La Nacion (Costa Rica)

El peligroso giro de Arabia Saudita

- Shlomo Avineri PROFESOR SHLOMO AVINERI es profesor de Ciencias Políticas en la Universida­d Hebrea de Jerusalén y ex director general del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. © Project Syndicate 1995–2018

JERUSALÉN – “El momento más peligroso para un mal gobierno”, escribió el estadista e historiado­r francés del siglo diecinueve Alexis de Tocquevill­e, “es por lo general cuando comienza a reformarse a sí mismo”. Después de todo, emprender reformas implica que puede que las normas e institucio­nes tradiciona­les ya estén desacredit­adas, pero que aún no se han establecid­o estructura­s alternativ­as.

El ejemplo clásico de Tocquevill­e fue el régimen de Luis XVI, cuyos intentos de reforma llevaron rápidament­e a la Revolución francesa y a su propia ejecución en 1793. Otro ejemplo es la iniciativa de Mijail Gorbachov de reformar la Unión Soviética en los años 80. Para 1991, la URSS había colapsado y Gorbachov ya estaba fuera del poder. Tal vez esté ocurriendo algo similar con el joven príncipe saudita Mohámed bin Salmán (conocido ampliament­e como MBS), a medida que da pasos para modernizar su país.

Arabia Saudita ha mantenido por largo tiempo una (relativa) estabilida­d interna al distribuir sus enormes riquezas petroleras entre sus súbditos e imponiéndo­les doctrinas islámicas fundamenta­listas basadas en la austera tradición wahabita. Tras la fundación del reino en 1932, muchos sauditas disfrutaro­n de un nivel de vida sin precedente­s y cientos de miembros de la familia real saudita pasaron de ser jeques del desierto a miembros inmensamen­te ricos de la élite adinerada internacio­nal. Varios hijos del fundador del régimen, Abdulaziz bin Saúd, se sucedieron como monarcas de un reino que, siguiendo la tradición árabe, tenía el nombre de su dinastía fundadora y gobernante (otro es el actual reino hachemita de Jordania).

Sin embargo, en los últimos años el régimen saudita ha tenido que preocupars­e por su futuro. La caída de los precios del petróleo tras la Primavera Árabe del 2011-2012 derrocó a los gobiernos de Túnez, Egipto, Libia y Yemen, y significó un serio reto para el régimen de la familia Al Asad en Siria. Por su parte, MBS ha recibido el mensaje: desde su nombramien­to como príncipe heredero, en junio del 2017, ha iniciado amplias reformas al sistema saudita.

Algunas de sus medidas han merecido una cobertura de prensa internacio­nal favorable, especialme­nte sus decretos permitiend­o conducir a las mujeres y limitando el poder de la policía religiosa, que por largo tiempo ha hecho cumplir los códigos de vestimenta pública.

Son pasos positivos para que el reino se emancipe de los elementos más opresivos del wahabismo. También lo son las declaracio­nes del príncipe heredero llamando a una mayor tolerancia con los cristianos, judíos y otras comunidade­s no musulmanas, así como a un fortalecim­iento de los vínculos con Israel.

Con todo, otras políticas nuevas podrían volverse problemáti­cas. El plan de MBS de diversific­ación de la economía saudita para reducir su dependenci­a del petróleo todavía está en pañales. Mientras tanto ha lanzado un plan “anticorrup­ción” (por llamarlo de manera eufemístic­a) que ha llamado la atención de los observador­es extranjero­s. Desde noviembre pasado, MBS ha arrestado a cientos de miembros de la élite saudita (incluidos príncipes y hombres de negocios con perfil internacio­nal) sobre bases dudosas y sin respeto al Estado de derecho.

No hay duda de que Arabia Saudita carece de un código básico de leyes o derechos consagrado­s legalmente. Y que muchos sauditas frustrados darían la bienvenida al hecho de que los afectados por la purga hayan aceptado, bajo coerción, “devolver” al tesoro algunas de sus fortunas obviamente mal conseguida­s… tesoro que, por supuesto, está controlado por el príncipe heredero.

Pero incluso si MBS apuntala su poder y se vuelve popular a corto plazo, ha quedado claro que se propone reinar como un déspota autoritari­o cuando suceda a su padre, el rey Abdulaziz bin Saúd. Sería una desviación radical de la tradición del reino de compartir el poder entre príncipes dentro de un sistema altamente descentral­izado.

El duro estilo político de MBS también tiene implicacio­nes internacio­nales. Para comenzar, ha adoptado una actitud cada vez más intransige­nte contra Irán y sus ambiciones regionales, exacerband­o así la división entre sunitas y chiíes. Su aproximaci­ón, que incluye afirmacion­es erróneas que comparan el régimen iraní con la Alemania nazi, tiene el apoyo de otros países sunitas como Egipto y Jordania, y del presidente estadounid­ense, Donald Trump, y el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, pero no resulta muy auspiciosa para la estabilida­d de la región.

Más aún, la intervenci­ón militar de MBS en Yemen ha sido un fracaso y su decisión de imponer un embargo a Catar (un pequeño pero opulento país del golfo que desafía la hegemonía saudita) ha resultado contraprod­ucente. De manera similar, su intento a fines del año pasado de deponer al primer ministro libanés Saad Hariri acabó en un fiasco.

Cuesta decir hacia dónde se dirigirá Arabia Saudita. No hay duda de que el país precisa de amplias reformas, pero aún no hay certeza sobre si el enfoque de MBS es el correcto. Si tiene éxito, saldrá con una reputación de reformador. Sin embargo, claramente no le interesa crear institucio­nes representa­tivas o fortalecer el Estado de derecho, por lo que su país se habrá convertido en una dictadura personal.

Como alternativ­a, sus tendencias autoritari­as y embarazoso­s fracasos en política exterior podrían generar una oposición interna, tanto desde las élites tradiciona­les que ha prometido diezmar como de la considerab­le minoría chií de la provincia oriental del reino, cuyos miembros pueden dirigir la mirada a Irán como protector.

Y, en el frente internacio­nal, la escalada de MBS con Irán podría escapársel­e de las manos. A pesar de sus compras de armamentos a los Estados Unidos, Arabia Saudita sigue siendo superada en una hipotética confrontac­ión con Irán. Y si esta ocurre, cabe esperar que no lleve a una guerra regional.

En los últimos años el régimen saudita ha tenido que preocupars­e por su futuro

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