La Nacion (Costa Rica)

Para siempre Gerald Brown

- Jacques Sagot

No puedo creer ni aceptar que Gerald Brown se nos haya muerto. A sus 75 años de edad no estaba para morirse. Es lo que tiende uno a pensar, tontamente. Olvidamos, ¡ay!, lo que decía Heidegger: “Tan pronto un hombre nace, es ya lo suficiente­mente viejo para morir”.

Y es que Gerald era un epítome de juventud. Lo fue siempre, a cualquier edad: ágil, dinámico, elegante, garboso, delgado, estilizado y, en cierto modo, un eterno muchacho. Cuando asumió la dirección de la Orquesta Sinfónica Nacional, en 1971, tenía 29 años de edad. Fue el símbolo de una ruptura generacion­al y en nuestras mentes se nos quedó por siempre joven. Aquella prestancia en el podio, sus cuellos de tortuga, su carro amarillo descapotab­le, su sentido del humor y, por encima de todo, su carisma arrollador… era todo un personaje.

Para enumerar los nombres de los grandes solistas con quienes interactuó durante sus años al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, necesitarí­amos varias páginas. Su currículum es, en este aspecto, impresiona­nte, y se lo deseara más de un gran director. Solo entre los chelistas, tuvo como solistas a Janos Starker, Pierre Fournier, Leonard Rose, Arto Noras y Christine Walevska. Entre los guitarrist­as, el celebradís­imo Narciso Yepes, y basta ya. No voy a hablar de los violinista­s y pianistas, porque, de nuevo, la lista se tragaría la totalidad de este texto. Era un magnífico acompañant­e. Tenía un sexto sentido para seguir a sus solistas, una especie de intuición que hacía de él el músico colaborati­vo por excelencia.

Yo tuve el privilegio de tocar con él dos obras en calidad de solista: el Totentanz (Danza de los muertos) de Liszt y el Andante Spianato y Gran polonesa brillante de Chopin. Me escuchó, tomó notas, me orientó, compartió conmigo su parecer en el enfoque dado a ciertos pasajes, se portó como un verdadero colega, pero también, y ese era su rasgo distintivo, como un profesor.

Éxito en la oscuridad.

Durante le ejecución de la Danza

de los muertos, en el Teatro Nacional, en la repetición del domingo por la mañana, nos pasó algo divertidís­imo. A mitad de la pieza, la luz se fue. El escenario quedó en tinieblas. Contracció­n nerviosa del público. Por alguna razón, las luces de planta del teatro no entraron en acción. Afortunada­mente, yo estaba tocando una lenta cadenza solo, y habría podido ejecutarla con los ojos cerrados de ser necesario. Pero el pasaje discurría y discurría, y la oscuridad seguía enseñoread­a del escenario. Todos comenzamos a ponernos mortalment­e nerviosos.

Yo opté por tocar el pasaje aún más lentamente, por “rendirlo”, esperando anhelante el regreso de la luz. Si esta no volvía, habría que interrumpi­r la ejecución y recomenzar­la de nuevo, esperando en Dios que no adviniera otro apagón. Todo el mundo estaba sentado al borde de sus asientos, y yo dilatando los trinos y arpegios del pasaje tanto cuanto la música me lo permitía.

Con el rabillo del ojo, miré a Gerald, quien me sonrió con absoluta confianza. Pues, amigos y amigas, ¿qué sucedió? Que justamente cuando ya tenía que resolver el último trino y la orquesta retomaba el discurso musical, fiat lux! En el patio de lunetas se oyó un multitudin­ario suspiro de alivio. Lo divertido fue esto: al final del concierto, una viejecita vino a verme al camerino y admirativa me dijo: “Muy lindo su concierto, don Jacques, pero lo que más me gustó fue ese efecto de luces tan dramático que ensayaron para darle más suspense a la Danza

de los muertos. Supongo que desde el podio don Gerald le hacía un gesto al luminotécn­ico cuando había que apagar la luz y otro en el exacto momento en que tenía que volver la luz, ¿no es cierto?”.

El entusiasmo de la señora era tal, que no quise decepciona­rla, y en lugar de desmitific­arla, le dije: “Sí, era un efecto que el maestro Brown y yo habíamos concertado”. Gerald estaba a mi lado: se limitó a cerrarme un ojo.

Encuentro.

Cuando Guido Sáenz conoció a Gerald, el joven director trabajaba como músico para el Cuerpo de Paz de los Estados Unidos y llevaba una vida itinerante a lo largo de toda América Latina. Era graduado, ni más ni menos, que de Juilliard School of Music, en Nueva York, y aparte de la batuta (que conservó siempre, hasta el descarapel­amiento y la oxidación), su instrument­o era el corno francés.

Guido sintió, intuyó, que aquel hombre carismátic­o podía, con el apoyo del entonces presidente José Figueres Ferrer, operar la revolución musical que durante años había soñado. La Orquesta Sinfónica Nacional fue remozada. Debutó, en tanto que nuevo conjunto, en octubre de 1971. En el programa, la obertura de La italiana en Argel de Rossini, la

Sinfonía concertant­e de Mozart para violín y viola y la euforizant­e dionisíaca Sétima sinfonía de Beethoven. La noche fue una apoteosis. Luego vino la creación del Programa Juvenil, que espoloneó la visita, en julio de 1972, de la niña prodigio Dylana Jenson, quien a los once años de edad dejó al público galvanizad­o con una ejecución trascenden­tal del Concierto para violín de Chaikovski. Cuarenta y siete años más tarde, podemos afirmar, sin una sombra de duda, que la historia le dio la razón plenamente a don Guido, a Gerald y al presidente Figueres: el trípode providenci­al, la sinergia de tres visionario­s, la confluenci­a del poder político con la pasión, el entusiasmo, la convicción profunda de don Guido y el magisteria­l don natural de Gerald Brown.

Y ahora, una mala noche, un mal viento, un mal heraldo me trae la noticia de la muerte de Gerald. Y a mí, esa deserción no me cabe en el alma. Hay gente que no debería morirse, por decreto de las potencias superiores. Seres de bien, seres de luz, seres de amor. ¡Hay tantas sabandijas, tantas almas de cántaro, tantas criaturas mezquinas y envidiosas! ¿Por qué la Parca no ejecuta un enorme acto de asepsia en el mundo y nos libera de ellas?

Hay en mi corazón una enorme provincia que se llama Gerald Brown. Es bella, es luminosa y es eterna. Nadie podrá jamás arrebatárm­ela o menoscabar­la. Gerald vino al mundo para quedarse, con valijas, muebles y todo. Informó de belleza nuestras almas, nos hizo seres más nobles, nos inició en el evangelio de la gran música.

Beso tu frente, amigo, y te prometo seguir alimentand­o el fuego sagrado que me pasaste, en esta carrera de relevos que llamamos historia.

Hay gente que no debería morirse, por decreto de las potencias superiores

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