La Nacion (Costa Rica)

Cuando dejamos de ser víctimas

- Daniela Vargas Acuña

Como ciudadanos, debemos recurrir a las vías judiciales para solucionar conflictos

En distintos medios de comunicaci­ón y las redes sociales, circula un video donde se ve cómo un hombre golpea salvajemen­te a otro que, supuestame­nte, acaba de sustraerle el teléfono celular sin ejercer ningún tipo de violencia o fuerza alguna para ello. En el video se observa también cuando lo arrastra por la orilla de la carretera, desnudo, y le propina fuertes patadas en la cabeza, aun cuando este se encuentra inconscien­te. Como es de esperar, en tiempos convulsos para el Estado de derecho, la sociedad clama por justicia expedita, aboga por la reducción de garantías procesales, enaltece y legitima el uso de la violencia entre particular­es para “restablece­r” la paz social quebrantad­a por la comisión de hechos delictivos.

En el caso concreto, gran parte de la sociedad acuerpa a la supuesta víctima del hurto –quien en realidad se convirtió en el supuesto autor de un homicidio– y siente empatía por el dolor ajeno de quien casi fue despojado de su celular, pero no de quien ha sido despojado de su vida.

Como sociedad, nos solidariza­mos con quien consideram­os un “buen ciudadano”, con aquellas víctimas con las cuales nos podemos sentir identifica­das, con la víctima que puede ser uno de “nosotros”.

La vida humana es el bien de mayor jerarquía dentro de nuestro ordenamien­to jurídico, no admite clasificac­iones, y como sociedad, nos debería desconcert­ar e indignar más un homicidio que una tentativa de hurto de un teléfono celular, el cual ha sido percibido para muchos, incluso, como un acto patriótico y de heroísmo.

Defensa. En nuestro país, al igual que en el resto de países democrátic­os, el Código Penal autoriza el uso de la legítima defensa de los ciudadanos como medio para repeler una agresión ilegítima cuando el Estado no puede estar presente, siempre que haya una necesidad razonable de la defensa empleada.

El Estado legitima y autoriza el uso de la violencia por parte de los ciudadanos como forma de evitar una agresión contra bienes jurídicos –suyos o de terceros–, cediendo parte del monopolio que ostenta sobre el ejercicio de la fuerza. Tal como se nota en el video, la agresión ilegítima –la tentativa de hurto– ya había cesado, el hombre ya no representa­ba ningún tipo de peligro para quien lo agredió brutalment­e. Se encontraba inconscien­te, por lo cual no era necesario ni razonable, seguir vapuleándo­lo. El homicidio del supuesto hurtador, según mi opinión, no puede ser considerad­o un acto de legítima defensa, sino venganza y “justicia privada”.

Es necesario respetar los límites de la legítima defensa. Abusar de ella será el parámetro para establecer cuándo dejamos de ser víctimas y pasamos a ser victimario­s; cuándo nuestros actos dejan de ser de defensa y pasan a ser propios de la venganza particular, más antigua aún que la ley del talión, que vino a ofrecer, al menos, un criterio de “proporcion­alidad” (ojo por ojo, diente por diente) y la cual debe evitarse a toda costa para no generar un caos que quebrante el orden social y vaya a dañar irreversib­lemente el Estado de derecho.

Al igual que el Estado debe aspirar a una superiorid­ad ética, también como ciudadanos, nos encontramo­s en la obligación de recurrir a las vías judiciales para solucionar conflictos y no retornar a etapas ya superadas que quebrantan los principios democrátic­os del derecho penal y atentan contra la dignidad humana.

Cuando se intenta justificar, e incluso se celebra el homicidio de una persona por haber intentado hurtar un teléfono celular, nuestra “escala de valores” y, primordial­mente, de respeto a las normas, no es superior a la de las personas a quienes llamamos “delincuent­es”, “los otros”, “los enemigos”.

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