La Nacion (Costa Rica)

Fray Escoba, mediocampi­sta

- Roberto García H. roberto.comunic@gmail.com

Hace muchos años pasó por el Centro de Cine un muchacho que trabajó de conserje. Se distinguía por las tremendas ganas que ponía en su labor. La escoba era su machete.

A veces, mientras estábamos en reunión general, el hombre lanzaba baldazos de agua y jabón en medio de todo el mundo, hasta que Carlos Freer, el director de entonces (años 80), se rascaba el bigote y ordenaba a la administra­dora que convencier­a al chico para que limpiara después de la reunión, que mientras tanto barriera en otras oficinas.

Se llamaba Martín. O se llama. No supe más de él, luego de los cinco o seis meses que trabajó en el Centro. Era un flaco servicial, bondadoso hasta la pared de enfrente, un tanto retraído, quizá extraño, conesa sonrisa triste que irradian desde el fondo los humildes de la esperanza.

La cuestión es que a Martín le encantaba el fútbol. Formaba parte del juvenil de Barrio México. Su mansedumbr­e no le impedía rajar por ser parte del histórico equipo canela, divisa legendaria a la que la indiferenc­ia de nuestra estructura “mundialist­a” precipitó al olvido.

Cada lunes, después de la reunión de planeamien­to, nos juntábamos con Martín en el café y él se prodigaba narrando lo bien que había actuado el domingo en La Sabana, con el juvenil del Barrio. “Yo toco y recibo. Toco y recibo. Toco y recibo”. Así describía el trato que daba al balón en la gramilla.

“O sea, tu puesto es en la media cancha”, inquirí en una ocasión. “Así es”, asintió orgulloso. “Y si te tocara ascender en este momento a la primera división del Barrio, ¿a quién tendrías que banquear?”, volví a preguntar.

“¡A Chinimba Rojas!”, respondió al instante. Vale decir que José Manuel Rojas era el referente de la franja roja y, si no el mejor, uno de los grandes mediocampi­stas del país.

Martín siguió barriendo.

Se detuvo un instante. Posó la barbilla entre sus manos sobre el palo de la escoba. Como que pensó un poco más en lo que acababa de decir: relevar, nada más y nada menos, a Chinimba Rojas. Aspiró profundo. Miró al infinito. Esbozó su sonrisa leve. Y en algo así como un susurro, se replicó a sí mismo: “¡Vaya duerma, Martín!”.

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