La Nacion (Costa Rica)

Job: una lectura crítica

- Jacques Sagot

Siempre he disfrutado particular­mente de los libros llamados “poéticos” de la Biblia: el Cantar de los Cantares, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiasté­s y Job. A esto debo añadir los cuatro Evangelios, que en el fondo son enormes, inmarcesib­les poemas. Cada vez que Jesucristo toma la palabra, la poesía campea soberana.

Las Bienaventu­ranzas son poesía pura, con efectos de métrica, de rimas y de anadiplosi­s y anáforas bien concertado­s. ¡Vamos, añadamos también Isaías, Jeremías y el Apocalipsi­s, puro surrealism­o avant la lettre: hay en ellos visiones y raptos de furia divina verdaderam­ente gloriosos! El mensaje de la Biblia solo es verdadero cuando es poético. ¿Por qué? Pues porque, por definición, la poesía siempre es verdadera. En estos días releí el libro de Job. Por grande que sea mi amor por este texto, la ética del protagonis­ta me parece revulsiva. Ya he abordado el tema en otros escritos, pero ninguno ha bastado para vaciar en ellos mi indignació­n, así que aquí voy de nuevo.

“Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos; y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job. Y vinieron a él todos sus hermanos y sus hermanas, y todos los que antes le habían conocido, y comieron con él el pan de su casa y se condoliero­n de él, y lo consolaron de todo aquel mal que Jehová había traído sobre él; y cada uno de ellos le dio una pieza de dinero y un anillo de oro. Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero, porque tuvo catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil asnas, y tuvo siete hijos y tres hijas. Llamó el nombre de la primera, Jemina, el de la segunda, Cesia, y el de la tercera, Keren-hapuc.

”Y no había mujeres tan hermosas como las hijas de Job en toda la tierra; y les dio su padre herencia entre sus hermanos. Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación”.

Ajedrez.

No me escapa el significad­o básico de esta parábola. El problema es que no está sustentada en un hombre de carne y hueso, sino en “el hombre”, así, in abstracto, el hombre que Dios y Satán eligen para jugar alegrement­e su partida de ajedrez. El hombre escenario de grandes combates teológicos. Ese hombre desustanci­ado, desprovist­o de espesor psicológic­o, de verdad humana, que execraba Unamuno: el sujeto filosófico, no el individuo que realmente sufre, clama y protesta contra su finitud y el despojamie­nto vital de que es objeto.

Francament­e, déjenme decirlo en pocas palabras: si en efecto el happy ending de esta extensa parábola nos deja con la imagen de un Job reconcilia­do con el Señor, bailando feliz y brindando por la vida sobre sus fanegas de trigo, abrazando a sus nuevos chiquitos y, posiblemen­te, a su nueva, ubérrima esposa, entonces Job es un miserable.

¡Cuánta frivolidad, qué cortedad de memoria, qué falta de respeto por la memoria y el dolor de los hijos que le fueran arrancados y de la esposa tronchada solo para que él se convirties­e en uno de los galanes de la gran saga bíblica!

Únicamente un malvado y un mendigo de alegrías puede contentars­e con que Dios le devuelva “algo”, una especie de indemnizac­ión moral o de “premio de consolació­n” ante la pérdida de eso —esposa e hijos— que es, por definición, absolutame­nte irremplaza­ble. Adornar el reparo con tres millones de ovejas y siete billones de apestosos caballos es añadir cinismo al insulto. Amor verdadero. Uno no quiere que Dios le devuelva “algo”. Nadie ama “algo”. Uno quiere que Dios le devuelva precisamen­te aquello que amó —lo cual nunca hará— porque en eso consiste el amor: en la insustitui­bilidad, en la singularid­ad, en el insondable vacío que en un ser humano deja la pérdida del ser amado.

Vayan a preguntarl­e a un padre o a una madre que haya perdido un hijo (no hablemos ya de tres) si se contentarí­a con recibir un buen día por correo un bello, bien manufactur­ado, empacado, timbrado, sellado y certificad­o “repuesto” como compensaci­ón por la pérdida que eternament­e lloran.

Job no supo respetar su duelo. Con garrocha se saltó su propio luto. Muy, pero muy rápidament­e, enjugó sus lágrimas y, francament­e, no quisiera yo ha- ber sido el hijo de un hombre tan desmemoria­do (“el muerto al hoyo y el vivo al bollo”). No señor, el ser humano real, el postulado por Unamuno, no vive así su vida. Job es un personaje plano, una maqueta para la cual no hay correlato sino en el mundo alegórico de la parábola.

Emblematiz­ando con ello la rapacidad de los tiempos bíblicos, el relato pone un énfasis de todo punto repugnante en la recuperaci­ón de los bienes materiales: rebaños de ovejas, caballos y cerdos apestosos. Así, su esposa viene “surtida”, aderezada por un suplemento (en el sentido derridiano del término) de placer, como el avioncito de plástico en la caja de cor n flakes.

No hablemos de la homologaci­ón ontológica repugnante que se produce entre la mujer y los bichos de corral que le son obsequiado­s, en lo que más parece un value meal de McDonald’s que una respuesta divina. ¡Mujer con ovejas, caballos, asnos y cerdos: y ni siquiera, necesariam­ente, en ese “orden de precedenci­a”, si se me permite usar una expresión de la jerga diplomátic­a!

Se dirá que esto era invaluable para un campesino, un agricultor allá, cuando la tierra estaba aún húmeda del diluvio. Aduzcan lo que quieran: la sobornabil­idad y la amnesia emocional de Job son indefendib­les: ustedes lo saben tan bien como yo. Pocos personajes del Antiguo Testamento me inspiran tanta repulsión como este viejo frívolo, que cambia de esposa y de hijos como quien cambia de sandalias.

Job es grande en su dolor y pequeño en su alegría. Pero ¿no somos así todos los seres humanos?

Estados Unidos amplió la lista de personas sancionada­s cercanas al presidente venezolano, Nicolás Maduro. La medida, si bien pretende presionar la salida de la dictadura, se justifica también en la lucha contra la corrupción, mal que carcome las democracia­s de la región.

A Maduro y la larga lista de acólitos se les han sumado su esposa, Cilia Flores, diputada y exconstitu­yente; los ministros de Defensa, Vladimir Padrino, y de Informació­n, Jorge Rodríguez, y su hermana la vicepresid­enta Delcy Rodríguez, a quienes se les congelaron los activos en EE. UU. Además, terceros tienen prohibido contratar con ellos.

Gracias a medidas como esta se incautó un avión valorado en $20 millones a un testaferro del expresiden­te del Congreso y constituye­nte, Diosdado Cabello, así como millones en activos al exvicepres­idente y hoy ministro Tareck el Aissami por vínculos con el narcotráfi­co. Ambos se disputan ser el número dos del régimen.

Casos como Lava Jato, en Brasil, donde Odebrecht creó una plataforma regional para la corrupción a cambio de contratos o los cuadernos de la corrupción en Argentina, revelan cómo la corruptela es el cáncer que erosiona la gobernanza y credibilid­ad democrátic­as.

Por ello, no hay que dudar en golpear donde más duele: la incautació­n de activos mal habidos y los de sus corruptore­s. Debemos eliminar también los fueros especiales que se convierten en escudos legales de impunidad. Ejemplos de expresiden­tes y exministro­s hoy senadores hay muchos en la región.

Reitero la importanci­a de considerar, para juzgar hechos de “gran corrupción”, la creación de una Corte Internacio­nal Anticorrup­ción, idea planteada ante el Foro Legal Internacio­nal en San Petersburg­o en el 2012. El proyecto aún debe depurarse legalmente, mas la idea es combatir el escudo de impunidad con que operan gobernante­s y sus cómplices de alto nivel, gracias a la inopia o complacenc­ia de institucio­nes policiales y jurisdicci­onales. La Corte propuesta operaría de manera similar a la Corte Penal Internacio­nal, o como parte de ella, y bajo el principio de subsidiari­dad.

Aunque es difícil de cuantifica­r, se calcula que el equivalent­e económico perdido por la corrupción es del 5 % del PIB mundial, una tragedia para todo país, pero especialme­nte para los más pobres.

Pocos personajes del Antiguo Testamento me inspiran tanta repulsión como este viejo frívolo

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