La Nacion (Costa Rica)

La miseria moral de la huelga de maestros

- Velia Govaere Vicarioli CATEDRÁTIC­A DE LA UNED vgovaere@gmail.com

En Costa Rica no hay nada imposterga­ble. Aquí la inercia reina todos los días. Solo momentos extremos nos despiertan de la modorra. Somos más pantano que río. Nada o poco se mueve generando cambios. La sabiduría convencion­al de la política criolla evita, cuando puede, decisiones conflictiv­as.

Aficionado­s como somos al juego de pelota, patear la bola es deporte nacional. El estancamie­nto de las condicione­s existentes es consecuenc­ia natural de procrastin­ar siempre lo esencial. A veces, y como excepción, nuestras cobardías nos estallan en la cara y, entonces todo dice: hic Rhodus, hic salta

(¡Aquí está Rodas, salta aquí!). Perdónenme el recurso al latín clásico de Julio Rodríguez, maestro de denuncias como estas, pero un viaje a Google no le hace mal a nadie.

Nadie nos retrata mejor que Henry Mora, que nos invitaba a seguir acercándon­os al abismo porque todavía no habíamos caído en él. ¡De antología! Siguiendo esos consejos, el déficit fiscal y la deuda pública continuaro­n impertérri­tos su rumbo al desastre. En la inminencia de una grave degradació­n de nuestra calificaci­ón de riesgo, Hacienda ya no encontraba crédito y la moneda comenzó una espiral de devaluacio­nes que despertaro­n la memoria dormida de la crisis brutal de los 80. La unanimidad se fue abriendo camino y hasta el liberalism­o adverso a los impuestos comprendió el inminente castigo del veredicto inapelable del mercado.

La decisión unánime de la Sala Constituci­onal avaló la legitimida­d de lo actuado y dejó todavía con vida la posibilida­d de seguir enfrentand­o nuestra problemáti­ca fiscal. Respiramos aliviados. Los mercados financiero­s están tan sorprendid­os como nosotros de esa valentía jurídica, nada usual en ese tribunal tan tico.

Esta vez, lo esencial no fue invisible a los ojos de la Sala. Normalment­e hasta ahí llega la memoria nacional. Una vez aliviados, se nos olvida cómo llegamos al borde de sufrir las peores consecuenc­ias de nuestra aversión al conflicto.

Violación de derechos.

Debemos, sin embargo, agradecer de rodillas el pérfido descaro del gremio educativo envalenton­ado con la impunidad que le otorga la misma ley que nos desarma. En total indefensió­n quedó la niñez, sobre todo, la más necesitada no solo de educación, sino, incluso, de alimentaci­ón. Niños necesitado­s de atención especial quedaron a la deriva. Este país, tan excepciona­l como pretende ser, fue incapaz de asegurar los derechos humanos de la población que más depende de la responsabi­lidad de los adultos.

Después de 80 días y ya sin propósito siquiera, tras reunión “secreta” con el ministro, los dirigentes sindicales acordaron suspender la huelga. En vano. Poco conocían el bajo calado de su liderazgo y la increíble pertinacia que ofrece la impunidad, cuando no existen frenos éticos inhibitori­os. Las vacaciones se acercan. El gremio pasará de huelga a “bien merecidas” vacaciones.

¡Quedamos avisados! ¿Para esto, acaso, dejamos de tener ejército? ¿Cómo llegamos a dejar que se pervirtier­a de tal manera la inspiració­n ética que nos quiso armar de cultura, educación y civismo?

Queda pendiente ese deber de vigilancia, abandonado en manos de una clase política que ha preferido hacer la vista gorda y evitar encarar un gremio que deriva su fuerza de la pusilanimi­dad de sus contrapart­es de gobierno.

El aprieto fiscal, de graves consecuenc­ias económicas y sociales inmediatas, destapó una crisis más determinan­te del futuro de Costa Rica. Una que se escondía detrás de nuestra indiferenc­ia a la baja calidad profesiona­l y humana del gremio en cuyas manos confiamos la formación de los hijos de la patria. Con la perfidia de esa huelga nació una unánime condena que debemos asumir a contrapelo de nuestros instintos conciliado­res.

Mala calidad. Quien se sienta inocente que me tire la primera piedra. La baja calidad docente ha venido destacando en múltiples indicadore­s y es uno de los factores que influyen en la alta y persistent­e deserción escolar y en las escuálidas graduacion­es de bachillera­to. El aburrimien­to de las clases es tal que los jóvenes abandonan los pupitres, aunque se les pague por asistir a clases. Los siempre pobres resultados de las pruebas de bachillera­to se precipitar­on, ahora, hasta el desastre de una generación entera de jóvenes donde solo el 25 % alcanzó la nota mínima. Nuestros resultados en las pruebas PISA han sido sistemátic­amente decepciona­ntes.

Otrora teníamos ventaja comparativ­a de más de 15 años con el resto de la región. Ya no. Tenemos una inversión per cápita superior al promedio de los países de la Organizaci­ón para la Cooperació­n y el Desarrollo Económicos (OCDE), lo que habla del peso que tiene la educación en el imaginario colectivo.

Con todos esos recursos consagrado­s a la educación, tenemos derecho adquirido a lucirnos. No lo hacemos. La clase política tiene poco interés en la rendición de cuentas de un servicio público esencial para la movilidad social y para el desarrollo del país.

En un país que celebra la abolición del ejército, los maestros nunca han sido evaluados. Existe un derecho ciudadano a la transparen­cia educativa que no está siendo respetado. Pero la búsqueda sistemátic­a de conciliaci­ón con un gremio conflictiv­o nos ha privado de instrument­os para asegurar la mejor calidad docente. ¿Con qué fuerza moral podrán ahora los educadores impedir ser evaluados y las autoridade­s dejar de hacerlo?

El comienzo. La crisis fiscal no termina. Sus tareas apenas comienzan. Pero la huelga de educadores nos plantea lecciones que tampoco podemos soslayar. Llegó la hora de atender un derecho ciudadano abandonado a su suerte.

La calidad docente no puede seguir al garete. Las campanas doblan por un ajuste de cuentas con ese gremio hasta ahora intocable. No se trata de represalia­s contra los educadores. La condena social de una huelga sin principios debería significar también un cambio en la correlació­n social de fuerzas con los sindicatos y fortalecer la voluntad del Estado de hacer valer el derecho ciudadano a la mejor educación. No podemos ser indiferent­es a la miseria moral de la huelga de maestros.

El aburrimien­to de las clases es tal que los jóvenes abandonan los pupitres

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