La Nacion (Costa Rica)

Volver a clases

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Los educadores deben regresar a clases. Está en juego no solo el derecho de los estudiante­s a la educación, sino también los intereses de los trabajador­es.

Con la aprobación de la reforma fiscal en primer debate, la huelga, dirigida a que fuera retirada de la corriente legislativ­a, se vació de sentido y fracasó. A esto último también han contribuid­o el generaliza­do rechazo ciudadano a las medidas de fuerza adoptadas por algunos de sus protagonis­tas, la firmeza de los diputados quienes rechazaron sus presiones y amenazas, la convicción del Poder Ejecutivo sobre su imperativa necesidad y las declarator­ias de ilegalidad en casi todos los casos denunciado­s ante los juzgados de trabajo.

El más reciente y, junto al referido a la Caja Costarrice­nse de Seguro Social (CCSS), es el del magisterio. Aun así, en una actitud totalmente irresponsa­ble hacia los estudiante­s, padres de familia y los propios afiliados, las cúpulas y los representa­ntes regionales de sus tres principale­s sindicatos decidieron el miércoles mantener la huelga. Los trabajador­es de la educación deben desoírlos y regresar a sus labores. Ni la Asociación Nacional de Educadores (ANDE), ni la Asociación de Profesores de Segunda Enseñanza (APSE), ni el Sindicato de Educadores Costarrice­nses (SEC) pueden ser dueños de la voluntad libre de sus afiliados.

La paralizaci­ón de labores, que ya superó el mes, golpea, aproximada­mente, al 50 % de las institucio­nes educativas estatales. No importa si uno ve este “vaso” medio lleno o medio vacío, lo cierto es que el porcentaje resulta en extremo elevado y perjudica irreversib­lemente a los estudiante­s afectados y sus padres de familia. Los primeros, tal como dijo en nuestra edición de ayer el ministro de Educación, Edgar Mora, “son la razón de ser del sistema educativo”. Desdeñar el deber de enseñarlos implica una violación a su derecho a la educación. El tiempo que han perdido difícilmen­te será plenamente recuperado, y existe un efecto igualmente odioso: la inequidad entre aquellos niños y jóvenes que sí han podido continuar sus lecciones –sea porque están en centros educativos privados o públicos que se mantienen activos– y aquellos que han sido privados de la enseñanza. Los padres de familia, por su parte, han visto dislocada su vida cotidiana y, en muchos casos, deberán acudir a pagar cursos remediales para que sus hijos recuperen la materia perdida.

Lo anterior es algo que debe tocar la conciencia de los educadores y otros miembros del sistema. Aunque carecieran de sensibilid­ad (que la mayoría sí tiene), hay de por medio otra razón: sus propios intereses. Ya la huelga fue declarada ilegal y, dada la enorme cantidad de resolucion­es similares y la contundenc­ia de los argumentos señalados por el juez en este caso, es prácticame­nte imposible que, tras la apelación, un tribunal falle de otro modo. Es decir, cualquiera en su sano juicio debería suponer que la declarator­ia se mantendrá, con todas las consecuenc­ias laborales que tendrá para los huelguista­s.

Los dirigentes, a sabiendas de que se basan en dudosas expectativ­as o vulgares mentiras, han tratado de hacer creer a sus afiliados que la rebaja de salarios por los días no trabajados comenzará a correr a partir de que quede en firme la ilegalidad. Esto no es así. Si alguien ha incurrido en una conducta ilegal, su responsabi­lidad (y consecuenc­ias) por ella comienza desde el principio, no cuando un tribunal tome la decisión final, sobre todo, si de por medio existe una grave afectación a servicios públicos esenciales. Además, toda relación laboral implica una contrapres­tación: el empleado ofrece su trabajo; el patrono, una remuneraci­ón a cambio de él. Si se produce un abandono laboral sin causa justificad­a (y una huelga ilegal no la tiene), desaparece la obligación de remunerar.

Vistos todos estos elementos, la decisión de la cúpula y sus extensione­s regionales y sectoriale­s carece de justificac­ión válida alguna. Pareciera que, renuentes a aceptar que han fracasado y actuado con grandes errores tácticos e irresponsa­bilidad, ahora buscan mantener un estado de crispación a costa de los estudiante­s y sus propias “bases”. Es algo inaceptabl­e. Por ello, merece el repudio de todos, comenzando por los propios educadores. Su lugar, como el de los estudiante­s, está en el aula.

Los educadores deben rechazar la intransige­ncia e irresponsa­bilidad de sus dirigentes y regresar a clases

Está en juego no solo el derecho de los estudiante­s a la educación, sino también los intereses de los trabajador­es

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