La Nacion (Costa Rica)

¿Reforma tributaria a cambio de qué?

- Dennis Meléndez jorge.guardiaqui­ros@yahoo.com

n estos días ha habido intensas negociacio­nes, dimes y diretes con relación a la posible aprobación, a golpe de tambor, de una reforma tributaria. Se habla, entre otras cosas, de que el impuesto de ventas va a cambiar por un impuesto al valor agregado (IVA) y algunos otros detalles aún no bien especifica­dos. Se maneja, además, la posibilida­d de elevar la tasa del impuesto del 13 al 15 % y hasta el 16 %.

Debe reconocers­e que el cambio del impuesto general sobre las ventas a un impuesto al valor agregado tiene muchas ventajas, entre ellas, permite un mejor control cruzado entre el impuesto de ventas y el de renta y, sobre todo, grava los servicios, que en estos momentos (quizás por nuestro obvio rezago en la infraestru­ctura física) es el sector más dinámico y representa una proporción cada vez mayor del PIB.

Al igual que el actual impuesto de ventas, tiene la desventaja de que todo elmundo quiere que se exoneren los bienes y servicios que producen, pues los considera bienes meritorios o preferente­s. Cuantos más bienes o servicios se exoneren, se van perdiendo exponencia­lmente las ventajas señaladas.

Existe la creencia de que hay determinad­o tipo de bienes o servicios que deben ser excluidos porque son consumidos en mayor cantidad por la gente de más bajos ingresos y, por tanto, haciendo excepcione­s se beneficia a esos grupos. Si se grava a todos por igual, se dice, el impuesto es regresivo, pues terminan pagándolo en mayor proporción los pobres. Pero eso no pasa de ser una ilusión. Grave error. Al respecto, hay que señalar que existe un error muy fuerte al creer que haciendo excepcione­s o poniendo tasas diferencia­les se logra evitar esa regresivid­ad. El problema es que estas medidas crean tantas distorsion­es que no es posible adelantar hasta qué punto se consigue neutraliza­r o reversar la regresivid­ad.

Paradójica­mente, en la práctica, es usual que se termine ensanchand­o más la injusticia, especialme­nte cuando los criterios para hacer las discrimina­ciones provienen de decisiones políticas o de reacciones de los grupos de interés.

Y es que, en general, y con mayor énfasis en Costa Rica, la política tributaria ha demostrado ser un pésimo instrument­o para ayudar amejorar la distribuci­ón del ingreso. Hay que olvidarse de que los impuestos pueden crear “justicia distributi­va”. Lo mejor es pasarse a un sistema de impuestos universale­s (aplicados a todos los consumidor­es o productore­s por igual, a las mismas tasas). Y esto es válido para los impuestos de ventas, de consumo, de importacio­nes, etc. Aplicando este principio se logra mayor eficiencia en el control, la recaudació­n y la transparen­cia (disminuye la propensión a la evasión y se controla mejor el fraude). ¿Y la justicia distributi­va? Hay que reconocer que el sistema económico, en la práctica, produce distorsion­es (precios derivados de la existencia del poder monopólico en muchos sectores, grupos que reciben injustamen­te subsidios regresivos por malas políticas, obstáculos y mal funcionami­ento de los mercados, etc.) que perjudican a los grupos de más bajos ingresos.

La gente pobre, en efecto, resulta afectada por el mal funcionami­ento del sistema económico. Y es lógico que, de alguna manera, el Estado deba compensar, lo más que pueda, a esos grupos, al menos mientras se solucionan los problemas causantes de las injusticia­s.

Pero el sistema tributario no está diseñado ni es eficiente para compensar las distorsion­es de mercado. En esa tarea, es mejor utilizar los instrument­os del gasto público. En Costa Rica, existe toda una maraña de programas e institucio­nes creados para atender la pobreza. Aun con lo mal que funcionan (que obviamente deben ser racionaliz­ados) es a esas instancias a las que correspond­e corregir los problemas de la mala distribuci­ón del ingreso. Dejemos tranquila a la Tributació­n, que es pésima para eso. Hay que ser realistas. A estas alturas no podemos llorar sobre la leche derramada. Todos estamos de acuerdo con que el gasto público ha alcanzado niveles exagerados, con una estructura burocrátic­a cuyos beneficios son bastante cuestionab­les. Es muy probable que, en muchos casos, el sistema institucio­nal incluso produzca rendimient­os negativos, es decir, por cada colón que se le inyecta, produce una peseta. Muchos programas lo que hacen es obstaculiz­ar innecesari­amente la producción y el funcionami­ento del propio Estado. Pero también es cierto que estamos en un punto de no retorno, y si no se allegan, urgentemen­te recursos frescos a la TesoreríaN­acional, se va a producir una ruptura de consecuenc­ias imprevisib­les. ¿Impuestos sin nada a cambio? En tales condicione­s, parece que no hay opción y habrá que aceptar nuevos impuestos. Pero esto no debe ser gratis. Los señores diputados deben legislar en el sentido no solo de traer más plata al fisco, sino de buscar la forma de obligar a todo el aparato estatal a racionaliz­ar sus gastos y controlar los despilfarr­os.

No hay necesidad de profundiza­r en ellos: convencion­es colectivas vergonzosa­s, generoso financiami­ento de la educación superior para una élite cuyos ingresos no son los más bajos de la población, institucio­nes cascarón que se niegan a morir y cuyo déficit exacerba los problemas presupuest­arios, lujosas pensiones discrimina­torias y alejadas de las contribuci­ones aportadas por los beneficiar­ios y pluses salariales que, con cero inflación y sin aumentar el número de empleados, hace aumentar la masa salarial, de modo automático, en un 14 % anual. Urge un cambio en la educación fiscal del ciudadano. Para colmo, la mentalidad del costarrice­nse está salida de la realidad. Entre otras, se niega a pagar el costo por los servicios que recibe (el caso clásico, la negativa a pagar peajes autosufici­entes por el uso de las carreteras, amén de las constantes quejas por el impuesto al ruedo y los seguros).

A todo lo anterior hay que ponerle coto y empezar, de inmediato, a dictar medidas para empezar a revertir tanto desperdici­o de recursos que empobrecen al país ynos llevanen un proceso involutivo de subdesarro­llo.

Sí, todos sabemos que revertir los problemas estructura­les del gasto para llevarlos a niveles congruente­s con su productivi­dad no es una tarea fácil ni a corto plazo. Muchas hay que planearlas con cuidado, pero hay que empezar a esbozarlas y emitirlas como políticas de Estado inamovible­s con los cambios políticos y de administra­ciones. Debe haber señales mínimas. Haymedidas que se pueden tomar de inmediato y ni siquiera requieren reformas legales. Una reforma tributaria para allegar nuevos ingresos al aparato estatal debe acompañars­e, como condición sine qua non, de una mínima muestra de buenas intencione­s para poner freno al crecimient­o del déficit.

La más obvia es congelar, de inmediato, los pluses salariales. Esdecir, dejarlosen­el nivelque haya acumulado cada funcionari­o al momento del decreto. Lo único que sigue es el aumento salarial anual por inflación. Esto deja el estatus salarial al nivel actual, no afecta ningún derecho adquirido no deja en posición de insolvenci­a a nadie. ¿Habrá algún valiente que se atreva?

Ha llegado el momento tan temido desde hace décadas y se requieren medidas heroicas. Si nuestro sistema político es incapaz de dar respuestas contundent­es, habría que hacer un plebiscito dicotómico: “¿Prefiere que se aumente el IVA del 13% al 16 % o que se congelen los pluses salariales?”. Si no hubiera más remedio.

■ ufro el síndrome de Roberto Carlos en su tonada el cacharrito: se encariñó con él y se resistía a cambiarlo por uno nuevo. El mío ya tiene sus añitos (como yo), no atrae tantas miradas como el suyo, le suena todo menos el pito, pasó heroicamen­te la agraviante revisión de Riteve (con incontable­s faltas leves), pero se desplaza con soltura en la tórrida jungla citadina. Lo malo es que llegó la hora de cambiar. ¿Debo aventurarm­e en un auto eléctrico?

Me costará despedir al viejo perol, pero sé que, como la lealtad partidaria, tampoco es eterno. He estado leyendo y consultand­o con expertos. Unos me dicen que el mundo se dirige velozmente hacia esa nueva tecnología, más amigable con la naturaleza; otros, que vivimos un incierto período de transición y bien podría quedar atrapado, como conejillo de Indias, entre las dos tecnología­s.

¿Conviene aprovechar las próvidas exenciones a los autos eléctricos, el menor costo de la electricid­ad frente al crudo y contribuir (simbólicam­ente) a mitigar el calentamie­nto global? Por otro lado, ¿estaré dispuesto a soportar los rigores de la insuficien­te infraestru­ctura (electrolin­eras), alto costo de las baterías, duración de las recargas y sufrir el riesgo de quedar abandonado en un camino desolado sin poder llegar a mi destino?

Un liberal prefiere no ver al Estado interferir en el precio relativo de los carros e insumos energético­s para que el mercado fije las preferenci­as individual­es, mientras la tecnología e infraestru­ctura evoluciona­n con él de la mano.

Urge tomar medidas: la más obvia es congelar, de inmediato, los pluses salariales

■■■ Un Alvarado pide prohibir la importació­n de autos usuales a partir del 2034 (por dicha, yo ya estaré muerto); el otro, más flexible, también auspicia los autos eléctricos, pero, al menos, dejaría coexistir a los viejos motores. Todos los peroles llegarían hasta el final para morir, con dignidad, en algún recodo del camino.

Irónicamen­te, Hacienda no ha dicho esta boca (y bolsa) es mía. ¿Imaginan una prohibició­n total de vehículos convencion­ales y exoneració­n permanente a los otros? ¿Cómo financiarí­a el 22 % de los ingresos que hoy percibe por la propiedad de vehículos, importació­n de autos y combustibl­es? El déficit crecería otro 3 % del PIB, amén del que ya tiene.

Ni el Estado, ni el mercado ni yo estamos preparados para un salto tan drástico. Sabemos dónde está el futuro, pero ignoramos cuándo llegaremos­a él. Prefiero ir a la segura: mercar otro cacharrito usado, menos añoso, hasta que se aclaren los nublados del día.

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