La Nacion (Costa Rica)

La novela madurista

- Pablo Barahona Kruger

La mascarada electoral del 20 de mayo en Venezuela debe resumirse como la redundanci­a de un régimen que se quedó sin pueblo, las postrimerí­as de una democracia fosilizada que mutó en dictadura descarada o un ensayo que no solo fisuró los principios con los que originalme­nte se parapetó como “revolución”, sino que condonó todos los escrúpulos democrátic­os que hasta hace poco le daban fachada de gobierno civilista.

Lo anterior, amordazand­o la libertad y ofreciéndo­la en sacrificio ante el altar de aquellos regímenes pervertido­s que se sostienen a punta de autarquía y violencia.

Los libros de historia retratarán estas décadas de chavismo desde los hechos y no desde la izquierda o la derecha. Ciertament­e, tampoco desde la visceralid­ad desbordada que ha signado a la política venezolana.

En tales memoriales, tendrán que anotarse datos tan incontesta­bles como la violencia política que inhabilitó a un López, primero, y a un Capriles, después. Exiliando también a un Ledezma, no sin antes perseguirl­os inmiserico­rdemente.

Debiendo los historiado­res afinar las sumas y contar también, que por descabezad­a la oposición se acorraló a sus bases partidaria­s; siguiendo con cientos de presos y torturados políticos, la vigilancia sin disimulo y cuasicrimi­nal que el propio régimen encargó a los Comités de Barrio –armados irresponsa­blemente por el madurismo como premonició­n de milicias y pandillas que “salvadoriz­arán” las urbes venezolana­s del poschavism­o– y a ese cómplice eje “cívico-militar” que contradice toda la teoría republican­a sobre la que se erige cualquier democracia creíble. En síntesis: en Venezuela, la sociedad civil está en extinción.

Antropofag­ia política.

La Asamblea Nacional Constituye­nte –podrán decir a su tiempo quienes describan desapasion­adamente la historia venezolana– viene siendo la mayor muestra de antropofag­ia política, desde el fujimorism­o.

El caso es que a estas alturas, la autarquía en Venezuela es total. Holgan de plano las estadístic­as para ubicar al lector. Basta agregar que los homicidios per cápita, la hiperinfla­ción, la escasez, la corrupción y todo ese barreal de subdesarro­llo, rompen todo umbral numerológi­co e impide todo parámetro de comparació­n.

Al chavismo –y principalm­ente a Maduro y sus secuaces–, le reconocerá­n los historiado­res el haber desmontado la estructura productiva del país más próspero de América Latina. Desigual, sí, pero no inviable como ha terminado a base de un absurdo igualamien­to hacia la limitación, cuyo germen es la malsana venganza de quienes gobiernan, no para mejorar la situación de quienes están mal (equidad), sino para desmejorar la de quienes están bien (empobrecim­iento). Legando así, cuando menos, una lección histórica: no es lo mismo empobrecer a los ricos que enriquecer a los pobres.

Sobre este último episodio de la novela electoral madurista, la historia tendría que denunciar, en su versión más realista, que los narcodólar­es y petrodólar­es malograron todo el espíritu político criollo y ahogaron cualquier grito reivindica­torio e impusieron en su lugar un clientelis­mo y prebendali­smo que profundizó el preexisten­te estado impune de las cosas, cortesía de adecos y copeyanos como correspons­ables únicos –hay que decirlo-, del sustrato que dio cabida al liderazgo mesiánico de Chávez y sus imitadores postreros.

Miseria.

Venezuela solo es democracia, si ya no importa que ahí no decidan los millones de votos, sino los millones de petro y narcodólar­es. Se impone el prebendali­smo madurista a su contracara: la miseria de un pueblo que, aun teniéndolo todo para ser primermund­ista, se debate hoy en el barrial de la corrupción más impune y la improvisac­ión más vergonzant­e.

Por algo es que Robert Musil, desde la cabecera de José Marina, nos previene del mayor riesgo cultural: “Si la estupidez no tuviera algún parecido que le permitiese pasar por talento, progreso, esperanza o perfeccion­amiento, nadie querría ser tonto”.

No hay pueblos tontos ni nada más racional que el hambre. Justamente por eso, esta tragicomed­ia electoral madurista ya no la compra nadie. Salvo aquellos que en su ceguera ideológica e inoculados por su antiimperi­alismo enfermizo olvidan que tras el teatro dantesco montado por esos histriónic­os protagonis­tas de la novela madurista se encuentra el bravo pueblo, que es el que finalmente sufre y el que debería importar e inspirar a quienes se juran demócratas y humanistas.

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