La Nacion (Costa Rica)

Veleidades judiciales

- Carlos Ml. Arguedas duranayane­gui@gmail.com

EEXMAGISTR­ADO l pasado mes de julio la Sala Constituci­onal dio una opinión consultiva que ha puesto de cabeza a la Asamblea Legislativ­a, y no sin razón. La cosa puede ser más grave que eso: si en el pasado, como temo, se han dictado leyes incurriend­o en lo que ahora la Sala califica de vicio esencial de procedimie­nto, todas ellas tienen comprometi­da su validez y su vigencia.

El Reglamento legislativ­o dispone que los proyectos de ley se archivan pasados cuatro años desde su iniciación; no obstante, la Asamblea puede prorrogar ese plazo. Los requisitos para hacerlo son dos: que se solicite mediante moción antes del vencimient­o del plazo y que la moción se apruebe por votación de dos tercios de los miembros de la cámara.

A pesar de que en el caso que resolvió la Sala ambos requisitos se cumplieron con creces (la Asamblea aprobó la moción con 54 votos), el tribunal se ha permitido añadir que la moción debe ser puesta a votación en un “plazo razonable”, porque si así no ocurre se produce un vicio esencial de procedimie­nto. A partir de aquí, la opinión entra en una zona de penumbra: ¿Qué es, a juicio de la Sala, un “plazo razonable”? ¿Por qué es exigible? ¿Cómo se contabiliz­a? ¿Es válido que la prórroga se apruebe con posteriori­dad al vencimient­o del plazo cuatrienal?

Poder.

La calificaci­ón de los vicios de procedimie­nto mediante opiniones consultiva­s dota a la Sala de un gran poder sobre la función legislativ­a, al extremo que puede frustrarla y anularla. Cuando de esa clase de vicios se trata, el Congreso tiene que someterse al arbitrio del tribunal constituci­onal.

Por consiguien­te, aquel poder ha de emplearse con extremo discernimi­ento y comedimien­to, como han hecho ver los miembros del tribunal que se separaron de la opinión de la ma-

El procedimie­nto legislativ­o es un proceso político revestido de juridicida­d

yoría. No en vano se ha dicho que el procedimie­nto legislativ­o es un proceso político revestido de juridicida­d: la severidad e inventiva de los jueces que lo califican pueden esteriliza­r el sustrato político del procedimie­nto y adulterar el rol constructi­vo del derecho.

Si alguien me pidiera un consejo sobre la clase de “emprendimi­ento” que debería iniciar para enriquecer­se sin agotarse demasiado, pondría a trabajar mi máquina de decir barrabasad­as y le preguntarí­a a boca de jarro: “Si no te desagradan los perros, ¿pondrías en práctica una idea para hacer plata que tengo desde que estaba en la escuela politécnic­a?”.

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Le contaría lo que ocurrió en 1954, cuando el profesor de Física de nuestro grupo de futuros tecnólogos nos preguntó cuál era la sustancia pura que en mayor abundancia habíamos visto en nuestras vidas. Alguien dijo que era el aire (“chico, el aire es invisible y además es una mezcla”). Otro dijo que el azúcar (“vamos, se ve que nunca estuviste en un ingenio, el azúcar no es sacarosa pura”).

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Ante el silencio sepulcral del resto, el profesor quiso lucirse: “¡Qué falta de sesos tenemos, es el agua, la que beben y con la que se bañan!”.

La respuesta a la pifia del “profe” fue tumultuosa. “Profesor, usted habrá visto mucha agua en su vida, pero agua pura casi nunca: para tenerla hay que destilarla”, dijo el más bocón de la clase y, en efecto, todos sabíamos que en la naturaleza el agua líquida pura es una rareza, pero en el curso de Laboratori­o de Química la preparábam­os todos los días calentando “agua del tubo” hasta hacerla entrar en ebullición y condensand­o el vapor en una columna de vidrio fría. Eso era el agua destilada, el agua pura que no salía gratis porque para producirla era necesario gastar bastante energía.

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Después de esta remembranz­a le explicaría a mi socio en ciernes la idea de lo que es un buen negocio: “Te podés hacer millonario ofreciéndo­les, a los dueños de perros bien cuidados, bañar semanalmen­te a sus mascotas con agua destilada, el agua que, por ser pura de verdad, es la más saludable”. Si mi futuro socio no pareciera convencido y pusiera reparos por lo caros que saldrían los benditos baños, le soltaría mi argumento definitivo: “No te preocupés, hombre, ¿no ves que son ticos? Si instalás el destilador de agua en lugar visible, encontrará­n todo tan científico y corrongo que van a pagar lo que les pidás”.

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