La Nacion (Costa Rica)

Del azúcar, líbreme Dios

- Robert H. Lustig

SAN FRANCISCO – Cada ejecutivo del mundo publicitar­io conoce la diferencia entre el mercadeo y la propaganda. Uno utiliza hechos para apoyar un punto de vista, mientras que el otro se basa en falsedades y engaño. Pero si la diferencia es la verdad, ¿cuáles son las cosas en común? Para los científico­s, es la dopamina. Para la industria de los alimentos procesados, ese dato ha valido billones de dólares.

La dopamina es el neurotrans­misor del sistema de recompensa del cerebro y se activa ante estímulos como la cocaína, la nicotina y el alcohol. Pero también es activado por la informació­n. Por ejemplo, escáneres cerebrales muestran que cuando la gente oye una declaració­n que cree que es verdad –la veracidad es irrelevant­e– recibe una dosis de dopamina. Los propagandi­stas han sacado ventaja de esta rareza de nuestra fisiología celular durante siglos y hoy se puede apuntar específica­mente a esta anomalía neurocient­ífica para utilizar la política populista como un arma.

Sin embargo, los mayores oportunist­as son las empresas. Varios sectores han recurrido a la propaganda para ofrecer sus productos al público, suprimiend­o sistemátic­amente cuestiones sobre daños reales; las industrias del petróleo, del tabaco y de los opiáceos me vienen de inmediato a la cabeza. Pero, con el correr de los años, ninguna industria ha ofrecido más desinforma­ción partidista –ni ha generado más morbilidad, mortalidad, costo público y estragos económicos– que la industria de los alimentos procesados.

Las enfermedad­es no transmisib­les (ENT) representa­n aproximada­mente el 50 % de la carga de enfermedad­es a escala global y alrededor del 75 % del gasto total en atención médica. El papel de los alimentos procesados en estos trastornos crónicos es indiscutid­o; todos los países que adoptan una “dieta del patrón occidental” alta en grasas y alta en azúcar están plagados de las mismas enfermedad­es y costos. Pero la gran interrogan­te para los profesiona­les de la salud es si hay que echarle la culpa a la cantidad o a la calidad de los alimentos. Esta es una distinción importante, porque la cantidad está determinad­a por el usuario, mientras que la calidad está determinad­a por la industria.

Algunos expertos en salud sostienen que determinad­os componente­s específico­s de los alimentos procesados –en particular, el azúcar– son tan adictivos como la cocaína y la heroína. Por ejemplo, el azúcar es, consistent­emente, el ingredient­e con el mayor puntaje en la escala de adicción a los alimentos de Yale, que mide las ansias de comer de la gente.

La industria de los alimentos procesados dice: “Hace falta azúcar para vivir”. La sacarosa –o azúcar común de mesa– está compuesta por dos moléculas en igual proporción: glucosa y fructosa. Pero, a pesar de tener las mismas calorías (4,1 calorías por gramo), se comportan de manera diferente cuando se consume.

La glucosa es la energía de la vida; la quema cada célula en el organismo. La glucosa es tan importante que si uno deja de ingerirla, el hígado la compensa con un proceso llamado gluconeogé­nesis. Por el contrario, la fructosa, que también es una fuente de energía, es un nutriente vestigial para los seres humanos; nuestras células no la necesitan para funcionar. Mi investigac­ión ha demostrado que cuando se ingiere fructosa por sobre la capacidad del hígado para metaboliza­rla, el excedente se convierte en grasa del hígado, y estos depósitos pueden promover la resistenci­a a la insulina y contribuir al desarrollo de ENT.

La fructosa también influye en el consumo de azúcar. Por ejemplo, estudios en animales han demostrado que la sacarosa altera los receptores de dopamina y opiáceos del cerebro de una manera similar a la morfina, y establece rutas conectadas para las ansias de comer. En ratones de laboratori­o, el dulzor incluso supera a la cocaína como una recompensa codiciada.

Escáneres del cerebro humano demuestran que la glucosa activa la corteza cerebral (la parte “cognitiva” de nuestro cerebro), mientras que la fructosa elimina esa señal y, en cambio, enciende el sistema límbico (el cerebro “reptil”). Es más, mientras que el azúcar no exhibe los síntomas de abstinenci­a clásicos, sí lleva a una tolerancia y una dependenci­a que pueden causar atracones, ansias de comer y sensibilid­ad cruzada a los narcóticos. Estas son algunas de las razones por las que la Organizaci­ón Mundial de la Salud y el Departamen­to de Agricultur­a de Estados Unidos recomienda­n que la gente reduzca la cantidad de azúcar en su dieta.

Las cualidades adictivas del azúcar están embebidas en su economía. Al igual que el café, el azúcar es inelástico al precio, lo que significa que cuando los costos aumentan, el consumo se mantiene relativame­nte constante. Las compras de gaseosas y otros alimentos azucarados no se ven afectadas drásticame­nte por los impuestos o la fluctuació­n de precios.

No todos los que están expuestos al azúcar se vuelven adictos, pero, como sucede con el alcohol, muchos sí. Si bien el azúcar refinado es el mismo compuesto que se encuentra en la fruta, carece de fibra y ha sido cristaliza­do para su pureza. Es precisamen­te este proceso lo que transforma al azúcar de un “alimento” en una “droga”, permitiend­o que la industria de los alimentos “atrape” a consumidor­es despreveni­dos. La evidencia es visible en cada pasillo de cada almacén, donde un sorprenden­te 74 % de todos los alimentos contienen azúcar agregada. En verdad, el atractivo del azúcar es una gran razón por la que el actual margen de ganancia de la industria de los alimentos procesados es del 5 % (respecto del 1 % anterior), y por la que muchos de nosotros estamos enfermos, gordos, quebrados, deprimidos y somos estúpidos o sencillame­nte miserables.

La propaganda ha sido esencial para sostener la adicción masiva. Desde por lo menos 1954, los ejecutivos de la industria de los alimentos han sabido que el consumo excesivo de azúcar causa problemas de salud. Apelando a los mismos trucos que las tabacalera­s –y, en algunos casos, la misma gente–, ocultaron la evidencia y redoblaron la apuesta. Financiaro­n ciencia chapucera, cooptaron a investigad­ores y críticos, les echaron la culpa a otros, propiciaro­n una menor supervisió­n por parte del gobierno y hasta les vendieron sus productos a niños (como con el tigre Tony, el equivalent­e de los cereales para el desayuno del camello Joe de las grandes tabacalera­s).

Como han informado mis colegas de la Universida­d de California, San Francisco, la Fundación de Investigac­ión sobre el Azúcar –el grupo comercial de la industria– incluso intentó persuadir a la medicina clínica de centrarse en las grasas saturadas en lugar del azúcar, y presionó a la odontologí­a clínica a focalizars­e en una vacuna para las caries en lugar de una reducción del azúcar. En otras palabras, las tácticas de la industria de los alimentos procesados no son diferentes de las de las grandes tabacalera­s.

Tratar cualquier adicción es difícil una vez que el sistema límbico del cerebro está tan dañado que la dopamina ya no genera recompensa alguna. La mejor solución es empezar por impedir la adicción, y en el caso de los alimentos procesados dulces, eso significa venderles la verdad a los consumidor­es. Ya hemos perdido una generación a manos del flagelo de las ENT. Es hora de poner a la industria de los alimentos procesados contra las cuerdas, antes de que perdamos una segunda generación.

El atractivo del azúcar es la razón por la cual muchos estamos gordos, quebrados o deprimidos

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