La novela madurista
La mascarada electoral del 20 de mayo en Venezuela debe resumirse como la redundancia de un régimen que se quedó sin pueblo, las postrimerías de una democracia fosilizada que mutó en dictadura descarada o un ensayo que no solo fisuró los principios con los que originalmente se parapetó como “revolución”, sino que condonó todos los escrúpulos democráticos que hasta hace poco le daban fachada de gobierno civilista.
Lo anterior, amordazando la libertad y ofreciéndola en sacrificio ante el altar de aquellos regímenes pervertidos que se sostienen a punta de autarquía y violencia.
Los libros de historia retratarán estas décadas de chavismo desde los hechos y no desde la izquierda o la derecha. Ciertamente, tampoco desde la visceralidad desbordada que ha signado a la política venezolana.
En tales memoriales, tendrán que anotarse datos tan incontestables como la violencia política que inhabilitó a un López, primero, y a un Capriles, después. Exiliando también a un Ledezma, no sin antes perseguirlos inmisericordemente.
Debiendo los historiadores afinar las sumas y contar también, que por descabezada la oposición se acorraló a sus bases partidarias; siguiendo con cientos de presos y torturados políticos, la vigilancia sin disimulo y cuasicriminal que el propio régimen encargó a los Comités de Barrio –armados irresponsablemente por el madurismo como premonición de milicias y pandillas que “salvadorizarán” las urbes venezolanas del poschavismo– y a ese cómplice eje “cívico-militar” que contradice toda la teoría republicana sobre la que se erige cualquier democracia creíble. En síntesis: en Venezuela, la sociedad civil está en extinción.
Antropofagia política.
La Asamblea Nacional Constituyente –podrán decir a su tiempo quienes describan desapasionadamente la historia venezolana– viene siendo la mayor muestra de antropofagia política, desde el fujimorismo.
El caso es que a estas alturas, la autarquía en Venezuela es total. Holgan de plano las estadísticas para ubicar al lector. Basta agregar que los homicidios per cápita, la hiperinflación, la escasez, la corrupción y todo ese barreal de subdesarrollo, rompen todo umbral numerológico e impide todo parámetro de comparación.
Al chavismo –y principalmente a Maduro y sus secuaces–, le reconocerán los historiadores el haber desmontado la estructura productiva del país más próspero de América Latina. Desigual, sí, pero no inviable como ha terminado a base de un absurdo igualamiento hacia la limitación, cuyo germen es la malsana venganza de quienes gobiernan, no para mejorar la situación de quienes están mal (equidad), sino para desmejorar la de quienes están bien (empobrecimiento). Legando así, cuando menos, una lección histórica: no es lo mismo empobrecer a los ricos que enriquecer a los pobres.
Sobre este último episodio de la novela electoral madurista, la historia tendría que denunciar, en su versión más realista, que los narcodólares y petrodólares malograron todo el espíritu político criollo y ahogaron cualquier grito reivindicatorio e impusieron en su lugar un clientelismo y prebendalismo que profundizó el preexistente estado impune de las cosas, cortesía de adecos y copeyanos como corresponsables únicos –hay que decirlo-, del sustrato que dio cabida al liderazgo mesiánico de Chávez y sus imitadores postreros.
Miseria.
Venezuela solo es democracia, si ya no importa que ahí no decidan los millones de votos, sino los millones de petro y narcodólares. Se impone el prebendalismo madurista a su contracara: la miseria de un pueblo que, aun teniéndolo todo para ser primermundista, se debate hoy en el barrial de la corrupción más impune y la improvisación más vergonzante.
Por algo es que Robert Musil, desde la cabecera de José Marina, nos previene del mayor riesgo cultural: “Si la estupidez no tuviera algún parecido que le permitiese pasar por talento, progreso, esperanza o perfeccionamiento, nadie querría ser tonto”.
No hay pueblos tontos ni nada más racional que el hambre. Justamente por eso, esta tragicomedia electoral madurista ya no la compra nadie. Salvo aquellos que en su ceguera ideológica e inoculados por su antiimperialismo enfermizo olvidan que tras el teatro dantesco montado por esos histriónicos protagonistas de la novela madurista se encuentra el bravo pueblo, que es el que finalmente sufre y el que debería importar e inspirar a quienes se juran demócratas y humanistas.