Mao 2.0
El sábado pasado, Xi Jinping comenzó un nuevo período de cinco años como presidente de China, cargo al que suma otros dos de enorme importancia: las jefaturas del Partido Comunista y del Ejército Popular de Liberación (EPL), que comprende la totalidad de las fuerzas armadas. En otras circunstancias, la renovación de esas posiciones pondría nuevamente de manifiesto el carácter autocrático (con fuertes tintes totalitarios) del sistema político chino, pero también la continuación de una línea de respeto a la estabilidad institucionalidad, que llevaría, en el 2013, a una renovación del liderazgo en la cúpula. Esta vez, sin embargo, la situación es muy distinta.
Por el grado de poder que ha logrado acumular, por la marginación de posibles contendores, por la ruptura de los límites temporales al ejercicio de la presidencia y por el culto a la personalidad que introdujo, Xi ha roto con la noción de un liderazgo que, aunque vertical, también ha sido colectivo y predecible en su renovación. A partir de ahora su control, casi absoluto, solo estará sujeto a su propia voluntad, como en la época de Mao Zedong, creador de la República Popular China, quien impulsó iniciativas tan oscurantistas y sanguinarias como el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural.
La realidad china ha cambiado radicalmente desde entonces, para bien. Por esto, es prácticamente imposible suponer acciones tan destructivas como las del pasado. Más bien, Xi será una suerte de Mao 2.0; es decir, una versión modernizada de “líder supremo”, que difícilmente podrá darse el lujo de gobernar de manera totalmente caprichosa o sanguinaria. Es mucho lo que el partido, el gobierno, los militares, la economía, la sociedad y el papel de China en el mundo perderían si tal fuera el caso. Sin embargo, la concentración de un poder sin límites, no importa en qué circunstancias, nunca ha conducido a buenos resultados. Y es difícil suponer que China sea la excepción.
El proceso que culminó oficialmente con su nuevo período comenzó casi desde el mismo momento en que Xi asumió la Secretaría General del Partido, en el 2012, y, al año siguiente, la presidencia. Aunque se generaron grandes esperanzas internas y externas de que oxigenara el sistema político, no ocurrió así. Al contrario, de inmediato se dedicó a perseguir a posibles competidores, mediante una campaña contra la corrupción. Por ser esta tan generalizada en China, pudo enfilarla, convincentemente, contra cualquiera. Muchos cayeron; otros fueron amedrentados y, mientras tanto, las extensiones de su poder real y simbólico siguieron creciendo, junto a un mayor control ideológico sobre la población. Cuando, en octubre del 2016, durante un congreso, el partido lo declaró parte de su “centro” o “corazón”, equiparó su rango al de Mao, su fundador, y al de Deng Xiaoping, el gran reformador. La marcha hacia el absolutismo se hizo entonces casi irreversible.
El golpe final se produjo el domingo 11 de este mes, cuando el Congreso Nacional del Pueblo, parlamento nominal y unipartidista, aprobó por 2.958 votos a favor, dos en contra, tres abstenciones y uno inválido, eliminar el límite de dos períodos para la presidencia, que había sido incluido en la Constitución gracias a la influencia de Deng. Otros 21 cambios constitucionales ampliaron aún más la supremacía del Partido Comunista y, de este modo, otorgaron a Xi mayores instrumentos de poder. Esto quiere decir que, a partir del sábado, podrá mantener la presidencia por tiempo indefinido y con una desmesurada capacidad de mando.
Algunos piensan que quizá Xi use estos instrumentos para acelerar reformas, al menos en el campo económico. Es posible, y ojalá así ocurra. De hecho, su nuevo “zar” en la materia es un graduado de la Universidad de Harvard con gran dominio técnico. Pero dudamos profundamente que haya voluntad de apertura política (porque se acaba de cerrar aún más) o una actitud más mesurada de los ímpetus geopolíticos desplegados por China bajo su presidencia. Lo más posible, en lo interno, podría ser un período en que la tensión entre control político creciente y aspiraciones cívicas de la población, también en aumento, conduzca a mayores presiones y eventual represión. En el ámbito externo, no pueden descartarse nuevos ímpetus de control en el mar del Sur de la China y mayor uso de la capacidad financiera china para incidir políticamente en muchos otros países.
Todo lo anterior es motivo de justificadas preocupaciones, incluso desde la distancia de Costa Rica. Porque la importancia de China para el sistema internacional es indudable, y si su conducta salta sobre límites razonables, todos perderemos.
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La nueva realidad puede generar mayor inestabilidad y serios perjuicios internos y externos