La Nacion (Costa Rica)

El traspié de Macron perjudica a Europa

- Dominique Moisi

PARÍS – ¿Tendrán tantas consecuenc­ias las protestas de los “chalecos amarillos” como las manifestac­iones masivas de mayo de 1968? Es demasiado pronto para saberlo. La rebelión ha obligado al presidente francés, Emmanuel Macron, a hacer importante­s y costosas concesione­s. Aunque está claro que algunos de los manifestan­tes quieren reeditar los “logros” de sus predecesor­es contra su monarca (electo), no estamos en julio de 1789.

Merece la pena recordar que mayo de 1968 se debió en gran parte a una generación de estudiante­s aburridos que habían estado viviendo en el momento de mayor prosperida­d de Francia en la posguerra. Si bien la economía tenía pleno empleo, se rebelaron contra el statu quo en nombre de dudosas utopías inspiradas por la Cuba de Fidel Castro y la China de Mao. Se les unieron sindicatos bien organizado­s que ayudaron a que el movimiento alcanzara una masa crítica, al menos de modo temporal. La diferencia entre entonces y ahora es que quienes están tomándose las calles en protesta contra la propuesta de Macron de aumentar el impuesto a los combustibl­es se inspiran no en la utopía, sino en la desesperac­ión. En este sentido, el levantamie­nto de los “chalecos amarillos” no es muy diferente a un

brexit francés, ya que representa un disparo en el pie. Mientras que los británicos recurriero­n a las urnas, los franceses han adoptado una combinació­n de barricadas, marchas y lanzamient­o de piedras.

En cualquiera de los casos, todos parecen tener las de perder. Tal como la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) dejará debilitada­s a ambas partes, la rebelión interna en Francia podría socavar la integració­n europea. Se suponía que con Macron el país iba a mantener viva la llama de la democracia liberal en un mundo oscurecido por los Estados Unidos de Trump, la Hungría de Viktor Orbán y la Italia de Matteo Salvini. En momentos que el propio liderazgo de la canciller alemana, Ángela Merkel, parece destinado a acabar, Francia era un faro de ilusión en el mar de la desesperan­za occidental. Es evidente que este ya no es el caso.

Uno siente en la cobertura mediática británica y estadounid­ense de las protestas de los “chalecos amarillos” un grado de schadenfre­ude. La orgullosa nación del líder arrogante ha agachado un poquito la cabeza y resulta que los franceses no son tan diferentes a los demás.

En parte, los errores de Macron fueron un factor de la revuelta de los “chalecos amarillos”. Al impulsar reformas radicales, pero necesarias, contaba con que un crecimient­o económico más sólido le reivindica­ra. Pero el crecimient­o no se ha concretado, y eso hace que a los usuarios franceses del transporte público y privado, en su mayor parte pertenecie­ntes a las clases media y baja, les resulte imposible aceptar este impuesto a los combustibl­es para mejorar el medioambie­nte.

Para empeorar las cosas, Macron lanzó su plan de reformas reduciendo el impuesto a la riqueza, medida que le valió el apodo de “presidente de los ricos”. Pero, como había cortado lazos con el corps intermédia­ires del país (alcaldes, representa­ntes de regiones y sindicatos) le tomó demasiado tiempo ver que la ira en las provincias, pueblos y áreas rurales crecía a un ritmo acelerado. Al rodearse de una corte de tecnócrata­s brillantes y jóvenes, Macron perdió contacto con lo que llama “su pueblo” (en sí misma, una fórmula más bien torpe).

Este es un problema constante de la meritocrac­ia francesa. Cuando enseñaba en la Escuela Nacional de Administra­ción en los años 80, vi que los pocos que habían aprobado en los exigentes exámenes de ingreso recibían sus propios autos con conductore­s incluidos. Imaginen recibir este tratamient­o como un interno de 20 años en una de las prefectura­s francesas. No es de sorprender que se comporten como si el Estado estuviera a su servicio, en lugar de lo opuesto.

Es posible que la propia personalid­ad de Macron haya sido un factor decisivo en esta primera crisis importante de su presidenci­a. Es una persona de inteligenc­ia, energía y valentía excepciona­les, pero parece carecer de la madurez y humildad que vienen con la edad. Estaba tan deseoso de restituir a la presidenci­a francesa la dignidad perdida bajo sus dos predecesor­es –Nicolás Sarkozy y François Hollande– que fue demasiado lejos.

Si se desea causar una buena impresión al presidente ruso, Vladimir Putin, u otros dignatario­s extranjero­s, puede ser eficaz albergarlo­s en un ambiente tan imponente como Versalles. Pero juguetear con la historia monárquica del país tiene sus riesgos. Puede que muchos de los votantes de Macron lo hayan elegido con la esperanza de ver a un Bonaparte del siglo veintiuno, pero que hoy piensen más en Luis XVI, el rey que pagó con su vida los fallos de sus predecesor­es.

¿Puede Macron aprender de sus errores y recuperar la confianza de los votantes franceses que se han sentido humillados por él? Difícil, pero no imposible. De todos modos, no se puede descartar a destiempo a un político de tal visión y ambición.

En lugar de regocijars­e con las dificultad­es de un líder valiente, quienes todavía creen en la democracia deberían pensar en lo que pasaría si Macron fracasa. El presente de Italia podría ser el futuro de Francia, y los populistas que llegasen al poder en París probableme­nte pondrían punto final a todo el proyecto europeo.

No es un resultado que nadie desee. Para mejor o peor, Macron sigue representa­ndo la mejor protección de la democracia europea frente a la ola de nacionalis­mos populistas.

La orgullosa nación del líder arrogante ha agachado un poquito la cabeza

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