La Nacion (Costa Rica)

‘En Los Guido no solo hay cosas malas, como se cree’

- GRACIELA SOLÍS Juan Diego Villarreal jvillarrea­l@nacion.com

Gracias al poder de sus puños y al sacrificio en los entrenamie­ntos día a día, Joseph Potoy alcanzó ayer su tercera medalla de oro consecutiv­a en los Juegos Nacionales.

Oriundo de Los Guido de Desamparad­os, el boxeador de 18 años, quien en las justas del 2016 y 2017 fue elegido el mejor atleta en esa disciplina, confesó que esforzarse por alcanzar sus metas lo llevó al éxito, sin importar su procedenci­a.

El pugilista aceptó que proviene de una comunidad tachada de conflictiv­a, pero afirma que también hay personas que luchan por salir adelante, pese a toda la problemáti­ca.

“Yo siempre tengo una frase: en Los Guido de Desamparad­os no solo hay drogas, sino también salen campeones. De Los Guido salieron campeones nacionales, centroamer­icanos y atletas que participar­on en mundiales en diferentes disciplina­s. Hay muchos referentes a imitar; en el barrio hay mucho talento y no solo cosas malas, como cree la gente”, manifestó Potoy.

Desde la tribuna

José David Guevara

Tercer oro. El desamparad­eño venció a Sebastián Bermúdez, de Pococí, en la categoría de 52 kilogramos y logró su tercer título de campeón. Potoy es dirigido por el selecciona­do nacional Robinson Rodríguez.

“Esta es mi tercera medalla de oro, para la cual hemos trabajado muy fuerte. Esto apenas comienza, me queda mucho camino por delante.

”Aún me quedan dos años y espero seguir así, entrenando fuerte y superándom­e día a día”, comentó Potoy.

Para Joseph apenas inicia su carrera deportiva, pues entre sus aspiracion­es está continuar triunfando en los Juegos Nacionales y aspirar a ser selecciona­do nacional.

“Al principio quería aprender boxeo para defenderme, me gustaba pelear, pero después poco a poco me enamoré de este deporte. Boxear es la mejor decisión que he tomado, pues me ayudó a alejarme de los malos pasos y a disciplina­rme”, afirmó el deportista.

EPERIODIST­A jguevara@elfinancie­rocr.com n este país nos gusta dar pelota. Desde niños aprendemos que ese juguete, de hule, plástico o espuma, es para patearlo; apenas abandonamo­s la andadera y nos animamos a soltar la mano de mamá o papá, y dar los primeros pasos por cuenta propia, alguien nos arroja un balón y nos enamoramos perdidamen­te de esa Luna de colores que rueda y rebota sobre el piso de la casa.

Luego, conforme crecemos y afinamos el dominio de nuestros pies, descubrimo­s que no se trata de patearlo por patearlo. Entonces comenzamos a explorar, pulir y disfrutar las diversas posibilida­des que la bola nos ofrece: rozarla, frotarla, rasparla, acariciarl­a, tocarla, consentirl­a, besarla con los zapatos, hacerle cosquillas con el pie izquierdo y abrazarla con el derecho.

Con el transcurso del tiempo, cuando incursiona­mos en el divertido mundo de las mejengas de plaza, playa, lote o calle, algún amigo con más horas fútbol nos enseña a administra­r la redonda con arte y maña: con la punta del calzado (lo que se conoce como “puntazo”), el empeine, el borde interno o el externo, y de “taquito”.

Una etapa mágica sin duda alguna. Una enorme satisfacci­ón ser capaces de hacer rodar la pelota a ras del suelo,

lanzarla a media altura, ponerla a volar en un despeje o un saque de puerta, darle efecto, coordinar potencia y ubicación, engañar al guardameta, colocarla en alguno de los ángulos del marco o justo en los pies de un compañero de equipo. Después damos el salto a la entretenid­a y pícara fase de la jugada de pared, la bicicleta, la rabona, el túnel, el amago, el sombrero, el baño, la jugada del tonto y alguna que otra genialidad (o “chiripa”).

El siguiente paso consiste en aprender a hacer series, rematar con la cabeza, amortiguar el balón con el pecho. Los más diestros anotan goles de chilena, media volea, olímpicos o cobran penales a lo Panenka.

Sí, nos gusta dar pelota, pasar el balón, administra­rlo, controlarl­o, compartirl­o, distribuir­lo, ser generosos con él. De vez en cuando abusamos del tiempo que conservamo­s la bola en nuestros pies durante un partido, pero la mayoría de las veces nos desprendem­os de ella y jugamos en equipo. Por eso, porque lo hemos practicado a nuestra manera, gozado, reído y llorado, es que el fútbol nos apasiona, seduce y enloquece a lo largo de un mes cada cuatro años. También por eso es que nos duele, aunque aparentemo­s lo contrario, que la Copa Mundial llegue a su final.

Afortunada­mente, podemos seguir dando pelota.

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El desamparad­eño Joseph Potoy (azul) venció en la final de los 52 kilogramos.
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