‘Es bonito vivir en Burica’, aseguran sus pobladores
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Un chancho de 50 kilos aguardaba en Campo Verde el momento de su muerte.
Elisia Montezuma Bejarano, la matrona de una gran familia ngöbe en esa localidad de punta Burica, al sur del país, planeaba llegar a su casa al mediodía para proceder con el sacrificio, no sin antes pedirle a uno de sus diez hijos, Wálter, que le alistara el fogón.
La jornada había comenzado muy de madrugada, cuando Elisia salió con seis de sus diez hijos hacia Alto Carona. Ahí esperaban ser atendidos por una misión médica del ejército de los Estados Unidos, y personal de salud de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS).
Médicos, enfermeras, odontólogos y farmacéuticos de la Caja los ven cada tres meses, lo cual obliga a cualquiera en esta familia a desplazarse hasta Alto Carona si quieren recibir la atención de salud.
En esos sitios, enclavados en la pura montaña con mar a ambos lados, no se ven motos, buses o carros. Lo que sí se vio con frecuencia en esta última semana fueron dos helicópteros militares llenos de gente vestida de fatiga y hablando un idioma totalmente desconocido para la mayoría de los vecinos de estas zonas.
Punta Burica es el territorio más alejado de Costa Rica después de la isla del Coco. Empieza en un caserío del mismo nombre y finaliza en punta Banco, Golfito, al suroeste del país.
Ahí viven unos 2.000 indígenas guaymíes o ngöbes, que circulan libremente por la frontera entre Costa Rica y Panamá.
El viaje a pie, con botas y sandalias de plástico en medio del barreal todavía fresco por la cola del invierno, estaba más que justificado ese jueves. CCSS y militares bajaron con medicinas y jabón para bañarse en el río. Había que estar ahí.
A pie o a caballo. Era jueves 6 de diciembre. Campo Verde, donde vive la familia Sánchez Montezuma desde que tienen uso de razón los más viejos de la parentela, dista unas dos horas de camino a “pata” de Alto Carona. Es el tiempo que se tarda en recorrer los 3 km que separan ambas poblaciones, calcula Elisia.
Así miden todo ahí: en horas de camino, según lo hagan a pie o a caballo porque hacerlo por mar implica más riesgos que “navegar” por la montaña.
Como muchos sitios en esos alrededores, cuenta, Campo Verde hace honor a su nombre.
El chancho con yuca y plátano es la especialidad de Elisia, una mujer pequeña y fuerte que parió sola a sus diez muchachos pues, aclaró, “ni loca la llevan a Golfito”, dijo en un intento por justificar su resistencia para acudir a un hospital en momentos tan críticos.
“Ahí solo me ponen inyecciones, todo a punto de aguja y suero, y eso no me gusta. ¡Duele! Prefiero tomar medicina natural (...). Vamos adonde el señor que da medicinas”, contó.
Es un hombre mayor que sabe mucho de plantas. Las que dan los árboles y las que los mismos indígenas siembran junto a sus ranchos, compartiendo espacio con chanchos y gallinas.
Solo una vez en sus 46 años esta robusta mujer terminó en el Hospital de Golfito con tres de sus muchachos.
La quebradura de uno los obligó a hacer vida durante tres meses en ese lugar, lo más largo que han llegado de Campo Verde, porque a San José solo lo conocen de nombre.
Un paraíso muy lejos de la ciudad.
Wálter, el hijo de 19 años que acompañó al grupo en su travesía, sueña con seguir una carrera universitaria, aunque sea en alguna sede de estudios superiores en Ciudad Neily, la ciudad menos alejada de Burica con universidades disponibles.
Pero quiere regresar adonde nació porque el sitio donde vive, asegura, es un paraíso. “Es bonito vivir en Burica”, afirmó.
Su amigo Gilberto Rodríguez Guerra, de 26 años, quien vive a unos 15 minutos a pie del centro de Alto Carona, confirmó esa opinión. Gilberto estudia Enseñanza del Inglés en Puntarenas y también aspira volver al finali- zar su carrera para dar clases.
Sin agua ni electricidad, los que tienen más facilidades se pueden jactar de tener un radio para escuchar las transmisiones de emisoras panameñas.
Es lo que pasa en casa de los Sánchez Montezuma, porque pensar en tele o celular es un sueño, aunque ya algunos en Burica consiguieron un móvil.
A pesar de lo que para algunos citadinos podría ser considerado hasta una herejía, para gran parte de los habitantes de Burica es una bendición. Vivir entre la montaña, rodeados por el mar, no es objeto de trueque.
Lamentan, eso sí, el ingreso de extraños ‘no indígenas’ quienes aprovechan la quietud –para algunos, abandono– del lugar, para traficar y canjear mercancías que no son precisamente los chanchos y gallinas que se intercambian por tradición.