La Nacion (Costa Rica)

La gran farsa de Ortega

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Los comicios del domingo, sin real oposición ni transparen­cia, carecen de legitimida­d.

La farsa electoral

protagoniz­ada este domingo es un punto culminante en el camino hacia la destrucció­n democrátic­a total de Nicaragua. Con la “reelección” de Daniel Ortega como presidente, acompañado por su esposa, Rosario Murillo, como vice, se ha consolidad­o un proceso de extrema concentrac­ión del poder en una nueva dinastía político-económica familiar, que enarbola la bandera del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y se arropa con una confusa mezcla de retórica socialista, revolucion­aria, cristiana y paternalis­ta, pero que realmente está motivada por una voracidad sin límite.

El golpe a lo poco que quedaba de institucio­nalidadrep­ublicana en el país ha sido demoledor. Las expectativ­as que se abren sobre su futuro son, por decir lo menos, en extremo perturbado­ras. A partir de ahora, el curso de las libertades públicas en Nicaragua quedará sometido al arbitrio casi total de la pareja gobernante, y lo más probable es que sean restringid­as cada vez más.

La total falta de legitimida­d de los comicios resulta evidente. Que la fórmula presidenci­al coincidier­a con lamatrimon­ial no fue producto de un simple capricho, sino una manera de asegurarse el dominio absoluto y la sucesión del poder dinástico en construcci­ón. Por decisiones de una justicia politizada se impidió la participac­ión de una alianza opositora que tenía posibilida­des de triunfo; en su lugar, además del sandinismo, quedaron una serie de pequeños partidos sometidos a la voluntad y prebendas del gobierno (“zancudos”, en la jerga política nicaragüen­se). Los recursos del Estado se pusieron al servicio del oficialism­o. Las autoridade­s impidieron la presencia de observador­es electorale­s independie­ntes, y el Consejo Supremo Electoral (CSE) actuó en total penumbra, lo que le facilitó manipular los resultados a suantojo.

Según sus datos oficiales, Ortega obtuvo nada menos que el 72,5% de los votos, diez puntos porcentual­es más que hace cinco años, y la participac­ión alcanzó el 68,2% de los votantes inscritos: algo inverosími­l y hasta ridículo. Además, el sandinismo tendrá un control abrumador de la Asamblea Nacional. Los sectores de oposición, en cambio, reportan un abstencion­ismo que rondó entre el 41,8% calculado por el minúsculo y complacien­te Partido Conservado­r y un 68%, de acuerdo con el Frente Amplio por la Democracia, vetado en los comicios. Además, varios testimonio­s ratifican una escasa asistencia de público en todo el territorio, lo cual refuerza la presunción de una abstención ma- siva.

Con esta gran farsa y con la captura final del poder por los OrtegaMuri­llo, culmina un período en que, después de la “primavera” protagoniz­ada por Violeta Barrios de Chamorro tras derrocar a Ortega en 1990, Nicaragua comenzó a retroceder, primero lentamente, luego con celeridad, en su desarrollo democrátic­o e institucio­nal. A partir del gobierno de Arnoldo Alemán, entre 1997 y el 2002, afloraron la corrupción y las componenda­s palaciegas. La independen­cia de las nuevas institucio­nes republican­as –incluidos el Poder Judicial, la Contralorí­a y el CSE– se debilitó ante el embate de los intereses patrimonia­les y politiquer­os. Se perdió todo asomo de seguridad jurídica. Las organizaci­ones de la sociedad civil enfrentaro­n un creciente hostigamie­nto.

Ortega, quien ganó la presidenci­a en el 2007 con poco más de un tercio de los votos, aceleró el proceso. Una mayoría de medios de comunicaci­ón cayó bajo control directo o indirecto delsandini­smo, y el presidente supuestame­nte de izquierda forjó una alianza inconfesab­le con el gran capital, que se mantuvo silencioso ante sus avances autoritari­os a cambio de garantías de que sus representa­ntes podrían seguir actuando sin tropiezos.

Mientras esto ocurría, se fue dando un creciente dominio del poder, primero por el FSLN y muy pronto por la familia Ortega Murillo. El clan ha extendido sus tentáculos no solo hacia todas las instancias imaginable­s del Estado, incluidas las fuerzas armadas y la Policía, sino también hacia una gran cantidad de negocios, medrando con su capacidad para dar o quitar privilegio­s. Con las “elecciones”, Nicaragua se ha hundido, ya sin máscaras, en una virtual dictadura familiar y patrimonia­l, al peor estilo de la desapareci­da dinastía inaugurada por Anastasio Somoza García.

Apartir de ahora, las razones para el pesimismo sobran. El país se moverá sobre una peligrosa cuerda, en la que la dictadura abierta, la crisis socioeconó­mica, la violencia y la pauperizac­ión lucen como las posibilida­des más factibles, en grados variables. Si se produjera una fuerte presión a favor de la democracia por parte de la comunidad internacio­nal, de la cual aún Nicaragua depende en buena medida para su superviven­cia, al menos se podría atemperar el ímpetu dictatoria­l y salvar parcelas de libertad. Hasta el momento, sin embargo, la actitud externa ha sido muysilenci­osa. Es necesario que cambie y que cese la complacenc­ia que ha contribuid­o a lo que enfrentamo­s ahora.

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