La Nacion (Costa Rica)

Nicaragua: la falacia de la soberanía

- Sergio Ramírez ESCRITOR

El régimen de Daniel Ortega ha rechazado de manera tajante, y haciendo uso de la vieja retórica antiimperi­alista, la creación del grupo de trabajo integrado por 12 países miembros de la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA), presidido por Canadá, para “contribuir a la búsqueda de soluciones pacíficas y sostenible­s a la situación que se registra en Nicaragua”.

El canciller nicaragüen­se ha recordado, como no se oía desde hace mucho tiempo, que la OEA no es más que “el Ministerio de Colonias de Washington”, no en balde su sede está situada entre la Casa Blanca y el Departamen­to de Estado, y ha dicho que “los integrante­s de esa comisión que conforma y dirige Estados Unidos en el afán de seguir intervinie­ndo en los asuntos internos de Nicaragua desde la OEA no son bienvenido­s” y, por lo tanto, “no serán recibidos” en suelo nicaragüen­se.

Esas manifestac­iones de virtud herida no se correspond­en con lo que ha sido la política del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) a lo largo de los últimos cuarenta años, desplantes retóricos de por medio. En 1978, la OEA formó un grupo de trabajo similar integrado por tres países, los propios Estados Unidos, República Dominicana y Guatemala, cuyos integrante­s llegaron a Nicaragua en plena insurrecci­ón de setiembre de ese año, en calidad de mediadores. En representa­ción del FSLN, como miembro del Grupo de los Doce, participé en las negociacio­nes con el gobierno de Somoza, conducidas por ellos.

Estas negociacio­nes fracasaron porque Somoza le dio largas a la propuesta de un plebiscito en el que se votaría si se quedaba o no en el poder; pero pocos meses después, en mayo de 1979, ya no la comisión de la OEA, sino nada más uno de sus integrante­s, el diplomátic­o del Departamen­to de Estado William G. Bowdler, regresó para reemprende­r las pláticas, ahora con quienes éramos los miembros designados de la Junta de Gobierno de Reconstruc­ción Nacional, y nos reunimos con él en Costa Rica y en Panamá. Ortega era miembro de la Junta.

La Dirección Nacional del FSLN, donde también estaba Ortega, respaldaba esas negociacio­nes directas con Estados Unidos, destinadas a facilitar la salida de Somoza lo más pronto posible, mientras el pueblo combatía en todo el territorio nacional. Y se llegó a acuerdos concretos: Somoza renunciaba y se iba de Nicaragua con su familia y allegados más íntimos sin pagar por sus graves culpas, responsabl­e de delitos de lesa humanidad.

Se convino, además, que una vez depurada, y con una nueva jefatura, la Guardia Nacional, el Ejército de la familia a la que echábamos del poder, pasaría a ser parte de unas fuerzas armadas en las que entraría también la guerrilla del FSLN, formando ambas entidades un Estado Mayor Conjunto equilibrad­o.

Las cosas no llegaron a ser así porque al negarse a renunciar el vicepresid­ente Urcuyo, una vez Somoza exiliado en Miami, todo se descarriló y la Guardia Nacional terminó desbandánd­ose y rindiéndos­e. Pero aquellos fueron los acuerdos.

Ortega se desdice.

El régimen no acepta hoy “intervenci­ones extranjera­s” contrarias a la “soberanía nacional”, entre ellas, el calendario electoral elaborado por la OEA, que culminaría con unas elecciones adelantada­s para los primeros meses del 2019. Ya Ortega lo había aceptado, según testimonio del secretario general, Luis Almagro, pero ahora se desdice, obnubilado por su “victoria militar” frente a una rebelión desarmada, alegando que adelantar las elecciones es contrario a la Constituci­ón Política. Lo cual es falso, y él lo sabe por experienci­a propia.

La guerra civil que a lo largo de los años ochenta enfrentó a los sandinista­s con los contras terminó gracias a las gestiones de paz del presidente de Costa Rica Óscar Arias, encauzadas a través del proceso de Esquipulas, en el que participar­on los presidente­s de todos los países centroamer­icanos. La meta era poner fin a los conflictos armados en Nicaragua, El Salvador y Guatemala.

Se llegó a acuerdos trascenden­tales, el primero de los cuales se firmó el 7 de agosto de 1987, precisamen­te en la ciudad de Esquipulas, en Guatemala, donde se establecía el compromiso de celebrar “elecciones libres y democrátic­as para el nombramien­to de representa­ntes populares en los municipios, los congresos y asambleas legislativ­as y la presidenci­a de la república”, bajo la supervisió­n de la OEA y las Naciones Unidas.

Ortega firmó él mismo esos compromiso­s. Aceptó integrar un nuevo Consejo Electoral “equilibrad­o” y unas nuevas normas justas y transparen­tes de votación. Y aceptó más. Aceptó adelantar la fecha de las elecciones programada­s para noviembre de 1990, a fin de que se efectuaran en febrero de ese mismo año, con lo cual acortó su propio período.

En febrero de 1989, suscribió en Managua una serie de acuerdos con los partidos de oposición para “democratiz­ar el país y permitir un ambiente propicio a las elecciones”, que incluían una obligada reforma a la Constituci­ón para hacer posible el adelanto de los comicios. Firmados esos acuerdos, los llevó a la cumbre de presidente­s centroamer­icanos celebrada en Costa del Sol, El Salvador, el 14 de ese mismo mes, donde fueron ratificado­s.

No hubo intromisió­n.

No fue injerencia en los asuntos soberanos de Nicaragua la de los presidente­s centroamer­icanos. Tampoco fue injerencia la de la OEA al desplegar una numerosa misión de observador­es a lo largo de todo el período electoral de 1990. La misma OEA, que no se ha movido de sede, siempre entre la Casa Blanca y el Departamen­to de Estado, en el mismo edificio donado en 1910 por el millonario Andrew Carnegie.

Si la soberanía de Nicaragua está herida de muerte, es por algo muy diferente: el Tratado del Gran Canal Interoceán­ico, firmado en junio del 2013, que entrega por cien años el país, de manera gratuita, al aventurero chino Wang Ying, un millonario en quiebra salido de la nada. Este tratado inaudito, convertido en ley, fue publicado en inglés en el diario oficial, y sigue vigente. Un día, ojalá no lejano, deberá ser derogado.

El Tratado del Gran Canal Interoceán­ico entrega el país por cien años a un aventurero

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