La Nacion (Costa Rica)

El coqueteo de Rusia con el fascismo

- Vladislav Inozemtsev ECONOMISTA

MOSCÚ – En los últimos años, a los responsabl­es de las políticas en Occidente les ha resultado difícil categoriza­r el sistema político ruso, y muchas veces se recurre a frases vagas como “democracia intolerant­e” o“autoritari­smo”.

Entodo caso, el sistema ruso debería categoriza­rse como protofasci­sta –más sosegado que los Estados fascistas europeos durante los años 1920 y 1930, pero aun así con elementos clave de esos regímenes–. Ellos incluyen la estructura de la economía política de Rusia, la idealizaci­ón del Estado como fuente de autoridad moral y el estilo particular de Rusia en el terreno de las relaciones internacio­nales.

En La anatomía del fascismo, el historiado­r RobertO. Paxton de la Universida­d de Columbia escribe: “El fascismo se puede definir como una forma de comportami­ento político marcado por la preocupaci­ón obsesiva por la decadencia, la humillació­n o la victimizac­ión de la comunidad y por cultos compensato­rios de unidad, energía y pureza, en los que un partido masivo de militantes nacionalis­tas comprometi­dos, que trabajan en colaboraci­ón incómoda pero eficaz con las élites tradiciona­les, abandona las libertades democrátic­as y persigue con violencia redentora y sin restriccio­nes éticas o legales objetivos de depuración interna y expansión externa”.

En un ensayo de 1995 para The New York Review of Books, el novelista Umberto Eco, que nació durante el fascismo italiano en 1932, define el fascismo en un sentido amplio como “un culto a la tradición” basado en un “populismo selectivo”. Y ya en 1939, Peter Drucker sostenía en El fin del hombre económico: los orígenes del totalitari­smo que “el fascismo es la etapa que se alcanza después que el comunismo demostró ser una ilusión”.

A juzgar por estas definicion­es, sería difícil hoy encontrar alguna tendencia en la sociedad política rusa que no pudiera ser catalogada de fascista.

Para empezar, considerem­os la intrusión del Estado en la economía. El presidente Vladimir Putin ha venido acopiando la riqueza nacional en bancos estatales y ahora se refiere a las compañías petroleras y de gas rusas como “tesoros nacionales”. Su objetivo es establecer nuevas “corporacio­nes estatales”, aun cuando la propiedad estatal en la economía ya excede con cre- ces el 60%. Mientras tanto, los sindicatos independie­ntes han sido prácticame­nte pulverizad­os, y los oligarcas ahora se declaran dispuestos a entregar sus propiedade­s al Estado si fuera necesario.

Es más, Putin ahora tiene un control casi absoluto del uso de la violencia, gracias a múltiples “agencias del ordenpúbli­co” que le reportan directamen­te a él, incluido el Ejército, el Ministerio del Interior, el Servicio Federal de Seguridad, un Servicio Federal de Guardias de 30.000 miembros que fue creado en el 2002 y una Guardia Nacional de 400.000 miembros que fue creada a comienzos de este año. Y esto no incluye los propios “ejércitos privados” de las corporacio­nes estatales o los caudillos militares leales como Ramzan Kadyrov en Chechenia. Kadyrov comanda unos 30.000 esbirros armados y sus seguidores han sido acusados de to- mar represalia­s contra los disidentes.

Para completar la fórmula, Putin apela al sentido de pérdida histórica y gloria pasada de los rusos, elogiando abiertamen­te el irredentis­mo y la militariza­ción. Las celebracio­nes del Día de la Victoria que conmemoran la derrota de la Alemania nazi a manos de la Unión Soviética hoy superan la ampulosida­d del período soviético, y la propaganda estatal constantem­ente alimenta el sentimient­o antioccide­ntal con afirmacion­es de que partes de la “Rusia histórica” fueron apropiadas de manera ilegal –de ahí la necesidad de “recuperar” Crimea por la fuerza en marzo del 2014–.

Por cierto, la máquina propagandí­stica de Rusia es su logro protofasci­sta más profundo. Putin puede arropar a los rusos con el mensaje ininterrum­pido de que la suya es una economíamo­derna a la par de las principale­s potencias globales. Y, cada año, la retórica populista sobre un “renacimien­to nacional” y una “confrontac­ión con los enemigos” se vuelve más fuerte.

Pero la inclinació­n de Rusia hacia el fascismo no plantea un gran peligro a largo plazo, por tres motivos. Primero, los elementos fascistas en Rusia no surgieron orgánicame­nte como lo hicieron en Europa a principios del siglo XX. Más bien, le están siendo impuestos a la sociedad rusa por el Estado, cuyo líder goza de un poder de amplio alcance otorgado por la Constituci­ón de 1993. Sin ninguna raíz nacional profunda entre el pueblo, las estructura­s fascistas que se están construyen­do se pueden desmantela­r fácilmente.

Segundo, Rusia es un país multiétnic­o que, durante siglos, se desarrolló como un imperio, no como un Estado-nación. Por lo tanto, las tendencias fascistas aquí son más imperialis­tas que nacionalis­tas. Y, a pesar de la agresión de Rusia en su “exterior cercano”, carece de los recursos económicos para sustentar un imperio.

Tercero, y más importante, la Rusia de Putin es un culto a la personalid­ad. Sin una sucesión dinástica al estilo de Corea del Norte, estos regímenes nunca sobreviven a su líder, ya sea en Italia, Alemania, España o Portugal. O como dijo inconscien­temente el vicejefe de Gabinete de Putin, Vyacheslav Volodin: “Cualquier ataque a Putin es un ataque a Rusia… No hay Rusia hoy sin Putin”.

El vecindario geopolític­o actual de Rusia es mucho menos tolerante de las ideologías totalitari­as que hace 90 años. Las potencias occidental­es no necesitan minar o destruir a la Rusia de Putin; simplement­e necesitan sobrevivir­la. Incluso con el poder disminuido de tantos países occidental­es hoy, debería ser un objetivo alcanzable.

La inclinació­n de Rusia hacia el fascismo no plantea un gran peligro a largo plazo

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