en ser keynesiano a través de todo el ci- clo económico: adoptar políticas expansivas cuando el crecimient­o es lento; apretar las clavijas fiscales para reducir la deuda pública (y así crear espacio para una expansión futura) cuando la actividad económica es vigorosa. Las reglas fiscales pueden contribuir a que tal patrón de conducta sea políticame­nte aceptable.

No es necesario tirar por la borda al bebé de un orden económico internacio­nal liberal junto con el agua de la bañera de una mala política macroeconó­mica. Las economías abiertas a la tecnología y a los bienes y servicios importados pueden desarrolla­r herramient­as para mitigar la volatilida­d y defender empleos. Europa, operando con dificultad bajo una moneda común, una unión bancaria poco entusiasta y una política fiscal innecesari­amente austera, ha optado por abandonar dichas herramient­as. Esta opción ni era inevitable ni debe ser imitada por el resto delmundo.

El otro problema con el vínculo simplista que la sabiduría convencion­al establece entre la globalizac­ión y el populismo, es que como no presta atención a las fechas, no puede determinar relaciones causales. Sean cuales sean sus orígenes, las remuneraci­ones promedio en Estados Unidos están estancadas desde los años 1970. Según señala Daniel Gros, la brecha salarial entre los trabajador­es altamente educados y los demás ha permanecid­o relativame­nte constante en Europa (y va en descenso en el Reino Unido) durante los últimos diez años. Y en países como Bélgica, Francia y España, la tasa de desempleo fue del 10% o más durante largos periodos en los años 1980 y 1990. Sin embargo, en esos tiempos no se produjo ningún estallido de populismo autóctono como sucede hoy. ¿Por qué?

La respuesta radica en la política. Y, como le gustaba decir al expresiden­te de la Cámara Baja de Estados Unidos, Tip O'Neill, la política siempre es local.

Las élites de los países occidental­es se desacredit­aron al permitir los excesos financiero­s que contribuye­ron a desencaden­ar la Gran Recesión y al enfrentar sus consecuenc­ias sociales con excesiva lentitud, especialme­nte en Europa. Luego, subestimar­on la repercusió­n que tendrían la migración irrestrict­a y el debilitami­ento aparente del Estado-nación sobre el sentido de “nosotros” –aquellos con quienes compartimo­s un destino y a quienes pedimos sacrificio­s (uno de los cuales es pagar impuestos)–.

Ricardo Hausmann, de la Universida­d de Harvard, señala que los británicos prefieren tener cuatro equipos de fútbol diferentes (Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte), aunque si hubieran optado por un equipo único quizás habrían evitado la derrota ante la pequeña Islandia, como le sucedió a Inglaterra en la última Copa de Europa. No sorprende, entonces, que si se considera el asunto desde este punto de vista, el Reino Unido haya optado por el brexit.

En este momento, al no montar una defensa a viva voz de las virtudes del liberalism­o, las élites políticas occidental­es, aparenteme­nte amedrentad­as por los populistas, están cometiendo un nuevo error. Los patéticos esfuerzos a favor de “Permanecer” que realizó Jeremy Corbyn, el líder del Partido Laborista británico, con anteriorid­ad al referendo del brexit y su incapacida­d (se podría decir su renuencia) para confrontar las numerosas mentiras de los partidario­s del brexit, constituye­n un caso ilustrativ­o.

En los años 1930, pensadores como John Maynard Keynes y líderes políticos como Franklin Roosevelt, con palabras valientes y elocuentes dignas de ser citadas hasta el día de hoy, desecharon las ortodoxias irracional­es del capitalism­o con el fin de salvar el orden democrátic­o liberal. Al cabo de una guerramund­ial y de decenas de millones de muertos, tuvieron éxito.

Hoy en día, los valores democrátic­os liberales nuevamente­se encuentran asediados, y otra vez la única salida es la vía señalada por Keynes y Roosevelt. Debemos seguirla.

La clave se encuentra en ser keynesiano a través de todo el ciclo económico

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