¿Qué pasó con lo de ahorrar para los malos tiempos?
CPROFESORA AMBRIDGE – Hace ya más de diez años, con Graciela Kaminsky (de la Universidad George Washington) y Carlos Végh (ahora economista principal del Banco Mundial para América Latina y el Caribe) hicimos un estudio en el que examinamos las políticas fiscales de más de cien países durante gran parte de la posguerra. Nuestra conclusión fue que las economías avanzadas tendían a ser independientes del ciclo económico (acíclicas) o contrarias a él (anticíclicas). La suavización del ciclo dependía en parte de estabilizadores incorporados (como el seguro de desempleo), pero también del gasto público.
El beneficio de las políticas anticíclicas es que la proporción deuda pública/PIB se reduce en tiempos de bonanza; eso genera margen fiscal para el caso de que se produzca una recesión, sin poner en riesgo la sostenibilidad de la deuda a largo plazo.
En cambio, en la mayoría de las economías de mercado emergentes vimos una política fiscal procíclica, con aumento del gasto público cuando la economía se acercaba al pleno empleo. Esta tendencia deja a los países mal posicionados para inyectar estímulos cuando regresan los malos tiempos (de hecho, genera las condiciones para las temidas medidas de austeridad que los empeoran todavía más).
Tras su ingreso a la eurozona, Grecia dio pruebas cabales de que una economía avanzada puede ser tan procíclica como cualquier mercado emergente. Durante una década de prosperidad con la producción cerca del potencial la mayor parte del tiempo, el gasto público superó al crecimiento y la deuda pública aumentó desmedidamente. Tal vez las autoridades supusieran que no hace falta ahorrar para los tiempos malos, si esta vez es diferente y la nueva normalidad es una bonanza perpetua.
Volvamos al presente: Estados Unidos en el 2018. Un déficit superior a un billón de dólares por tanto tiempo como los economistas pueden prever es prueba prima facie de que la política fiscal estadounidense va en la dirección errada. Una población que envejece debería estar atesorando recursos para el futuro, no gastándoselos ahora. Es verdad que las democracias tienen una larga historia de mimar a los votantes actuales a costa de las generaciones futuras, pero hoy la magnitud y el alcance de la generosidad fiscal van contramano tanto de la tendencia cuanto del ciclo de la economía
CARMEN M. REINHART es profesora de Sistema Financiero Internacional en la Escuela de Gobierno Kennedy de la Universidad de Harvard. © Project Syndicate 1995–2018 estadounidense. La mayoría de los analistas creen que Estados Unidos está en su pleno potencial o cerca. En tiempos así, un estímulo fiscal es claramente procíclico.
La ronda anterior de estímulo fiscal fue con la Ley de Reinversión y Recuperación de Estados Unidos del 2009, aprobada en respuesta a la Gran Recesión. El plan de estímulo se extendió más allá de la necesidad inmediata, el precio final llegó a $840.000 millones y el beneficio económico neto sigue siendo discutible. Pero incluso con estos defectos, la ley fue una respuesta a la palpable realidad cíclica de una tasa de desempleo que rozaba el 10 %. Es lo que se espera en el ejercicio de la política discrecional, y por eso la tasa de desempleo en Estados Unidos varía en forma contraria al déficit presupuestario federal.
Las rebajas impositivas de Reagan a principios de los ochenta se produjeron en un momento en que la tasa de desempleo estaba llegando a máximos de la posguerra, la economía estaba en recesión y la Reserva Federal luchaba contra la inflación y mantenía los tipos de interés en niveles récord o casi. En ese momento, la deuda pública bruta (31 % del PIB) era migajas en comparación con el actual 105 %.
Los dos grandes pilares de la política fiscal aprobados desde diciembre violan el principio rector fundamental de la anticiclicidad. Se prevé que la ley de reforma tributaria y laboral del 2017 y la ley bipartidaria de presupuesto aprobada en el 2018 llevarán el déficit a más de un billón de dólares el año entrante, incluso aunque la mayoría de los economistas prevén una reducción de la tasa de desempleo. Por ejemplo, la mayoría de los funcionarios de la Reserva Federal anticipan una tasa de desempleo ligeramente superior al 3,5 % durante los próximos tres años (casi un punto porcentual debajo de su estimación de la tasa natural).
Esta previsión de un exceso de demanda es uno de los principales argumentos de la Reserva para subir la tasa de referencia y reducir su balance. El resultado neto de que las políticas fiscal y monetaria vayan en direcciones opuestas es que aumentará (y en forma considerable) el costo de la deuda pública creada por las leyes mencionadas. El Centro para un Presupuesto Federal Responsable prevé que el costo de los intereses será el componente presupuestario de más rápido crecimiento y que en el 2028 se llevará un 14 % del presupuesto.
Es verdad que hay gran necesidad de reformas al código tributario federal, y que la reforma del año pasado (sobre todo la reducción del tipo del impuesto de sociedades) debería obrar como estímulo a la producción a más largo plazo. Pero es un efecto incierto, y no hay modo razonable de que la reforma se termine pagando sola. En vez de eso, la estrategia preferible hubiera sido acompañar los costosos cambios a la política tributaria con iniciativas de aumento de la recaudación y recorte del gasto. En la práctica, el acuerdo presupuestario de este año es un paso más en la dirección errada, y hace probable una deuda pública superior al producto nominal de aquí a diez años.
Mi inquietud respecto del exceso de deuda pública viene de lejos, tanto en mi agenda de investigación cuanto en el historial del desempeño económico mundial. En un trabajo con Vincent Reinhart y Kenneth Rogoff en el que examinamos una muestra de economías avanzadas desde las guerras napoleónicas, hallamos una correspondencia entre períodos de alto endeudamiento y largos períodos de débil crecimiento económico. Y en el contexto actual, cualquier efecto adverso de la deuda sobre el crecimiento económico reforzará los vientos de frente presentes.
El envejecimiento de la población estadounidense implica menos participación en el mercado. Esto, sumado a una desaceleración de la productividad, implica que el gasto creciente en prestaciones sociales se llevará una tajada más grande del producto. De hecho, la Oficina de Presupuesto del Congreso prevé incrementos de la proporción gasto/PIB por alrededor de cinco puntos porcentuales en cada una de las próximas dos décadas.
Algunos funcionarios sostienen que el apetito de deuda pública estadounidense por parte de inversores extranjeros (el resto del mundo posee casi la mitad de los títulos del Tesoro pendientes, es decir, más de seis billones de dólares) protege a Estados Unidos de problemas económicos. Entre el 2010 y el 2017, los superávits de cuenta de capital (reflejados en déficits de cuenta corriente) sumaron unos $3,3 billones, contra un déficit federal agregado de $8 billones.
Pero esas cifras macroeconómicas surgen de decisiones políticas en el extranjero y de movimientos equilibradores en los precios financieros. Funcionarios de importantes economías de mercado emergentes decidieron acumular títulos del Tesoro estadounidense porque sus rendimientos, pese a ser bajos, seguían siendo más que en otras economías avanzadas. Una estrategia comercial más confrontativa, sumada a una mayor dependencia de la deuda pública, puede aumentar el costo de equilibrar los flujos de bienes, servicios y capital. Además, Estados Unidos estará pagando sus excesos actuales con la promesa de pagos futuros, y un estímulo ineficiente hoy no dará a las generaciones futuras los recursos productivos necesarios para cumplirla.
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Estados Unidos estará pagando sus excesos actuales con la promesa de pagos futuros