La Nacion (Costa Rica)

El maligno secretismo de China

- Ricardo Hausmann

El financiami­ento chino suele generar en la economía una borrachera llena de corrupción

CAMBRIDGE – Es posible que los secretos se cuenten entre los recursos más valiosos que pueden poseer los gobiernos: el caballo de Troya, el código enigma, el proyecto Manhattan y los ataques por sorpresa, como los de Pearl Harbor, la Guerra de los Seis Días y la Guerra de Yom Kipur, son solo unos pocos de los ejemplos mejor conocidos. No obstante, en algunos casos es difícil cuadrar el interés nacional con el deseo de los gobiernos de mantener ciertas cosas en secreto –e incluso puede que esto constituya una de las amenazas más peligrosas para ese interés–. La amenaza es aún más grave cuando el secretismo obedece a intereses poco nobles por parte de un gobierno extranjero empeñado en conseguir lo que quiere.

Un caso concreto es el financiami­ento internacio­nal para el desarrollo provenient­e de China, país que se ha convertido en un nuevo e importante actor en este ámbito. En principio, los ahorros masivos, el

know how acerca de infraestru­ctura y la voluntad de otorgar préstamos que tiene China, podrían ser muy positivos para los países en desarrollo. Por desgracia, como lo han sufrido en carne propia Pakistán, Sri Lanka, Sudáfrica, Ecuador y Venezuela, el financiami­ento para el desarrollo por parte de China suele provocar en la economía una borrachera llena de corrupción, que va seguida de una desagradab­le resaca financiera (y a veces política).

A medida que los países enfrentan alzas en los costos de los proyectos y tratan de entender lo que ha sucedido, junto con ver cómo salir del embrollo, se encuentran con que, dentro de los propios contratos, los términos financiero­s de sus obligacion­es están envueltos en secretismo. Todavía más, los contratos restringen la facultad de los prestatari­os, como empresas propiedad del Estado, de poner en conocimien­to del gobierno –y menos aún del público– los términos de esos contratos.

Esto es, a lo menos, lamentable, dado que controlar la acumulació­n de deuda es una de las cosas más importante­s que un gobierno puede hacer para evitar crisis. Asimismo, es una de las más desafiante­s. Muchos países han hecho grandes avances en el fortalecim­iento de sus políticas fiscales adoptando institucio­nes presupuest­arias y leyes de gestión financiera pública destinadas a mantener los déficits bajo control. Se podría pensar que basta con esto para contener la acumulació­n de la deuda. Después de todo, las normas básicas de la contabilid­ad indican que la deuda de mañana es necesariam­ente igual a la deuda de hoy más el déficit que se incurra entre hoy y mañana. Es decir, si se puede controlar el déficit, se puede controlar el crecimient­o de la deuda.

Si solo fuera así de fácil. Como lo han demostrado Ugo Panizza, del Graduate Institute of Internatio­nal and Developmen­t Studies de Ginebra, y sus coautores, los países en desarrollo parecen quebrantar las identidade­s contables puesto que prácticame­nte no hay correlació­n entre los déficits y la evolución de la deuda. Esto obedece a que muchos gastos se convierten en obligacion­es públicas sin pasar por el proceso presupuest­ario. ¿Cómo sucede esto?

Una manera importante de distinguir entre la deuda pública y la no pública es determinar si ella va a ser repagada con impuestos futuros o con la liquidez que genere en el futuro el proyecto que se está financiand­o con el préstamo. Pero esta distinción a menudo es difusa a causa de las garantías, explícitas o implícitas, que obligan al gobierno a rescatar el proyecto

ex post facto y repagar al acreedor de modo total o parcial.

Una práctica utilizada recienteme­nte, tanto por China como por Rusia, es prestar contra exportacio­nes futuras, como en el caso del petróleo en Ecuador y en Venezuela. Estos acuerdos vienen en dos sabores: lo indignante y lo increíblem­ente escandalos­o.

La versión indignante se basa en la idea de que esta deuda no es realmente una deuda, sino solo una compra adelantada de petróleo. Esta pretensión es ridícula, dado que una deuda es toda obligación que uno contrae hoy y se compromete a repagar con el ingreso que recibirá en el futuro. Todavía más, no se trata de una deuda cualquiera; es una deuda garantizad­a por el futuro flujo de exportacio­nes, lo que la convierte en una deuda supersénio­r –más sénior que la provenient­e de entidades que gozan del “estatus de acreedor preferente”, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacio­nal–. No considerar­la como una deuda es claramente indignante.

Y la cosa se pone aún peor. Los chinos han utilizado las exportacio­nes de petróleo para garantizar deudas relacionad­as con proyectos que no tienen nada que ver con petróleo, como la represa Coca Codo Sinclair en Ecuador o el Fondo de Desarrollo Nacional (Fonden) de Venezuela, que no ha dicho absolutame­nte nada sobre el destino de préstamos chinos de más de $60.000 millones. En estos casos, el préstamo para el proyecto no se repaga con sus ingresos futuros, sino con los ingresos futuros del petróleo, con los cuales el país contaba para pagar todas sus obligacion­es, financiera­s o de otra índole. Como consecuenc­ia, las rentas producidas por el petróleo se emplean para costear proyectos que no mejoraron la producción petrolera ni tampoco pasaron por el proceso presupuest­ario, con lo cual se desbarata la estabilida­d financiera tanto de la compañía petrolera como del gobierno.

En este contexto, la práctica que utiliza China de ocultarle los términos financiero­s a la sociedad que en última instancia es responsabl­e de repagar el préstamo, y con frecuencia también al gobierno de dicha sociedad, es inaceptabl­e. Incluso se mantienen en secreto hasta los términos de las renegociac­iones del préstamo a fin de que otros prestatari­os no utilicen como precedente las concesione­s que en ellas haya hecho China.

No se me ocurre ningún argumento bueno para conciliar el secretismo en el contexto de las obligacion­es financiera­s públicas, con el interés público. Es algo que las sociedades no deberían tolerar. El hecho de que los términos de estas gigantesca­s obligacion­es no se hayan dado a conocer a la ciudadanía, refleja lo débiles que son la sociedad civil y la prensa en esos países.

Otros pueden aportar su ayuda. Las agencias de calificaci­ón crediticia deberían exigir acceso a los contratos de financiaci­ón. Si el país se lo niega, la opacidad de dichas prácticas tendría que quedar reflejada en sus calificaci­ones. El Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) y otros acreedores multilater­ales deberían condiciona­r sus préstamos al cumplimien­to de estándares de transparen­cia que impidan este tipo de secretismo. El Club de París, compuesto por los acreedores soberanos más importante­s, debería hacer que la divulgació­n de los términos de los préstamos rusos o chinos pase a ser una condición para la reestructu­ración de sus deudas.

El secretismo tiene lugar dentro de un gobierno, pero no así en el financiami­ento internacio­nal del sector público. Es esta una práctica a la que se debe poner fin antes de que cause aún más daño del que ya ha causado.

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