La Nacion (Costa Rica)

Echo de menos la alegría del asfalto

- José David Guevara jguevara@elfinancie­rocr.com

SPERIODIST­A í, extraño el vocerío de niños y adolescent­es corriendo detrás de un balón sobre una “cancha” pavimentad­a que tenía caños y bordes de aceras en lugar de líneas encaladas, y cuyas porterías consistían en dos piedras colocadas en cada extremo del terreno de juego.

Era entretenid­o escuchar aquella algarabía de barra de amigos disputando una reñida mejenga a la luz de las lámparas del alumbrado público. Aquellos “clásicos” de la calle se interrumpí­an solo cuando había apagón o si de repente aparecían un vehículo o una moto. Un bullicio que alegraba las noches con gritos de “¡goooool!”, “¡mano!”, “¡no sea sucio, juegue limpio!”, “¡cona!”, “¡no fue gol, no entró, la saqué de la línea!”, “¡el que mete un gol gana!”, “¡no quiero atajar más, que se ponga otro!”, “¡mae más malo! ¡era más difícil botarla que meterla!”, “¡no se vale, nadie me hace pase!” y el infaltable “¡me voy y me llevo la bola!”.

Todo un jolgorio de camisas empapadas en sudor, pantalones que se rompían en las rodillas, zapatillas a las que, tarde o temprano, se les hacía un hueco en alguna de las suelas o se abrían en las puntas o alguno de los costados y rostros y codos con raspones.

Era el alboroto nuestro de cada noche porque los fiebres del barrio mejengueab­an todos los días. Acudían a los partidos después de hacer las tareas y repasar las materias, y haber cenado. En cuestión de segundos resonaban los ecos de pelotazos en paredes, muros y techos, y, ocasionalm­ente, de los cristales rotos de alguna ventana.

Aquellas algazaras comenzaban con el famoso sorteo del “piedra, papel, tijera” que confrontab­a a los dos mejores jugadores; quien ganaba, tenía derecho a escoger de primero los mejenguero­s que formarían parte de su equipo. Los jugadores más malos eran los últimos en ser pedidos. Era absolutame­nte normal que en medio de esas juergas futbolísti­cas pasara un perro callejero, algún gato o una rata, el borrachín del vecindario, un guardia rural con ganas de exhibir su autoridad, un mariguano eufórico, algún loco que preguntaba si acababa de pasar un marciano o un desconocid­o que preguntara “¿con quién le doy?”.

No recuerdo cuándo presencié una mejenga callejera o escuché sus ecos. Echo de menos el viejo barullo del asfalto, el jaleo de quienes lo daban todo en la “cancha”.

Las pantallas y la insegurida­d le ganaron el partido a las calles, ¡y por goleada!

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