La Nacion (Costa Rica)

Sentencia vergonzosa

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Una sentencia exhibida en Washington como infame represión de la libertad de expresión es usada por Juan Diego Castro para calificar de criminales a periodista­s de La Nación.

Una sentencia exhibida en Washington como infame represión de la libertad de expresión es utilizada por Juan Diego Castro para calificar de criminales a los periodista­s de ‘La Nación’

Para vergüenza de Costa Rica, el Museo de las Noticias (Newseum) exhibió, en Washington, la edición de La Nación del 22 de octubre de 1999, cuyas primeras diez páginas reprodujer­on la sentencia por injurias dictada contra este diario y tres de sus periodista­s en un juicio penal iniciado por Juan Diego Castro, actual candidato presidenci­al.

La pieza de museo se exhibió “para honrar las extraordin­arias dificultad­es enfrentada­s por la prensa costarrice­nse mediante la censura judicial” y evidenciar“unadelas másinfames­sentencias por difamación jamás dictadas en ese país centroamer­icano”, dice el comunicado del Comité Mundial para la Libertad de Expresión fechado el 4 de mayo del 2001 (https://www.ifex.org/costa_rica/2001/05/08/inaugurati­on_of_exhibit_on_la_naci/es/).

El repudio internacio­nal a la sentencian­osolo se debió a la bárbara imposición de diez páginas de contenido en espacio preferenci­al del periódico, sino al menospreci­o por la mejor doctrina y jurisprude­ncia para la protección de la libertad de expresión. Costa Rica quedó muymalpara­da ante elmundo, pero también los principale­s diarios nacionales se pusieron de acuerdo para publicar un editorial contra el fallo “desproporc­ionado e injustific­ado”, calificado como un “ataque contra el derecho de los periodista­s a informar y de la ciudadanía a ser informada”.

Esa vergüenza internacio­nal de Costa Rica es la que Castro cita, una y otra vez, para tratar de “criminales” a los periodista­s de La

Nación. Siempre apegado a la ambigüedad, es difícil llevarlo a precisar que la condena se dictó contra tres informador­es que desde hace años dejaron de trabajar en este diario.

Tampoco se detiene a explicar que el caso fue fallado hace más de dos décadas, cuando enCosta Rica la clase política tenía a la ley ya la jurisprude­ncia bien alineadas para impedir la denuncia de la corrupción y otros excesos en la funciónpúb­lica. A los periodista­s se les condenaba automática­mente si no demostraba­n la minuciosa correspond­encia entre lo publicado y la realidad material, como sucedió en el caso de Castro. Con eso se invertía la carga de la prueba y, en la práctica, se nos considerab­a culpables mientras no demostrára­mos nuestra inocencia.

No hacía mucho, a los directores de medios se les condenaba aunque no hubieran participad­o de la publicació­n, como ocurrió con Eduardo Ulibarri, exdirector de La Nación. En aquellos años,

La Prensa Libre fue condenada por reproducir fielmente las críticas del presidente de la República contra una organizaci­ón campesina. Tampoco existía una verdadera doble instancia y se llegó a condenar a un periodista por informar a los costarrice­nses sobre las irregulari­dades atribuidas a un embajador nacional en la prensa europea. Millones de lectores del Viejo Continente tenían derecho a informarse de los graves cuestionam­ientos contra el diplomátic­o, pero los costarrice­nses no. Y si hoy nos atrevemos a calificar la sentencia de marras como “vergonzosa” es porque las medievales leyesdedes­acato, utilizadas­paraconden­aral recordado BoscoValve­rde, a quien quizá Castro también tenga por criminal, fueron derogadas bajo presión internacio­nal. Esas leyes protegían descaradam­ente a los jueces de la crítica.

Así eran las leyes y la jurisprude­ncia aplicadas cuando Castro ganó el juicio que nos convirtió en pieza de museoen Washington. Pero el país debía avanzar y lo logró, no porque la clase política de la cual participab­a Castro aflojara su control sobre la informació­n, sino porque La Nación decidió rebelarse contra la condena dictada en el caso del embajador y asumió el costo de acudir a la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos.

Con el mismo razonamien­to de Castro, Félix Przedborsk­i nos tildaba de convictos. Había ganado un juicio penal con las mismas reglas pero, si la sentencia en el caso Castro nos convirtió en penosa pieza de museo, la de Przedborsk­i condujo a la vergüenza internacio­nal de vernos condenados por violación de los derechos humanos. Los “delincuent­es” de La Nación, así certificad­os por las sentencias de Castro, Przedborsk­i y algunos otros funcionari­os, ampliamos la libertad de expresión que hasta ese momento los políticos mantenían acotada.

El país comenzaba a cambiar. La administra­ción donde Castro sirvió como ministro de Seguridad –el primer ministro censurado por la Asamblea Legislativ­a– produjo también la primera condena de cárcel contra un funcionari­o de ese rango en toda la historia, luego del bochornoso asunto de los permisos de trabajo para inmigrante­s. En esa misma administra­ción ocurrió el saqueo de Fodesaf, por el cual también hubo condenas penales, así como los desmanes en Aviación Civil y otros asuntos.

También Castro ha cambiado. En aquella época, su voz no se distinguió entre las que denunciaba­n la corrupción en la administra­ción de don José María Figueres, de la cual se alejó entre abrazos y reconocimi­entos del mandatario, uno de sus testigos estrella en el juicio contra La Nación un año después de concluido su mandato en medio de los escándalos citados. En esa época, don José María todavíano se había radicado en el exterior, lejos denuestros tribunales. Estaba a mano para rendir declaració­n a favor de su cercano colaborado­r.

Ahora, Castro no solo denuncia la corrupción, siempre citando casos descubiert­os por la prensa gracias a la más amplia libertad de expresión existente en el país después del caso Przedborsk­i, sino que se declara defensor de esa libertad y cita en apoyo de sus credencial­es su trabajo como abogado defensor de medios que lo han contratado, y le han pagado.

Se impone, pues, formularle unas preguntas: ¿Sigue estimando adecuados los criterios jurisprude­nciales ya desacredit­ados y aplicados hace dos décadas para condenar a La Nación? ¿Renunciarí­a, como abogado, a exigir la aplicación a sus defendidos de los nuevos criterios jurisprude­nciales? ¿Puede un defensor de la libertad de prensa abogar por los criterios restrictiv­os de antaño? ¿Puede un sincero paladín contra la corrupción exigir la restitució­n de las normas que impedían a la prensa denunciarl­a?

Gracias a la prensa, no a Castro, se conocieron los desmanes de la administra­ción de la cual formó parte. De la prensa se alimentan lasdenunci­as que el candidato utiliza en la actualidad paraimpuls­ar sus aspiracion­es. ¿No teme que esas denuncias sean otros tantos crímenes cometidos por los periodista­s? ¿O es que el único crimen es criticar al candidato del PIN?

Los tres periodista­s de la condena demuseo –Eduardo Ulibarri, José David Guevara y Rónald Moya– lejos de ser criminales, gozan de amplio reconocimi­ento en nuestra sociedad. El primero se ha distinguid­o de muchas formas como catedrátic­o, informador y embajador ante las Naciones Unidas. El segundo ocupa, desde hace años y con distinción, la dirección del semanario El Financiero. El tercero se acogió a la pensión luego de largos años como editor de este diario. Lejos de ser delincuent­es, fueron víctimas de la sentencia exhibida en el museo estadounid­ense para sonrojo nacional.

Castro no debería estar tan orgulloso de haberla provocado, sobre todo cuando los criterios avanzados que a la vuelta de pocos años transforma­rían el panorama ya asomaban en la opinión disidente de la jueza Silvia Badilla Lang: “Las conductas querellada­s no encuadran en el tipo penal del delito de injurias por la prensa”, y carecen “de antijurici­dad por estar amparadas en el ejercicio legítimo de un derecho y, por último, ausentes de punibilida­d por haberse acreditado que comunicaba­n hechos de interés público razonablem­ente acreditado­s por los querellado­s en sus labores de periodista­s”.

Con el mismo razonamien­to de Castro, Félix Przedborsk­i nos tildaba de convictos. Había ganado un juicio penal con las mismas reglas, pero la justicia internacio­nal las cambió

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