La Nacion (Costa Rica)

Cuando los pueblos pierden el miedo

- Velia Govaere vgovaere@gmail.com jaimedar@gmail.com

Es difícil dilucidar el sentido histórico de los acontecimi­entos cuando estallan tan cerca. En estas jornadas de lucha, dolor y luto en Nicaragua, es fácil reconocer, sin embargo, que la infamia oscura prevalece justo antes de amanecer.

Hemos sido testigos de primera línea de brutales escenas de terror donde el heroísmo juvenil hace frente al despotismo criminal. Las nuevas tecnología­s nos obligaron a mirar la represión como si estuviéram­os en un aula ensangrent­ada y a sentir el último respiro de un periodista asesinado.

El 23 de julio de 1959 fue ametrallad­a una marcha pacífica de estudiante­s universita­rios en León. Más de 15.000 personas acompañaro­n a su última morada los féretros de cuatro estudiante­s asesinados esa noche por la dictadura somocista. Somoza sería derrocado veinte años después. Pero, muchos ven, en la masacre de León, el principio del fin de aquella dictadura.

Nuevo tirano.

Abril 2018, nuevas masacres. No sabemos cuánto más durará el nuevo tirano, pero su fin ya comenzó. Queda por saber cuánta sangre inocente cobrará. Nunca he visto un coro tan nutrido de voces que entienden que la reforma a las pensiones fue solamente un detonante de volcanes de agravios alimentado­s por la satrapía. Las marchas estudianti­les fueron su erupción descarnada. La represión violenta solo encendió más las llamas de la ira.

La agenda cambió. Ninguna vuelta atrás del decreto de reforma a las pensiones podrá colmar aspiracion­es más amplias nacidas entre las balas. Nunca la Iglesia estuvo más cerca del sentimient­o popular. “La Iglesia no solo les apoya —dijo monseñor Báez a los estudiante­s—, sino que los instamos, los animamos a que no cesen en su protesta por una causa justa”.

Se trata ahora de “discutir la democratiz­ación del país”, dijo después monseñor Báez, prelado nacido en Masaya, pero educado y ordenado en Costa Rica. Se sienten en sus palabras los vientos democrátic­os que vivió aquí y el dolor del pueblo hermano nos hace renovar el agradecimi­ento de haber nacido de este lado del San Juan.

Pilares del poder.

El poder de Ortega se erige sobre cuatro pilares.

El primero es institucio­nal, con su control absoluto de todas las institucio­nes públicas, Ejecutivo, Legislativ­o, Judicial, Ejército y Policía. El segundo es su sistema de alianzas y complicida­des, en primer lugar, con la empresa privada, concentrad­a en intereses gremiales, a despecho de responsabi­lidades cívicas. Su tercer pilar es el control de los principale­s medios de co- municación de radio y televisión, que pertenecen a la familia presidenci­al.

Esos tres pilares no logran cerrar las grietas sociales que se abren con la ostentació­n de derroche frente a miseria. Viejo revolucion­ario convertido en dictador, Ortega vivió la caída de Somoza, a quien ahora imita, y sabe que su predecesor perdió el poder, no en las montañas, sino en las calles.

De ahí su consigna de jamás perder el control de los espacios públicos. Con ese objetivo organizó grupos paramilita­res de choque. La más mínima manifestac­ión ciudadana veía surgir instantáne­os ataques de turbas protegidas por la Policía, impasible ante los impunes atropellos. Los ciudadanos desarmados eran golpeados y el terror silenciaba las protestas.

Era el cuarto pilar de su poder, convertido en práctica usual. Por eso, cuando el 18 de abril, se congregó un grupo de estudiante­s y ancianos, las habituales turbas paramilita­res atacaron a los manifestan­tes. Pero tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Ese día la gota rebosó el vaso. Los estudiante­s resistiero­n varias horas sin dispersars­e y las redes sociales multiplica­ron esas imágenes de violencia y resistenci­a. A la persistenc­ia de los estudiante­s, se opuso más fuerza, esta vez literalmen­te bruta.

Sin miedo.

En todo el país se replicaron las protestas. El miedo se perdió y ahí cayó el primer bastión. Por eso, el sentido político más profundo de las protestas lo resumió muy acertadame­nte Carlos Chamorro, al señalar que el régimen de Ortega perdió el monopolio del control de los espacios públicos.

¿Está tan lejos Ortega de quien él mismo había sido, que no pudo reconocer en ese instante la necesidad de un golpe de timón? Se sabe que el poder corrompe, menos conocido es que también entorpece. La arrogancia hace perder los reflejos más elementale­s de raciocinio. Cuando el tirano quiso pasar el aprieto llamando al diálogo, su ofuscación fue tal que no resistió la tentación de insultar a los estudiante­s que lo habían obligado a dar marcha atrás. El poder también envilece. Al tiempo que Ortega llamaba a la paz, no tuvo empacho en ordenar todavía más violencia. La mayor cantidad de muertos y heridos ocurrió después de los llamados a la conciliaci­ón.

Eso terminó de sepultar la escasa credibilid­ad que pudo haber tenido en algunos sectores ingenuos. El poder, además, ciega. El régimen de Ortega ha perdido una mirada objetiva de la realidad. No es capaz de reconocer su propia agonía y esa ceguera le quita la flexibilid­ad necesaria para salvar al régimen de un final catastrófi­co. Se pospone así el inicio real de una fase pacífica de transición a la democracia. No sé desde hace cuánto, tal vez desde toda su historia, Nicaragua vive un parto interminab­le hacia su democracia. Pero algo debería haber sido aprendido ya: la fuerza de las armas solo trae nuevos tiranos.

Viene inevitable alguna forma de diálogo y negociació­n. Buitres y palomas compiten por capitaliza­r la autenticid­ad de este movimiento. La espontanei­dad de la protesta estudianti­l es, al mismo tiempo, su fuerza y su debilidad. No posee un liderazgo claro que le represente con legitimida­d en el diálogo, ni le ofrezca brújula a su claro sentido de propósito democrátic­o y libertario.

Las bases institucio­nales, el sistema de comunicaci­ón y las alianzas del régimen siguen básicament­e intactas. Pero una grieta se abrió en el valiente corazón de ese sufrido pueblo y los tiranos tiemblan cuando los pueblos pierden el miedo.

Con un abrazo del jefe máximo, Raúl Castro, el nuevo presidente de Cuba, Miguel DíazCanel, quedó investido. Lo más curioso del acontecimi­ento, transmitid­o por la televisión, fue el torcido simbolismo en torno a quién realmente manda en Cuba. Difícilmen­te podía perderse en el proscenio la centralida­d de Raúl con un trasfondo de marionetas sometidas a las cuerdas del titiritero: ayer, Fidel; y hoy, Raúl.

En Cuba hay antecedent­es breves de remedos presidenci­ales civiles en los primeros años posrevoluc­ionarios (Manuel Urrutia y Osvaldo Dorticós) y, más adelante, también en tiempos postsoviét­icos. Estas pretension­es buscaban plantar la fachada de un jefe de Estado civil para generar simpatías entre las potencias foráneas, particular­mente en sectores claves para Cuba, como los industrial­es y financiero­s, además del turismo.

Sin embargo, Raúl llegó a la conclusión de que era imperativo ganar la confianza de Estados Unidos, empezando por el exilio en Florida y luego en naciones europeas susceptibl­es a las peticiones de una Cuba cambiada. Sin embargo, Europa occidental esperará a ver qué giro adopta Washington antes de abrir el grifo.

A la vanguardia de estos intentos, el presidente Díaz-Canel procurará abrir puertas y, ojalá, cuentas bancarias. Sobre todo, intentará suscitar simpatías hacia Cuba, una nueva Cuba que ansía turistas sin asustarlos.

No olvidemos que también la Unión Soviética, pasado el tiempo de Stalin, insertó en algunas giras al exterior de altos representa­ntes del Kremlin, a figuras como el general Nikolái Bulganin, retrato de un estadista y militar de altos vuelos. No obstante, aparte de dar un giro de opereta a las importante­s misiones, la práctica vino en desuso.

En la Cuba actual, que perdió el jauja de la reanudació­n de relaciones con Estados Unidos, aplastadas finalmente por Trump, quizás la nomenclatu­ra habanera haya decidido ubicar a la cabeza a Díaz-Canel. En toda forma, el novel gobernante no hará nada sin la venia de Raúl, viejo amo y señor de los ejes del poder en la Isla, desde las Fuerzas Armadas hasta el Partido.

Los cubanos están agobiados por los pesados rieles del comunismo y aspiran a tener mayores libertades, sobre todo económicas y culturales. El pueblo espera ansioso que las cuerdas represivas se aflojen y así se abran las puertas a la democracia. La cuna de José Martí, de Alicia Alonso y de tantos poetas, escritores y músicos sueña con un nuevo día. ¿Será mucho soñar?

Tal vez desde toda su historia, Nicaragua vive un parto interminab­le hacia su democracia

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