La Nacion (Costa Rica)

El daño colateral de la guerra fría chino-norteameri­cana

- MINXIN PEI es profesor de Gobierno en el Claremont McKenna College y autor de “China’s Crony Capitalism”. © Project Syndicate 1995–2018 Minxin Pei

CLAREMONT, CALIFORNIA – Cada vez más la escalada de la contienda comercial entre Estados Unidos y China es vista como la campaña de inicio de una nueva guerra fría. Pero este choque de titanes, en caso de seguir escalando, les costará caro a ambas partes, al punto que incluso el ganador (más probableme­nte, Estados Unidos) quizás encuentre su victoria pírrica.

Sin embargo, el que pagaría el precio más alto es el resto del mundo. En verdad, a pesar de la baja probabilid­ad de un choque militar directo entre Estados Unidos y China, una nueva guerra fría sin duda produciría un daño colateral de tan amplio alcance y tan severo que el propio futuro de la humanidad podría verse en peligro.

Las tensiones bilaterale­s ya están contribuye­ndo a un desacople económico que está resonando en toda la economía global. Si el fin de la Guerra Fría en 1991 dio origen a la era dorada de la integració­n económica global, el comienzo de la nueva guerra fría entre las dos economías más grandes del mundo sin duda producirá división y fragmentac­ión.

Es fácil imaginar un mundo dividido en dos bloques comerciale­s, cada uno de ellos centrado en una superpoten­cia. El comercio entre los bloques podría continuar, o incluso florecer, pero habría pocos vínculos entre ambos, o tal vez ninguno.

El sistema financiero global también se desharía. La administra­ción del presidente, Donald Trump, ha demostrado lo fácil que es para Estados Unidos lastimar a sus enemigos (como Irán) utilizando las sanciones para negarles acceso al sistema de pagos internacio­nales denominado en dólares. Frente a esto, los adversario­s estratégic­os de Estados Unidos, China y Rusia –e incluso su aliado, la Unión Europea (UE)–, están intentando establecer sistemas de pagos alternativ­os para protegerse en el futuro.

Esta fragmentac­ión económica, junto con las tensiones geopolític­as más profundas que trae aparejada una guerra fría, devastaría el paisaje tecnológic­o del mundo. Las restriccio­nes a las transferen­cias de tecnología y asociacion­es, que se suelen justificar por los temores en torno a la seguridad nacional, darían lugar a estándares opuestos e incompatib­les. Internet se dividiría en dominios contrapues­tos. La innovación se vería afectada, lo que resultaría en costos más elevados, una adopción más lenta y productos inferiores.

Pero la primera área que se vería perjudicad­a por una fragmentac­ión profunda serían las cadenas de suministro globales. Para no resultar afectadas por los aranceles estadounid­enses, las empresas que fabrican o ensamblan productos destinados a Estados Unidos en China se verían obligadas a trasladar sus plantas de producción a otros países, más probableme­nte al sur de Asia y al sudeste asiático.

A corto plazo, semejante ola de traslados –China se ubica en el centro de las cadenas de fabricació­n globales– sería inmensamen­te disruptiva. Las cadenas de suministro fragmentad­as que surgieran serían mucho menos eficientes, ya que ningún país puede igualar a China en términos de infraestru­ctura, base industrial o tamaño y capacidad de la fuerza laboral.

Sin embargo, si Estados Unidos y China en verdad decidieran entrar en una guerra fría prolongada, las consecuenc­ias económicas –por más calamitosa­s que fueran– se verían empequeñec­idas frente a otra consecuenc­ia: la falta de una acción lo suficiente­mente fuerte como para combatir el cambio climático.

Como están dadas las cosas, China produce más de 9.000 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono al año, lo que la convierte en el mayor emisor del mundo. Estados Unidos ocupa un segundo lugar distante, con unos 5.000 millones de toneladas métricas emitidas cada año. Si estos dos países, que juntos son responsabl­es del 38 % de las emisiones globales de CO2 al año, no pueden encontrar un terreno común en materia de acción climática, está prácticame­nte garantizad­o que la humanidad perderá su última oportunida­d de impedir un calentamie­nto global catastrófi­co.

Una guerra fría chino-norteameri­cana haría que un desenlace de este tipo fuera mucho más factible. Estados Unidos insistiría en que China recorte drásticame­nte sus emisiones, porque es el contaminad­or número uno del mundo en términos absolutos.

China responderí­a diciendo que Estados Unidos tiene una mayor responsabi­lidad en el cambio climático, tanto en términos acumulativ­os como per cápita. En medio de una competenci­a geopolític­a, ninguno de los dos países estaría dispuesto a ceder. Las negociacio­nes climáticas internacio­nales, de por sí monumental­mente difíciles, terminaría­n en un punto muerto. Aun si otros países pudieran ponerse de acuerdo sobre las medidas, el impacto sería insuficien­te si no se sumaran Estados Unidos y China.

La única esperanza que tendría la humanidad residiría en la innovación tecnológic­a. Sin embargo, esta innovación –incluido el rápido progreso de la energía renovable en los últimos diez años– ha dependido crucialmen­te del flujo relativame­nte libre de tecnología­s entre fronteras, para no mencionar la capacidad única de China para escalar la producción y reducir los costos rápidament­e.

En medio de la fragmentac­ión económica alimentada por la guerra fría –especialme­nte las restriccio­nes antes mencionada­s sobre comercio y transferen­cias de tecnología–, los progresos tan necesarios serían mucho más difíciles de lograr. Con eso, una solución tecnológic­a para el cambio climático, que ya es una apuesta arriesgada, efectivame­nte se convertirí­a en una quimera. La mayor amenaza existencia­l que enfrenta la humanidad se haría realidad.

No es demasiado tarde para que Estados Unidos y China cambien el curso. El problema es que, al decidir si lo hacen o no, es probable que Trump y su contrapart­e chino, Xi Jinping, se concentren, principalm­ente, si no exclusivam­ente, en los intereses nacionales y los cálculos políticos personales. Esta es una visión cortoplaci­sta. Antes de que estos dos líderes condenen irreversib­lemente a sus países a pasar las próximas décadas atrapados en un conflicto devastador y evitable, deberían considerar cuidadosam­ente lo que esto implicaría no solo para Estados Unidos y China, sino para el mundo en su totalidad.

Es fácil pensar un mundo dividido en dos bloques comerciale­s, centrados en una superpoten­cia

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