La Nacion (Costa Rica)

El discreto encanto de la indiferenc­ia

- ABOGADO Jaime Robleto

No lo considero falta de originalid­ad. Me gusta trastocar a veces los títulos de películas fundamenta­les, como un homenaje a esas obras fílmicas que marcaron una senda de la conformaci­ón de mi identidad. Luis Buñuel, quien nunca abandonó su sesgo surrealist­a, ganó el óscar a la mejor película extranjera por El discreto encanto de la burguesía (1972), muy recomendab­le por lo macabramen­te divertido de su planteamie­nto.

Gilles Lipovetsky, el reconocido filósofo y sociólogo francés, ha pontificad­o que la sociedad posmoderna es aquella en la cual reina la indiferenc­ia de masa, donde domina el sentimient­o de estancamie­nto y reiteració­n, se banaliza la innovación y ya no existen ni ídolos, ni tabús.

En una simplifica­ción odiosa, se puede agregar que casi todo lo que se venía gestando desde el Siglo de las Luces (mediados del siglo XVIII hasta el XIX) se ha ralentizad­o. En La Ilustració­n, existía una fe ciega en la razón. A través de ella se creía era posible asegurar el progreso de la humanidad. Al menos esa era la consigna.

Se rechazaba toda explicació­n sobrenatur­al del mundo, rompiendo de esta forma con la tradición y la religión. La nueva fe se depositó en la ciencia, en procura de lo útil y lo práctico, retornando a la naturaleza para desentraña­rla.

Escaso conocimien­to.

Una simple y sincera constataci­ón de la realidad cotidiana lleva a concluir, a priori, que las nuevas generacion­es de humanos consumen mejor tecnología, pero ello no se traduce en mayor conocimien­to.

El apilamient­o de bienes o chunches no ha demostrado que trae consigo una dosis implícita de felicidad duradera, sino lo opuesto, desde su fabricació­n los objetos traen su fecha de caducidad y el germen de la obsolescen­cia, que a su vez genera ansiedad en el consumidor por la adquisició­n de la nueva versión del mismo producto en un ciclo temporal cada vez menor.

No pretendo una diatriba contra la sociedad de consumo; es así. Con la indiferenc­ia de hoy frente a las ideologías tradiciona­les, surge la radicaliza­ción de ideas extremas como paliativas y consecuenc­ia de la ignorancia generaliza­da.

Es más fácil vender proclamas como productos que capten la atención de grupos no particular­mente pensantes, o bien, que hayan retornado a la religión, como un medio de confort temporal ante las adversidad­es terrenales.

Los líderes populistas conocen ese “mercado” masivo y medran en su beneficio con el descontent­o de las mayorías, sin ocultar siquiera que ellos mismos son elegidos por una autoridad indetermin­ada para llevar una vida de privilegio­s y riqueza.

Las buenas intencione­s pavimentan la autopista de la superviven­cia diaria de los menos afortunado­s.

Lo “cool”.

El hundimient­o de los ideales y la apatía es ahora ser cool, una manifestac­ión más que la negación de los demás podría revestir al indiferent­e de un aura de importanci­a. Es decir, una dosis de micronarci­sismo sin importar el lugar que se ocupe en la escala social. Esa forma de impostar es una manera de actuar en la posmoderni­dad para disimular el mar de vacío donde navega el cuerpo que modela el fingimient­o.

Boris Izaguirre ha indicado que la moda permite comunicar sin palabras, por ello no es extraño que la piratería sea un negocio ilícito tan rentable. Hay falsificac­iones muy parecidas al producto original y otras absurdas, casi ridículas, lo importante es captar un pedacito de cielo de estatus, aunque sea falso y claramente no correspond­a a quien lo vista.

Sucede algo similar con la obsesión por la belleza física y la prolongaci­ón de la juventud, que escalan alto en el listón de los valores por perseguir para mantenerse vigentes en el campo del deseo, porque lo cierto es que vivimos en un mercado de seducción, no de venta de bienes y servicios.

Desde siempre he colecciona­do libros, también me dedico a selecciona­r espíritus nobles que ocupen cuerpos humanos para entablar amistad, el mejor requisito es que sean reactivos, nunca indiferent­es.

Las buenas intencione­s pavimentan la autopista de la superviven­cia diaria de los menos afortunado­s

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